Partamos de una idea simple que pondría el corazón en otra parte: ¿Y si la fiesta fuera lo que de verdad define profundamente al ser humano? No el trabajo, ni la política, ni las Iglesias, esos tres grandes secuestradores abusivos de la fiesta.
Entre los mayores placeres que me da viajar y conocer personas muy diversas, horizontes sorpresivos o largamente deseados, está para mí el placer de poder convertirme en un completo ignorante y dejarme sorprender por la manera en que cada quien, en diferentes lugares, lleva a cabo sus fiestas. Y ya en cada lugar, seguir viajando del asombro al atisbo de comprensión de lo que sucede. Mirar sin juicios previos. Luego escuchar y volver a escuchar. La sensación profunda que se repite, comprobable con frecuencia más allá de la primera impresión, es que las sociedades hacen una multiplicidad de actividades cotidianas para poder confluir tarde o temprano en una fiesta. Ella es la que da sentido a todo lo demás.
Me parece tan extraño que alguien se presente poniendo su oficio por delante. El nombre lo entiendo, pero el oficio o la función que ejerce en algún lado es lo que menos te dice quién es esa persona. Es como usar un boleto de metro para presentarte. Como es claro que tampoco la define su licencia de manejar, ni su credencial de partido, ni sus amuletos, ni sus santos, ni su pasaporte. La identidad de la gente no está en su trabajo, ni en los títulos y credenciales que ostente. Ni en su filiación a un equipo deportivo o la sumisión a algún líder político o a alguna parroquia. Por más importantes y poderosas que sean todas esas sumisiones o filiaciones.
Un mismo gesto colectivo en el estadio o en el mitin significa algo distinto para cada persona. Aunque parezca lo contrario. De eso se trata la novela Las puertas del paraíso de Jerzy Andrzejewski. Cada uno de los niños que marchan a la Cruzada lo hace por una razón distinta. Varias novelas exploran esa confluencia que no es coincidencia. Cada quien se define por la manera en que está en el mundo de forma excesiva, desbordada, ritual, es decir, trascendente. Así, a cada quien lo definen mejor, aunque siempre parcialmente, sus fiestas. El niño tímido que yo fui era alérgico a las fiestas. Odiaba “ser llevado al baile” y que me obligaran. Hasta que comprendí que cada quien labra sutilmente su lugar entre los otros, con sus silencios y sus torpezas. Hace su fiesta dentro de las fiestas. Mis amigos del mundo anglosajón, autonombrado “moderno”, me dicen que la fiesta es tan solo lo que se puede hacer cuando se ha cumplido con el deber de trabajar. Es el excedente, lo que sobra. Con mucha frecuencia me asalta la idea de que entendemos al revés tantas cosas de la vida y del mundo. Por mala educación o por lo que sea. Tan absurdo y delirante como pensar que alguna raza es inferior o superior a otra, o tan abusivo como esa creencia prediluviana y abusiva de que los derechos de la mujer son distracciones de la lucha por el poder político, es creer que la fiesta es tan solo eso que la gente hace cuando ya ha trabajado: algo marginal al tiempo de sus días laborables. Como si los humanos fueran esencialmente trabajadores y la fiesta fuera su descanso y su asueto. Yo creo que es al revés: la fiesta es esencial y el trabajo es tan solo su adminículo colgante que sirve para seguir moviendo torpemente la rueda de la vida. El trabajo sirve para alimentarse pero también y sobre todo para poder hacer adecuadamente el acto ritual que da sentido al conjunto de la vida: la fiesta.
Hace casi cien años, en 1923, un hombre llamado Marcel Mauss celebraba lo imperfecto del esfuerzo mundial de nuestra civilización por hacer del hombre un “animal económico”:
Por fortuna no todo es clasificable en términos de compra y venta. Hay cosas que todavía tienen un valor simbólico además de su valor comercial. Y habría que preguntarse si existen valores exclusivamente comerciales.
