Conocí a Isabel en 2016, entre las noventa estudiantes becadas por la organización con la que trabajaba en aquel momento en Guatemala. Isabel era una niña de once años, tímida y muy sonriente. Vivía con su mamá, su tía y sus primos en Pasajquim, en el altiplano guatemalteco. Pasajquim es una aldea K’iche’ donde viven unas trescientas familias, mayoritariamente compuestas por mujeres, niñas y niños. Cuando llegas por primera vez, te sorprende la algarabía y la gran cantidad de jóvenes que hay por las calles. En contraste, la aldea tiene una apariencia ruda, con casas de madera y de block, en su mayoría ajadas por las lluvias y las inclemencias del tiempo a mil 400 metros de altura. Hay una decena de tienditas informales que venden un poco de todo y un solo colegio con casi cuatrocientos estudiantes, que cubre las clases hasta la educación secundaria. Teníamos un año de conocernos cuando, durante una de mis visitas semanales a la aldea, Isabel no apareció en las clases de apoyo que organizábamos para los estudiantes. Era la primera vez que se ausentaba y decidí ir a buscarla para ver si estaba bien. La encontré afuera de su casa, sentada en una esquina y con un semblante triste, algo extraño en ella. Cuando le pregunté cuál era el problema estalló en lágrimas: “Mi mamá se ha ido”, me dijo entre sollozos.
La mamá de Isabel, Rosa, se había ido a Ciudad de Guatemala para trabajar como interna por un tiempo indefinido en una casa particular. Estar como empleada del hogar en régimen de interna significa trabajar y vivir en una casa que no es la tuya, con jornadas interminables y —con suerte— tener un día libre a la semana. Trabajar para esa familia en la capital no era compatible con la crianza de su hija: La familia que empleaba a Rosa no le permitía llevar a Isabel con ella. “No hay espacio”, le dijeron. Rosa pasó a criar a los dos hijos de esa familia e Isabel se quedó al cuidado de su tía en Pasajquim. Esta fue la primera vez que sentí tan de cerca el desconsuelo de una niña que no alcanzaba a comprender por qué su madre no la llevó con ella a su nuevo trabajo en la ciudad. Nadie podía tampoco explicarle satisfactoriamente a Isabel las razones de su madre, más allá de un “no te preocupes, volverá pronto’’ o “sólo se ha ido para poder ganar un poco de dinero y que estés bien”. También, fue la primera vez que yo entendí realmente la dimensión local de esas “cadenas globales de cuidado”, que adquirían de repente un sentido desgarrador. A pesar de la concepción general en torno a las migraciones en Guatemala —y en el mundo— la mayoría de los desplazamientos migratorios se dan en primer lugar a nivel local y no transnacional. Es más sencillo desplazarse cerca que emprender el largo, peligroso y caro camino hacia el “norte”. De las aproximadamente trescientas familias que viven en Pasajquim, más de la mitad cuenta con alguno de sus miembros en Estados Unidos (o en tránsito hacia allá) o bien en otro departamento de Guatemala, generalmente la capital. La mayoría opta por migrar primero a la ciudad y lograr ganar allí lo suficiente para, algún día, pedir el préstamo que les permita pagar al coyote del cada vez más costoso viaje a Estados Unidos. A partir de la década de los sesenta se comenzó a hablar de una “feminización” de las migraciones a nivel global. Sin embargo, en lo que respecta a los movimientos internos y locales, el trabajo de cuidados es el principal factor que ha determinado el desplazamiento de las mujeres. Desde la época colonial, en América Latina un gran número de mujeres provenientes de familias rurales y pobres se trasladaron a las nuevas ciudades en busca de trabajo, mayoritariamente en el ámbito de los cuidados y el empleo doméstico. A finales del siglo XX, la región tenía la mayor proporción de trabajadoras domésticas remuneradas a nivel global. Entre las décadas de los cincuenta y los sesenta el número de mujeres que migraban a nivel interno llegó a igualar o superar al de los hombres.1 La decisión de migrar de Rosa no hubiera sido posible sin el apoyo de su hermana, que quedó al cuidado de su hija. Habitualmente, cuando alguien migra el cuidado recae en otro miembro de la familia, si la hay. Quien asume esa responsabilidad es por lo regular una mujer: una madre, una hermana, una abuela, una tía o una prima. Las mujeres hemos asumido históricamente la carga de los cuidados. Esto responde a una distribución del trabajo basada en el género, que tradicionalmente ha relegado a la mujer al ámbito privado y al hombre al ámbito público, unas dinámicas todavía asentadas en nuestras sociedades y que continúan determinando la vida de millones de mujeres y niñas en el mundo.
