Git flageló a Nuí.
Ella dio saltos de alegría sobre el polvo azul.
—Acércate —dijo Git.
Nuí avanzó con sus pinzas y se las enseñó a Git. Un tentáculo de Git rodó echando humo hacia Nuí.
—¡Córtalo! ¡Córtalo! —suplicó Git. Nuí lo mordió en tres partes: ¡choc! ¡choc! ¡choc! Se comió una. Git se comió otra.
La tercera escapó corriendo sobre el polvo azul y dio un hijo. Nuí agarró al otro hijo de Git por un tentáculo y le cortó la mitad.
—Más, más… —pidió él.
Pero Nuí estaba detrás del pedazo que había cortado; se le fue entre el polvo.
Nuí se dio golpecitos en el carapacho con las pinzas y lanzó un chorro amarillo encima de Git.
Mut era un testigo mudo de los juegos de Git y Nuí.
La nave había sido desviada de su ruta por la interferencia de una corriente de partículas meteóricas y el hombre se vio obligado a aproximarla al planeta para evitar un choque fatal. Luego la fuerza de gravedad la atrajo y fue descendiendo en zigzag, utilizando el motor de freno como compensación.
—Así podré revisar los instrumentos y esperar a que termine el flujo meteórico… —se dijo el cosmonauta.
Primero la nave era un punto negro en el cielo. Acercóse a la superficie como una partícula estelar, creciendo hasta tomar su forma definitiva sobre el polvo azul, que se apartó inmediatamente dejando lugar al oxígeno que respiraba la nave para protegerse, y que pronto vino a formar una mancha roja debajo de ella.
Git, Nuí, Mut y los demás nunca habían visto un meteorito tan extraño: más brillante que los otros, menos caliente, más simétrico. Git se extendió sobre la nave. Su ojo blanco temblaba y las múltiples esferas cerebrales de sus tentáculos se humedecieron. El sudor de los pequeños cerebros a lo largo de sus tentáculos corría por el cristal de las ventanillas.
—¡Muérdeme! —suplicó a Nuí, y ella, ¡choc!, le cortó otro trozo de tentáculo, que dio un hijo más.
Como ocurría cada vez que caían meteoritos, su instinto de reproducción era exaltado y el proceso de cortar tentáculos se multiplicaba.
Nuí mordía los tentáculos de Git con las pinzas y los pequeños pedazos se iban rodando y crecían con rapidez. Mut se extendió longitudinalmente sobre el estimulante polvo azul; alargándose, avanzó sobre la nave y formó varios anillos en rededor. Luego se subdividió y cada anillo fue a su vez tendiéndose a lo largo sobre el polvo azul y subdividiéndose.
Movido por la necesidad de establecer contacto y por la confianza en sí mismo, el cosmonauta apareció en la puerta de la nave, contemplando a los curiosos pobladores del polvo azul. Solo en su traje ancho, la cabeza dentro del casco de cristal que emitía chispas por las antenas frente a sus ojos, descendió por la escalera y se adelantó hacia la multitud. Los otros quedaron sorprendidos ante aquel ser que salía de un meteorito y caminaba sobre dos tentáculos, moviendo otros dos en el aire.
Mut preguntó:
—¿De dónde vendrá? Nunca habíamos visto a nadie en un meteorito.
—Extraño, extraño —comentó Nuí, e hizo ¡choc! ¡choc! en el aire con sus pinzas.
La osadía del hombre creció al verse como un rey, delante de todos aquellos personajes que permanecían inmóviles, analizándolo a través de sus múltiples tentáculos llenos de esferas cerebrales; miles de ojos pensantes sobre el hombre, escrutándolo, penetrándolo, tomando su imagen y movimientos, apoderándose de sus formas.
Entró en el polvo azul. Los demás vieron cómo se movía cómodamente sobre sus pies, mirándolo todo y lanzando constantes chispas entre ceja y ceja.
—Háblale —sugirió Mut—. Dile cualquier cosa…
—¿Quién eres? —preguntó Git.
El cosmonauta no recibió nada. Su casco de cristal continuaba despidiendo chispas entre ceja y ceja. Pero tuvo una cierta intuición de que querían entablar un diálogo. Lo mejor que pudo hacer fue lanzar más chispas, esta vez azules.
Git, Nuí, Mut, y los demás entendieron que eran un símbolo de paz.
—Sus palabras son azules como nuestro polvo —dijo Mut—. Quiere decirnos algo…
—¿Por qué será tan pequeño? —preguntó Nuí.
Git señaló:
—Tiene dos cerebros gemelos que le brillan. Los abre y los cierra; miren bien. Y por encima de los cerebros nos habla con palabras de luz azul.
—Sí —dijo Nuí—. ¿Qué edad tendrá?
—Debe de ser muy joven —especuló Mut—. Sus tentáculos son cortos…
Nuí se dirigió al hombre.
—Acércate —le dijo—, acércate.
El cosmonauta no oía absolutamente nada.
Nuí entonces se le aproximó.
—¿Estás solo? ¿No hay más contigo?
Los demás miraron hacia la puerta exterior de la nave, que había quedado abierta. Pero nadie se asomaba. Uno de los tentáculos-hijos se fue corriendo y trepó por la escalerilla.
El hombre, que lo había visto, siguió intentando entablar conversación.
“Son juguetones y pacíficos —se dijo—. Los pequeños parecen cachorros”.
Y, efectivamente, los pequeños eran los que más se acercaban para verlo.
“He causado conmoción”, volvió a pensar el hombre.
Mut preguntó:
—¿Cómo serán sus hijos?
Y se subdividió para que el visitante entendiera lo que se hablaba.
Nuí, observándolo de cerca, vio que se parecía a Git, aunque sus tentáculos carecían de cerebros.
—Es tan joven que aún no tiene —se dijo.
Entonces Nuí se dejó llevar por la curiosidad, más que por las ganas de procrear, y le cortó los brazos al hombre con sus pinzas: ¡choc! ¡choc!
Mientras se desangraba, el cosmonauta sintió que le faltaba el aire y lo último que pudo oír fue otra vez ¡choc! ¡choc! ¡choc! ¡choc!
Este cuento pertenece a Ángel Arango, ¿Adónde van los cefalomos?, Ediciones Revolución, La Habana, 1964, pp. 61-67
Imagen de portada: Three Man Standing on Rocky Shore During Daytime, 2021. Fotografía de Mike Kiev, 2021. Unsplash