En algunas ciudades se festeja cada 23 de abril el Día Mundial del Libro. La fecha (como no ignora Google) se fijó para conmemorar el fallecimiento, en 1516, de William Shakespeare y Miguel de Cervantes, autores por excelencia de las lenguas inglesa y española (que acaecieron en la misma fecha, sí, pero no en el mismo día, porque España e Inglaterra utilizaban calendarios diferentes en el siglo XVII). Ciertas instituciones y alguna que otra empresa organizan año con año, con ese pretexto, actos que buscan acercar a la gente de a pie, en especial a los jóvenes, a los libros: lecturas colectivas, obsequio masivo de ediciones especiales, charlas, conferencias, “rallys”, ferias o bazares de volúmenes con descuento, etcétera. Muchos de quienes nos dedicamos a las letras allí andamos, cada 23 de abril, como participantes o espectadores de esos actos. Y no puede decirse que nos vaya mal: solemos tener público, quizá incluso más que de costumbre. Algunos firmamos ejemplares. Otros consiguen libros a buen precio. Hay muchos aplausos. Y no falta el sitio en el que se les obsequian rosas a los visitantes, para honrar el festejo que se le hace en Cataluña a San Jorge, en donde se instituyó esa curiosa costumbre. Muy bonito todo, pues. Yo creo, humildemente, que no tiene caso criticar estos actos, porque, por definición, son agradables y limitados. Un día de charlas, venta de libros baratos y rosas no hace lector a nadie, a decir verdad. Es, apenas, un amable recordatorio de que el mundo de la lectura existe y allí anda todavía. Pero sería absurdo esperar que los eventos de una jornada particular remedien el trabajo que las escuelas y universidades no hacen o hacen de manera tan imperfecta como sucede entre nosotros. Porque México no es un país de lectores ni de lejos. Eso no es ningún secreto. Hay motivos de todo tipo para explicar lo poco que se lee acá. Es real que los libros, sobre todo las novedades, están fuera del alcance del bolsillo de las mayorías (en un contexto en el que cerca de la mitad de la población no consigue cubrir sus necesidades básicas y otro gran porcentaje apenas lo logra). Y también existe, claro, un factor cultural: es muy complicado esperar que los hijos de padres que podrían leer pero no lo hacen y para los que los libros no tienen importancia alguna se vuelvan lectores (para muchos, en esa situación, conseguirlo ha sido un empeño de años). Y no podemos dejar de mencionar que sobra la gente, en las clases acomodadas, para la que la lectura es una absoluta pérdida de tiempo o un fastidio, que se evitan con uñas y dientes (y podríamos agregar, quizá, el desdén esnob de los que sí leen pero van por ahí diciendo que hacerlo no sirve para nada, pero la verdad es que esos sujetos no le interesan a nadie). Lo que hace falta, pues, son programas integrales que asocien la educación con el placer de la lectura y no sólo con tareas y obligaciones. Y que ocurran, claro, durante todo el año. Lo demás es pura fiesta.
Imagen de portada: Rafael Sanzio, San Jorge y el Dragón, ca. 1506.