Los escritores, cuando algún periodista comete la inelegancia de preguntarles por qué rayos escriben, suelen irse por las ramas en las respuestas que dan. Los cínicos decimos “porque de eso como” o, peor, “porque si no, me tumba los dientes la hipoteca”. Los sensibles, que al final del día resultan ser casi todos, arguyen algo del tipo de “porque tengo unas necesidades expresivas enormes” o “porque es mi manera de estar en el mundo”. Alguno que se las quiere dar de avanzado socialmente (siempre hay alguien así, aunque cinco minutos antes anduviera tan quitado de la pena, pensando en Austria-Hungría), dice que escribe para hacerle justicia al pueblo, que tanto la necesita, etcétera… Lo que casi nunca se le pregunta a alguien es por qué dejó de escribir cuando eso sucede. Porque las personas que tienen o tuvieron vocación literaria y decidieron estacionarla, ponerla en hibernación o abandonarla en definitiva son cientos (o miles). Cada noche hay decenas de escritores en el mundo que cierran el archivo de ese texto al que le entregaron madrugadas, esperanzas y afanes y ya no lo abren más. Ni ése ni ningún otro. Y, claro, suele ser raro que nadie que no pertenezca a su círculo íntimo se les acerque y les diga: “Oye, ¿y ya nunca hiciste más cuentitos?” (o poemas o novelas o ensayos…). Al menos en México, lo usual es que la práctica de la literatura se abandone por dos factores: las necesidades económicas de los nóveles autores (porque sobrevivir acapara el tiempo y no es sencillo mantenerse a flote) y la falta de eco, es decir, la posibilidad, bastante alta, de que alguien que escribe no encuentre recepción para sus obras y se atore en alguno de los mil topes que nos pone enfrente el llamado “medio”: a unos no les hacen caso los editores, a otros no los leen ni sus amigos probados, unos más piden becas y no les caen, etcétera. Entre muchos de quienes abandonan la carrera existe un sentimiento de agravio, de injusticia. “Si en vez de publicar puro best-seller, los del megagrupo multisellos me hubieran leído, otro gallo cantara”, se dicen. O: “Si en vez de publicar a sus cuates, los de la editorial del ayuntamiento me hubieran dado chance a mí, ya me conocerían hasta en Silao”. A veces son incluso más categóricos: “Cuando veo los cochinadas que publican, premian y leen, se me quitan las ganas de vivir”, me dijo uno que estuvo convencido de ser el Joyce de nuestras tierras hasta que se dio cuenta de que la gente se reía a sus espaldas. Ahora, por cierto, es maestro. Tampoco le va bien. Otros llegan a pensar en la escritura como en una especie de locura juvenil, a la que ven con simpatía retrospectiva, como a una suerte de antigua pareja a la que recuerdan con nostalgia y ya, quizá, incluso sin dolor. Porque encontraron una vida distinta en otro lado y para cuando volvieron a acordarse, aquello ya estaba más lejos que el Himalaya. Pongo acá el ejemplo de dos autores a los que les leí, de muy joven, obras primerizas que me entretuvieron y, por qué no decirlo, me gustaron mucho y de quienes no volví a saber nada hasta que, hace poco, Google me informó que en vez de seguir escribiendo se dedicaron a labores digamos que comerciales y cuyas cuentas de Facebook (a las que me asomé) me dejaron en claro que deben haber pasado treinta años desde la última vez que abrieron un libro, porque ahora no saben ni poner comas en un “hola, que tengan buenos días, muchachos”. Vaya tristeza, haber leído a alguien con cuyas líneas llegó uno a entusiasmarse (así tuviera doce años) y verlo convertido, ahora, en un señor aburrido y torpón que replica columnas de Ricardo Alemán y se alarma de lo maleducados que son los jóvenes… Sin embargo, creo que en el fondo, son mayoría quienes no abandonan, en realidad, el campo de batalla: quienes desde un principio querían escribir más para ellos que para otros y se limitan, cívica y quizá heroicamente, a teclear en privado, sin esperar las reacciones de los editores, los críticos, los periodistas, los lectores, los blogueros, los booktubers, los agentes, los scouts, los profesores y los colegas, ni que los inviten a entrar a esa curiosa lucha sin cuartel que sostienen unos contra otros todos los días. Aquéllos que, por pereza, humor o inapetencia, se mantienen en la orillita del agua y se divierten con lo que ven o miran, quizá distraídos, hacia otra parte.
Imagen de portada: Lesser Ury, Mujer en escritorio, 1898.