Para él, la clave que permite a las personas ser libres en las sociedades de horizontes diversos está en la posibilidad de hacerse regalos innecesarios y exagerados que crean en quien los recibe una necesidad de convertirlos en actos recíprocos, produciendo en esa red activa de excesos intercambiables lo que algunos llaman “un tejido social”. La fiesta es el nudo fastuoso que teje una sociedad que tiene a la vez deberes renovados y las libertades aumentadas de la desmesura. El arte de regalar. Los pedantes llaman “premoderna” a esta lógica. Los antropólogos la llaman técnicamente “economía del potlatch”, es decir, del intercambio de ofrendas inusuales. Mauss, en su Ensayo sobre el don lo describe como un exceso ritual cuya función no está vinculada a un ahorro práctico que luego es gastado en una ocasión especial sino, al contrario, a un abierto desperdicio. El gasto loco es elevado a la categoría de símbolo de confluencia si se vuelve mutuo. Y genera cambios, incluso estéticos, en la comunidad donde se practica. Esa dimensión estética del exceso es en muchas ocasiones lo que llamamos “artesanía, arte popular o arte ritual”. La creatividad es sustancial a la fiesta.
Los otros grandes secuestradores de la fiesta son la demagogia y el autoritarismo utópico de la política. Ese principio suicida de las sociedades que reactiva, una y otra vez, la gran pregunta que desde el siglo XVI trataba de responder Étienne de La Boétie en su Discurso de la servidumbre voluntaria: ¿Cómo es posible que humanos libres decidan volverse esclavos de un tirano? La fiesta se vuelve entonces celebración de su grandeza personal, celebración de su versión caricaturizada de la Historia donde el líder es el héroe mayor, el más puro y lo único festejable. Al mismo tiempo es celebración de la anulación de la individualidad en una masa que festeja descerebrarse como un logro utópico, lo que Hannah Arendt llamaba, en su estudio sobre los totalitarismos, “la claudicación de la facultad humana de razonar”. Alabar en masa al rey desnudo, defenderlo ferozmente de quienes señalen su desnudez, linchar a quienes él señale con su dedo de fuego desde su nube poderosa. Fiesta abusiva de cartón y papel que dice ser mármol. Llamar “fiesta” a lo que es su contrario, la subordinación colectiva, es el primer abuso de su noción misma. La fiesta, en el ímpetu dogmático, deja de ser ese corazón de la actividad humana que se libera y se regula en el exceso para convertirse en el sacrificio voluntario a la personalidad del amo de la verdad. Por lo tanto entra en el ámbito de las mentiras cotidianas oficiales, tan necesarias en el mundo autoritario, como lo explicó claramente George Orwell con el Ministerio de la Verdad, en su 1984. La más reciente biografía de Mussolini describe en detalle cada uno de los síntomas: No es extraño que en su borrachera de poder, un autoritario declare furibundo que la fiesta, la verdadera, la independiente, solo existe para limitar su proyecto “utópico”. Y esté dispuesto a deformar rituales de las minorías para apropiárselos y volverlos aparentes actos de su propia fiesta de postín, o reivindicaciones feministas o ecológicas que por detrás execra y limita. La verdadera fiesta excede los dogmas, necesariamente mentirosos; pone de cabeza a los autoritarios; invita a vivir con todo el cuerpo. La persona se ensaya con el mundo como quien mezcla dos sustancias químicas en la fiesta y lo que resulta es lo inesperado. A ningún político de aspiraciones dogmáticas le gusta lo incontrolable, lo autónomo.
La institución de la Iglesia, o de las Iglesias, de la religión que sea, tradicionalmente secuestra a la fiesta integrándola a sus rituales o por lo menos tratando de integrarla. Quiere volverla sacramento y encajarla en su peculiar teología como manifestación de un dogma, no como aquello que lo vivifica y por lo tanto lo reta. Una buena parte de las actividades institucionales de las Iglesias consiste en asumir y controlar las fiestas, institucionalizar lo trascendente de cada comunidad y persona. La historia de Europa de largo aliento (o de “larga duración”), de la Edad Media a la posguerra, es un apasionante flujo de las fiestas y rituales agrícolas llamados “paganos” que una y otra vez tratan de ser asimilados por el calendario eclesiástico católico y escapan sin cesar. Los ejemplos abundan en todos los países. Es fascinante cada caso. Los más espectaculares suceden en sociedades atípicas, como la búlgara, donde el arte popular de las máscaras de monstruos sigue vivo en el campo, porque los rituales agrícolas tienen una gran vitalidad a pesar de todos los obstáculos que han padecido: la urbanización forzada de la sovietización oficial que destrozó comunidades, sin embargo resistentes; la industrialización totalitaria, siempre ineficiente.
