Mientras que para algunas mujeres la experiencia del embarazo y el parto es algo alegre, natural y satisfactorio, otras se sienten horrorizadas por las exigencias físicas de llevar y mantener a un niño en su vientre, y aún más por la potencial brutalidad del parto. Algunas podrían pensar que la sangre, el sudor y las lágrimas son un aspecto necesario e inevitable de la vida. Otras, como escribió la feminista radical Shulamith Firestone en su libro La dialéctica del sexo (1970), asumen una visión menos indulgente del proceso por considerarlo “bárbaro” o parecido a “defecar una calabaza”. La mayoría, como yo, fluctúa entre las dos posturas, o bien se sitúa en un punto intermedio. Cualquiera que sea la posición de cada uno sobre la “naturalidad” del embarazo, es innegable que el desarrollo de la tecnología del útero artificial (conocida como ectogénesis) cambiaría el debate de manera radical. En primer lugar, están los beneficios médicos que promete: las mujeres propensas a embarazos de riesgo podrían transferir el feto a un útero artificial, lo que permitiría que el desarrollo fetal continúe sin afectar su propia salud física; asimismo, los fetos con riesgo de nacimiento prematuro podrían ser transferidos a úteros artificiales para completar su desarrollo según sea necesario. Al parecer, la sangre, el sudor y las lágrimas podrían no ser tan intrínsecos al proceso después de todo. En segundo lugar, la tecnología podría tener importantes beneficios sociales para las mujeres. Según Firestone, los úteros artificiales eliminarían una condición fundamental que en la actualidad garantiza la opresión de las mujeres, al neutralizar el proceso de reproducción, que está sumamente marca_do por el género. Aunque hay diferencias biológicas indiscutibles entre los sexos, Firestone arguyó que esta diferencia se vuelve opresiva en la injusta división de la tarea reproductiva y su naturalización a través del ideal de la familia nuclear; sin embargo, si los fetos se desarrollaran en vientres artificiales, las mujeres por fin serían libres para perseguir sus intereses y ambiciones fuera de sus obligaciones reproductivas.
Al parecer, incluso este somero resumen del potencial médico y no médico de los úteros artificiales presenta un argumento convincente a favor de la tecnología. Si añadimos a esta lista las muchas personas más para las que haría posible la reproducción, este caso se vuelve casi irrefutable. De modo que, en 2017, cuando los investigadores lograron el desarrollo exitoso de ocho fetos de cordero en bolsas que imitaban las condiciones del útero de una oveja, no fue sorprendente la atención que recibió este experimento de los principales medios de comunicación. A pesar de los esfuerzos de los investigadores, sus hallazgos se presentaron como un avance en el desarrollo de los úteros artificiales y, gracias a este proceso, argumentos con décadas de antigüedad, como el de Firestone, volvieron a ser el centro de atención. Es cierto que las afirmaciones de Firestone siguen teniendo un gran apoyo entre las feministas contemporáneas, como en el caso de la filósofa Anna Smajdor en su artículo “The Moral Imperative for Ectogenesis” (La necesidad moral de la ectogénesis, en español) publicado en 2007,1 pero el renovado entusiasmo en torno a los úteros artificiales oculta el hecho de que el potencial emancipador de la tecnología en realidad es bastante limitado. Por un lado, los vientres artificiales podrían garantizar una redistribución justa de la tarea reproductiva sólo si ésta se limitara al proceso de embarazo en sí, pero, después del nacimiento, sigue sucediendo que son las mujeres (en su mayoría) las que deben amamantar, sacarse leche, criar y educar al niño. Esto no excluye de la conversación a las demás personas que pueden participar, y de hecho lo hacen, en lo que tradicionalmente se considera una labor materna, pero sí nos recuerda el estigma y la censura hacia las mujeres que no la desempeñan, ya sea por elección o algún otro motivo. En este contexto, no queda claro de qué servirían los úteros artificiales para replantear las condiciones sociales que pueden hacer que la reproducción sea un factor opresor en primer lugar. Esto apunta a un problema mucho mayor a la hora de asumir un apoyo inequívoco a la causa feminista. Los úteros artificiales prometen eximir a las mujeres de la opresión física que las feministas han asociado con el proceso reproductivo, pero no abordan necesariamente el problema a nivel conceptual, es decir, no desafían los valores y el pensamiento patriarcales que hacen que el proceso sea opresivo ante la perspectiva de esas feministas. De hecho, un análisis más detallado de los enredos metafísicos de la tecnología del útero artificial indica que, por el contrario, puede perjudicar el esfuerzo de liberación. En su ensayo “Bun or Bump” (Bollo o bache, en español),2 la filósofa Suki Finn describe dos modelos metafísicos del embarazo que, al parecer, recogen el actual entendimiento occidental del proceso. El primero, denominado “modelo de las partes”, describe al feto como una parte de la persona gestante, como lo es un brazo, una pierna o un riñón. El segundo, el “modelo del contenedor”, describe al feto y a la persona gestante como dos entidades separadas, lo que da lugar al “modelo del contenedor fetal”, que es culturalmente dominante. Como señala Finn, gracias a este modelo podemos hablar de un “bollo en el horno” y, por si fuera poco, representar a los fetos como astronautas flotantes en un espacio negro y vacío en lugar de incrustados en la pared uterina.
