Vamos a partir de una pregunta que todo narrador de ficciones, si tiene alguna sensibilidad, se ha planteado al menos una vez: ¿hay un tiempo verbal que sea más adecuado que otros para escribir ficciones literarias, sean novelas o cuentos?
Si el cuento cuenta cómo nos cayó un relámpago, y la novela cómo se atravesó un ciclón, se diría que hay que usar el tiempo pasado y sanseacabó. Pero la ficción literaria es mucho más elaborada que eso: requiere que combinemos lo mejor de esos mundos posibles que son los tiempos verbales, los planetas simultáneos.
Quien asegura que el pasado es el tiempo verbal más recomendable para construir ficciones, debería recordar que en presente se han escrito pasajes de algunas obras maestras contemporáneas, incluso algunas que pretenden contar la muerte del narrador en tiempo real (baste citar los capítulos en primera persona de La muerte de Artemio Cruz). Gracias a la invención del monólogo interior, algunos narradores han optado por trasladar el peso entero de sus creaciones de la memoria a la percepción, y en lugar de mostrarnos un personaje que cuenta lo que recuerda o escribe sus memorias, nos sumergen en una conciencia que percibe el mundo en que vive, el mundo en que se desarrolla su historia; una conciencia que en lugar de contar lo que ya ocurrió, trata de mostrarnos los hechos a medida que ocurren. La extraordinaria Si una noche de invierno un viajero (1979), de Italo Calvino, está contada así.
Pero si este recurso contribuye a crear la sensación de que percibimos la historia en el instante mismo en que sucede, si bien nos hace creer que el autor logró liberarse del filtro del estilo, el presente no es el tiempo más apto para contar ciertos hechos o situaciones, en la medida en que infla y expande detalles o sensaciones que sería mejor resumir, a fin de no entorpecer la fluidez de la historia, y permitirle que se mueva a mayor velocidad. A veces el presente también otorga una nitidez peculiar a elementos que sería mejor presentar como inciertos, a veces presta excesiva atención a detalles sin relevancia, cuando es la ambigüedad o la certeza lo que buscamos.
Escribe Gérard Génette que una de las misiones imposibles para un narrador de ficciones consiste en tratar de contar una historia usando exclusivamente el tiempo futuro. Pero hay quién lo logra, al menos parcialmente. Pensemos en el final de El halcón maltés (1930), cuando el detective Sam Spade le augura a Brigid que vivirán un romance durante cierto tiempo y después ella decidirá matarlo a él también e irse a otra ciudad. Este recurso, que ocurre en el punto más alto de ciertas ficciones, puede verse en una serie de selectas novelas policiacas, cuyo remate desborda las líneas finales del libro y nos obliga a imaginar el destino de esos personajes muchos años después.
Dos tiempos verbales que parecen servir como el clutch de las velocidades son el copretérito y el pospretérito. Basta examinar al azar cualquier relato de ficción para comprobar cuán útiles son, cuánto nos ayudan a crear las narraciones. Para ilustrar mejor qué le aportan a la construcción de ficciones pensemos en la siguiente frase de Yehuda Amijai en su poema “Tarde de una alegría serena”1:
Estoy parado en el lugar donde una vez amé.
Llueve.
La lluvia es mi casa.
Si te fijas bien no todo está en presente: a mitad de la primera frase hay un rizoma que se desprende, se sumerge en los recuerdos y usa el pasado, como si para mejor sumergirnos en el planeta del pasado debiéramos emplear el pretérito, sus acciones que parecen concluir con la fuerza de un machetazo. Traducida al pasado, esa frase dejaría de lado algunos recursos y retomaría otros:
Estuve parado en el lugar donde una vez amé. Llovió. La lluvia era mi casa.
Ahora tiene sabor a informe preciso pero sin gracia de lo que ya ocurrió. Como si el narrador fuera un observador de sus propias catástrofes: un antropólogo o un robot insensible al cual no le afectaran los descalabros amorosos. Si trasladamos todo, incluso el rizoma, al tiempo futuro, la frase empeora:
Estaré parado en el lugar donde una vez amaré. Lloverá. La lluvia será mi casa.
Aunque la primera frase suena ridícula de tan artificial y elaborada —nadie habla así, vaya, excepto en las malas ficciones— y a pesar de que ese “lloverá” tiene algo de tiránico y absurdo, debemos aceptar que la tercera parte tiene lo suyo: sin proponérnoslo hemos creado un poema instantáneo. Ese “La lluvia será mi casa” puede funcionar como título de una novela, o mejor aún, de una película cursi.
