18 de mayo de 2018
Ha muerto Tom Wolfe y vale la pena sentarse a recordarlo. No, no me vengan a decir que no les suena o, de plano, que quién es ese señor. La importancia de Wolfe como autor literario puede ser puesta en discusión (quizá no haya sido uno de los grandes novelistas estadounidenses del siglo XX, pero es que la competencia resultaba del todo avasalladora). No: Wolfe importa, y mucho, porque, incluso al margen de sus apreciables novelas, revolucionó el periodismo de su época y lo dotó de dignidad literaria y porque sus ideas, articuladas en numerosos ensayos, fueron y son utilísimas para enfrentar al esnobismo rampante de ciertos enemigos de la narrativa. En pocas palabras: Wolfe nos recordó que las historias existen, que deben estar bien contadas y que las claves para hacerlo son el lenguaje y la agudeza. Su fama, que la tuvo, proviene de la cruzada que emprendió en los años sesenta del siglo pasado en contra de la narrativa que imperaba por entonces en Estados Unidos. La acusaba de ser excesivamente intelectual, manierista, tediosa. Y, peor aun, de haberse olvidado de los lectores y mantenerse incólume frente a los cambios por los que atravesaba su país en aquellas fechas. A saber: luchas contra el racismo y el machismo, subversión en las costumbres sexuales, cultura de la droga, neovanguardias artísticas, naufragio, en fin, de la entropía tradicionalista de los años cincuenta. Para intentar apoderarse de aquel remolino, Wolfe recurrió primero al periodismo narrativo (dio en llamarlo “Nuevo Periodismo” para distinguirlo de los mamotretos obsoletos que se publicaban en aquel momento, y todavía, en los periódicos) y más tarde a la novelas. En ellas (recordemos La hoguera de las vanidades la primera y mejor) utilizó un modelo deudor del canon realista decimonónico (sus héroes explícitos eran Balzac y Dickens), que bebía del lenguaje coloquial (grababa cientos de horas de entrevistas antes de escribir una línea de diálogo) y apostaba por los escenarios profusamente documentados y la indagación en personajes-arquetipo pertenecientes a los diversos colectivos étnicos, culturales y políticos que protagonizaban las crisis de sus tiempos. En sus novelas y crónicas, además de personajes con nombre y apellido, hay, pues, hippies, yuppies, panteras negras, punks, chicos disco, inmigrantes, porristas… En un momento en que el periodismo era ignorado o rebajado (¿cuándo no?) por el mundillo crítico y buena parte de la narrativa estadounidense se desentendía de lo que sucedía en la calle, Wolfe fue capaz de defender la actualidad de la calle. De su lenguaje y de sus ideas. Y, pese a que a los acólitos del experimentalismo (deudos de Faulkner y los beat, pero también imitadores de la Noveau Roman francesa) el realismo les sonara como una antigualla, su obra revolvió las aguas lo suficiente como para abrirle espacio a una pequeña revolución. Divas de las letras, como Capote o Mailer, escribieron clásicos que fueron catalogados como “Nuevo Periodismo” (A sangre fría y La canción del verdugo, ni más ni menos); nuevas plumas, como las del orate Hunter S. Thompson (inventor del periodismo “gonzo”: provoca una noticia y luego cuéntala) o Guy Talese, abrieron perspectivas nuevas para la narrativa y le dieron un poco de respeto literario al trabajo periodístico. En español, es imposible disociar la influencia del “Nuevo Periodismo” de obras como las del argentino Rodolfo Walsh (y su Operación masacre) y, lo reconozcan ellos o no, sobre los puntales del pequeño boom del periodismo narrativo de los años recientes. ¿Por qué dejamos de hablar de Wolfe un día? Porque luego de haberlo idolatrado cuando escribía sobre cultura pop, en los sesenta, muchos se sintieron traicionados con su irónico escepticismo ante los tics de la izquierda liberal estadounidense. O porque Wolfe mismo, con esas provocaciones convertidas en rutina (se cansó de repetir que había votado por la reelección de George Bush Jr., por ejemplo, y de soltar boutades derechosas, que, por fortuna, nunca guiaron su trabajo) terminó por cansar hasta a sus acólitos más recalcitrantes. Libros como El nuevo periodismo, como La izquierda exquisita o La palabra pintada son, sin embargo, perennes y sonrientes bofetones a las ideas establecidas por los intelectuales y los profesores de nuestro tiempo. So long, Tom. Y gracias.
Imagen de portada: Grabado de W-S Howitt, A large wolf snarling from across a stream at a bleating lamb, sin fecha. Wellcome Collection CC.