Aunque hasta cierto punto es inocuo en su uso cotidiano, el modelo del contenedor también se ha aplicado a extremos más perjudiciales: como demuestra la socióloga Amrita Pande en su estudio de 2010 sobre la industria de la subrogación comercial de vientres en la India (prohibida desde entonces): las clínicas de fertilidad que sacan provecho de esta separación entre gestantes y fetos han desarrollado prácticas de atención prenatal deshumanizadoras que, entre otras cosas, sirven para destacar la desechabilidad de los vientres de alquiler. Esto demuestra que la visión metafísica del contenedor puede ser moralmente neutra, pero su manifestación cultural se ha desarrollado y se utiliza actualmente en un contexto patriarcal. La viabilidad de ciertas prácticas reproductivas depende del tipo de marco conceptual que utilicemos para entenderlas. Por ejemplo, la sola idea de usar úteros artificiales para sustituir algunas o todas las fases de la gestación refleja la suposición de que los fetos y las personas gestantes son, de hecho, separables. Aunque esto no significa que la tecnología de úteros artificiales implique por fuerza el modelo de contenedor fetal, la retórica actual dentro de este debate capta muy bien la esencia del punto de vista: por ejemplo, al comparar el útero con lo que el biólogo reproductivo Roger Gosden llama una “incubadora inteligente” en el libro Designing Babies (Diseñar bebés, en español), publicado en 1999. La académica feminista Irina Aristarkhova presenta un enfoque alternativo en el que la plausibilidad de la tecnología del útero artificial se convierte en un “concepto menos viable”, o al menos más complicado. Se supone que si uno piensa ahora en el feto como una parte de la gestante, entonces se limita la medida en que los úteros artificiales son capaces de cumplir de verdad con esta función. Por supuesto, se podría admitir una nueva relación entre el feto y la gestante que se extienda al ámbito de la mecánica y las máquinas (pero el espacio para discutir un futuro tan lejano merece un artículo propio). Aun así, si estamos dispuestos a enfrentarnos a las realidades biológicas del embarazo (es decir, a la inextricabilidad real de los fetos y las gestantes), en este contexto específico, tendremos que enfrentarnos en algún momento a nuestro futuro como máquinas (o nuestro futuro sin ellas). No obstante, el problema para las feministas es que cualquier tecnología que despliegue los principios de un modelo problemático de embarazo podría conducir de manera involuntaria a su normalización o a la perpetuación de estos mismos problemas. En este contexto, la devaluación de la tarea gestacional y la disminución de la relación materno-fetal sólo pueden verse como antitéticas a la causa feminista. Aunque es innegable que los úteros artificiales podrían seguir beneficiando a un gran número de personas, de las cuales las mujeres sólo constituyen una parte, vale la pena cuestionar su utilidad particular como herramienta feminista de liberación, de manera especulativa o no. En este contexto, sin duda los úteros artificiales podrían solucionar las limitaciones físicas a las que se enfrentan algunas mujeres en la actualidad; pero, si no se abordan los modelos patriarcales sobre los que podría construirse, el potencial liberador de la tecnología en general sigue siendo limitado.
Texto publicado originalmente en Aeon. Disponible en este link [N. de la E.]
Imagen de portada: Mujer en trabajo de parto. Fotografía de Sharon McCutcheon. Unsplash