Traducir este poema al presente compuesto lo vuelve pomposo y petulante. ¿Quién podría decir o escribir: “He estado parado en el lugar donde una vez he amado. Ha llovido. La lluvia ha sido mi casa”. Suena a mala traducción del francés, o peor aún: a político posando ante la posteridad, construyendo el propio personaje o la propia leyenda: “Como diputado plurinominal por este distrito he venido a Comala porque me han dicho que acá ha vivido mi padre, un tal Pedro Páramo, terrateniente y usufructuario de personas y casas. Me lo ha dicho mi madre, senadora por el partido oficial, y yo le he prometido cumplir con mis obligaciones y acatar la Constitución”. No en balde podemos encontrar pasajes así en las falsas memorias que el sublime general de división José Guadalupe Arroyo usó al comienzo de Los relámpagos de agosto (1964).
Dejo a la imaginación del lector los resultados del mismo ejercicio con el pasado y el futuro compuesto, a fin de demostrar que algunos tiempos no funcionan del todo para contar ciertas situaciones. Lejos de transmitir la sensación original, transforman el relato en algo exquisito, remoto y demasiado elaborado para lo que pretendía esta frase de Amijai (“Había estado parado…”). Concentrémonos mejor en las posibilidades del copretérito:
Estaba parado en el lugar donde una vez amó,
Ahora, para terminar, seamos implacables y llevemos a copretérito todo, incluso el rizoma, elaborando un poco de ser necesario:
Estaba parado en el lugar donde amaba. Llovía. La lluvia era su casa.
¿Ves como esto nos obliga a quitar unas cuantas palabras y a adecuar la frase a las posibilidades del tiempo verbal que elegimos? Esto último ya está más cerca de la ficción: a diferencia de los rebuscados tiempos verbales que hemos usado en los párrafos anteriores, este tiempo nos resulta más natural y mientras pretende contar lo que ya ocurrió con toda sinceridad, no disgusta a nuestra sensibilidad, sino que nos predispone a aceptar lo que cuenta: nos ayuda a bajar la guardia ante las intenciones del narrador, a confiar en él y a creer en su historia. Un último esfuerzo y pensemos la frase en pospretérito:
Estaría parado en el lugar donde una vez amó.
Lo cual nos recuerda al famoso “¿Encontraría a la maga?” con que Cortázar abre Rayuela. Pero sigamos:
Llovería. La lluvia sería su casa.
Si movidos por el afán de ser coherentes tradujéramos todo a pospretérito, el resultado nos demostraría que hemos ido demasiado lejos:
Estaría parado en el lugar donde una vez amaría. Llovería. La lluvia sería su casa.
Aunque faltan otros tiempos verbales (el radical imperativo, los elegantes giros del pasado y el futuro compuestos, el engañoso subjuntivo), hemos visto que la literatura de ficción no se escribe con fórmulas: ninguno de los tiempos anteriores basta, por sí solo, para contar todas las historias del mundo, las que han sido y las que serán. Si aspiramos a que nuestras palabras se recuerden, cada palabra y cada verbo utilizado debe resonar en el corazón del lector. Somos los extraños intérpretes de una melodía hecha de tiempo.
Elegir el tiempo, o los tiempos más adecuados para contar mejor, para conmover más, para aumentar la confianza del lector en nosotros es uno de los retos, una de las obligaciones y, sin duda, uno de los placeres del narrador de ficción.
Si se usa el tiempo adecuado en una ficción literaria, el narrador y el lector pueden evitar con una frase muchos meses de trabajos forzados, hacer que un breve encuentro con la mujer amada dure cien años, presentar salidas fastuosas aunque imaginarias al peor encierro posible, sintetizar con un párrafo muchos instantes tediosos, y recordarnos que vivimos en distintos planetas a la vez: lo que fue, lo que será, lo que es, lo que puede ser, lo que desearíamos que fuese, lo que añorábamos, lo que deseamos con tanto fervor. Cada tiempo verbal crea su propio planeta, que construye y gira alrededor de la historia y el tiempo principal. Multiplicar al lector y convertirlo en muchos seres simultáneos es una de las maneras que tiene la ficción para ayudarnos a recobrar nuestra fe en lo extraordinario y sin duda constituye uno de los grandes poderes de la literatura.
Imagen de portada: Nigel Hoare, representación artística de una luna amarilla sobre una superficie rocosa, 2014. Unsplash ©.
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En Yehuda Amijai, Mira, tuvimos más que la vida (nuevos poemas escogidos); selección, traducción y prólogo de Claudia Kerik, Elefanta Editorial, México, 2019, p. 118. ↩