En Guatemala es común que la mujer permanezca en el hogar cuando el hombre migra. Se queda cuidando la casa y a la familia, mientras espera la remesa y la vuelta del ser querido que partió. Pero también, como Rosa, las mujeres se desplazan a núcleos urbanos donde las clases medias y altas requieren de trabajadoras del hogar, mayoritariamente mujeres indígenas del área rural. Otra opción para muchas mujeres en el país es trabajar en la maquila, y eso también implica migrar a la ciudad, donde se ubican las grandes factorías. Antes de irse, Rosa bordaba y hacía pulseras de mostacilla junto a otras mujeres que también eran madres solteras o viudas. Además, en ocasiones limpiaba casas en pueblos cercanos más grandes, pero no era suficiente. Y aunque Isabel recibía una beca de estudios que cubría los útiles materiales y los gastos académicos del año, a medida que su hija creciera se incrementarían los gastos. Su hermana, además, se había vuelto a casar y pronto no habría espacio para ellas en la casa que compartían hasta ese momento. Rosa no le dijo a nadie que se iba a Ciudad de Guatemala. Una prima que ya vivía allí le habló de la oportunidad de emplearse en una casa cercana a la que ella trabajaba y en un par de días empacó sus cosas, se despidió de Isabel y se fue. “¿Cómo no se va a ir? Aquí está todo muy duro y para una mujer como ella más”, me dijo Catalina, compañera de Rosa en el grupo de costura. “Una mujer como ella”: ¿qué significaba eso? Una mujer como Rosa era una madre soltera que tuvo a su hija con 14 años; alguien que acarrea desde su nacimiento el estigma de nacer mujer y ser indígena en Guatemala; alguien que fue madre cuando todavía era niña; alguien que, a pesar de todo, emprende un camino desconocido por el futuro de su hija y por ella misma. ¿Cuántas mujeres como Rosa hay en Guatemala? La vida de Rosa en Pasajquim no era fácil. La aldea se encuentra al final de una carretera de terracería que parece perderse entre curvas y nubes, un paraíso natural parcelado y organizado —como gran parte del territorio guatemalteco— en grandes fincas dedicadas al cultivo de café y aguacate. La principal —y casi única— salida laboral en la aldea es trabajar como jornalero en alguna de las fincas que la rodean. Uso “jornalero” y no “jornalera” porque en la zona éste es un trabajo mayoritariamente masculino, que se paga a 25 quetzales el día, unos 3 dólares aproximadamente, por jornadas que superan las doce horas de trabajo. Las mujeres en Pasajquim se dedican principalmente a la costura, bordan a mano hermosos pájaros o flores en huipiles que venden a precio de costo a mayoristas en Santa Clara La Laguna, una ciudad mediana que se encuentra a una hora y media en microbús. Si quieres ganar lo suficiente como para alimentar a tu familia tienes que buscar opciones fuera de la aldea y eso implica o bien vivir fuera buena parte de la semana, o realizar trayectos de más de tres horas diarias por carreteras imposibles. Por esa razón, una gran mayoría decide irse, como Rosa. La última vez que vi a Isabel estaba a punto de comenzar el último curso de secundaria. En casi tres años vio a su madre un par de veces y nunca recuperó del todo su sonrisa. Alguna vez, cuando le preguntaba por su mamá, Isabel respondía, “Está bien. Pronto me voy a ir con ella”. Al contestar si estaba contenta viviendo con su tía daba un “sí” o un “bueno” por respuesta a la par que se encogía de hombros y dirigía la mirada al suelo. Estaba bien con su tía, pero claro, no era su madre. Rosa nunca volvió a Pasajquim. Se casó en Ciudad de Guatemala y tuvo otro bebé, dejó la casa donde trabajaba como interna y finalmente se llevó a Isabel con ella. Por el momento, Isabel no ha podido continuar con sus estudios, cuida de su hermano mientras su madre trabaja en otras casas. El esposo de Rosa emprendió el camino a Estados Unidos hace unas semanas. Todavía no saben si lo logrará. Mientras tanto, esperan juntas.
Imagen de portada: Pasajquim, ca. 2014. Fotografía de James McCracken. Cortesía de Nancy Wynne
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M. E. Valenzuela, M. L. Scuro e I. Vaca Trigo, “Desigualdad, crisis de los cuidados y migración del trabajo doméstico remunerado en América Latina”, serie Asuntos de Género, núm. 158, Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), Santiago de Chile, 2020. ↩