En México, es muy conmovedor asistir a una boda tradicional en Teotitlán del Valle, por ejemplo, con más de setecientos invitados que comen y beben y desfilan de casa de la familia del novio a casa de la familia de la novia, a casa de los vecinos, con una banda por delante y bailan los regalos. La ceremonia en la iglesia dura quince minutos, y se acabó lo oficial, como un trámite. Pero la fiesta con sus rituales y su exceso de alimentos y sus códigos propios dura varios días, y con frecuencia el cura no está invitado porque normalmente desaprueba el eclecticismo de la fiesta, el “desperdicio”, las ofrendas y los ecos de rituales por lo menos centenarios. En una fiesta bella y tremenda, como la Morisma de Zacatecas, de nuevo el representante oficial de la Iglesia, el cura local, trata de regular y absorber los actos de la fiesta pero es imposible. Más de diez mil personas disfrazadas escenifican batallas y parlamentos mezclados que no están hechos para un público: es un ritual que escapa a la institución de la Iglesia y se relaciona con lo sagrado de manera muy heterodoxa. Diez mil actores y un solo espectador que ve todos los cuadros simultáneamente: dios. La dimensión religiosa existe, pero apropiada y deformada por el exceso comunitario de la fiesta.
Un ejemplo significativo, contrario al mito de que todo el México tradicional se ríe de la muerte con carcajada y calavera, sucede en el pueblo de San Gabriel Chilac. Varias veces he podido presenciar sus fiestas en medio de una larga celebración, llena de códigos del exceso, pero sin calaveras sonrientes. Una relativa lejanía de la capital del estado de Puebla le ha dado hasta ahora una protección del turismo masivo que ha azotado, por ejemplo, a la isla de Janitzio, en la región de Michoacán, durante el Día de Muertos. Todo sucede varias noches antes de ir al cementerio. Nos reciben en la capilla de la casa de una mujer que falleció unos meses antes y notamos una mayor acumulación de ofrendas en el altar familiar. Nos explican que si alguien murió recientemente, o del tres de noviembre en adelante, a su altar se le llama “ofrenda nueva” y todos acuden con regalos distintos, como las velas especialmente labradas que llaman “cera vestida”. La fiesta se arma en grande. Pero con cifrada serenidad ritual. Era una notable del pueblo, dueña de varios comercios. Sus hijas nos cuentan con detalle cada paso del ritual. Me concentro ahora en uno solo. Todo comienza mucho antes, cuando muere la persona que ahora se recuerda. La mujer fue velada en esa misma capilla donde hoy recibe ofrendas, que intensifican su presencia en la ausencia. No es que de manera simplista crean que el muerto va a venir, es que viene en el recuerdo compartido materialmente. La regla del pueblo es que cuando alguien muere, este ritual da la ocasión de que aquellos que son cercanos vengan a reanudar el vínculo que los une con la familia de la muerta. Pero también es ocasión de que las ligeras o grandes asperezas sean limadas e incluso quienes durante el año han tenido algún conflicto con la familia se acerquen a limpiar los vínculos. La familia enlutada abre la puerta necesariamente a todos los generosos que traen su ofrenda. Es un gesto que no puede rechazarse. Y prepara comida, normalmente tamales, para recibir a más de ochocientas personas. Alguien debe ir anotando quiénes vienen durante la noche porque a la mañana siguiente, ayudada por los amigos más cercanos, la familia llevará el desayuno, café y pan, a cada una de las diferentes casas de los que vinieron a dar ofrendas a su madre. Con las personas que hay un conflicto previo, incluso si el problema es legal, este se deja de lado si ellas reciben el desayuno después de haber estado en la fiesta. La fiesta se convierte así en una especie de borrón y cuenta nueva de rencillas y conflictos que tiene la virtud de destejer los nudos atorados, y de retejer y revitalizar la red social del pueblo. El exceso de ofrendas y de comida y bebida es indispensable en este ritual festivo. Y el pueblo de Chilac vive, gracias a la fiesta, una intensa economía del don, del dar y recibir como una forma de civilidad renovada.
Imagen de portada: Pieter Brueghel, The Wine of Saint Martin’s Day, 1566–1567. Colección Museo del Prado