Se mueven las palmas con lentitud y responsabilidad, como si tocaran suavemente un toro. Así muestran al espectador una textura muy diferente a la que tendrían si estuvieran tocando el aire. A menos que en verdad lo tocaran, se tomaran el tiempo de sentir su textura y cuánto pesa la densidad, cuánto pesa el vacío. La soleá es un baile de triunfo porque la soledad es una fuerza creadora: la resistencia al abandono de sí mismo ante la ausencia de los otros. El tronco apenas se sale del centro; los brazos y las piernas siempre vuelven. Así se lleva el peso de los ausentes encima al bailar. Si un pie se desplaza, se toma su tiempo. Siente la duela, el empeine va como un miembro independiente. Un cuerpo puede pesar lo que ocho y cargarlos a todos encima. Se llevan de un lado a otro y se vuelve siempre al centro. Una mujer puede vivir encorvada por años, hasta que una bruja en un semáforo le dice que está cargando un muerto. En la soleá se suda mucho por la contención de los movimientos lentos. Si se ha perdido a alguien es más fácil bailarla. Si ya casi no duele, si duele cada vez menos, más.
Nos quitamos los zapatos para bailar. Mis pies se deslizaban como lijas por el tablao. Los marcajes se volvían ásperos, la suela logra darles suavidad a las mudanzas. Para el vivo de pies, levantar el talón era difícil. El ejercicio era descalzo para escuchar el rasgueo de la guitarra, conmovedor pero imperceptible con los tacones. Me pareció extraño que lo más natural, el pie desnudo, se volviera artificial en su desuso, que el recurso fabricado resultara la comodidad, el hábito. Es igual con las ideas imparables, aparentemente naturales, y la mente al fondo, continua y en silencio.
Estos poemas pertenecen a La vida abierta (UNAM, México, 2019), ganador del Premio de Poesía Joven UNAM 2019. Se reproducen con autorización de la autora.
Imagen de portada: John Singer Sargent, El Jaleo, 1882, dominio público.