El género de las antologías es fascinante como acto de coleccionismo. El antólogo, además de ser esdrújulo, tiene algo de arqueólogo: elige cada ejemplar, lo coloca en el anaquel adecuado y lo dota de un contexto nuevo, artificial, pero igualmente orgánico. Hacer una antología implica discernir lo más representativo de un todo y crear una continuidad nueva, otro cuerpo. Por alguna razón, las antologías de poesía son de las que encienden más polémica en el ámbito literario en México: en ellas se manifiestan desde rencillas personales hasta diferencias estéticas o políticas irresolubles. Encuentro mucho regocijo y sorpresa, por ejemplo, en las consecuencias de la Antología de la poesía mexicana moderna de Jorge Cuesta (1928), o la Asamblea de poetas jóvenes de México de Gabriel Zaid (1980). Al centro de estas peleas suele estar el criterio del antólogo. Precisamente las obras de este tipo cuya selección está moldeada por las circunstancias o los gustos personales suelen ofrecernos más datos. Las prefiero porque son termómetros de una época o una poética. Una aventura que me emociona aún más es descifrar las tendencias literarias en la obra inversa: la obra traducida. Para ello, me voy a detener en tres casos que muestran cómo ha evolucionado la traducción de poesía en México, así como la influencia de la poesía norteamericana en la nuestra. La primera es El surco y la brasa, que compilaron Marco Antonio Montes de Oca y Ana Luisa Vega (1974). Los criterios de esta antología son tan extensos como lo permitió la labor de los traductores mexicanos seleccionados: en ella conviven no sólo Emily Dickinson con Allen Ginsberg, John Donne con e. e. cummings, sino poetas que escribieron siglos atrás, en otras lenguas, en el Egipto antiguo o el México prehispánico. Un aspecto innovador es la organización por traductores y no por autores traducidos: es una colección de coleccionistas. Es tentador seguir con esta analogía, pero las intenciones del traductor se interponen. Hay unos que traen a su idioma los poemas como si trajeran semillas de contrabando y los siembran en su tradición literaria, y hay otros que los traen aparatosamente, los declaran en la aduana y los dejan en cuarentena permanente. Hay algunos que preservan a propósito el halo de exotismo de las obras originales y hay quienes las ambientan en su vecindario. Los especímenes que capturó Montes de Oca (los traductores) son una muestra heterogénea en la que conviven poetas con narradores, ensayistas y dramaturgos. Su intención es clara desde el título: el surco se abre en la lengua española y la tradición mexicana para que allí germine la semilla extranjera. Su criterio es la implantación, la adaptación, la fagocitación de un canon incluso, pero no la taxidermia. Montes de Oca alude a poemas que pueden vivir en español como único criterio. El surco… no surge de la nada. Cuando la publicó el Fondo de Cultura Económica, la tierra ya estaba fértil para recibir una antología donde aparecen los poemas sin la versión en el idioma original y ordenados por traductor. Desde las primeras décadas del siglo XX, la generación de Contemporáneos había impulsado, como una expresión distinta (y polémica) del nacionalismo, la necesidad de cruzar las fronteras nacionales, de ser contemporáneos del resto del mundo. La revista homónima y su alianza con algunos poetas de la generación del 27 nos dio, por mencionar el caso más insigne, múltiples versiones de la obra de T. S. Eliot. Como este foco de irradiación hubo muchos más durante el siglo XX en México (Octavio Paz inició uno de ellos), que además de seguir modelando la poesía nacional, contribuyeron a consolidar la traducción literaria como oficio. Como Eliot, William Carlos Williams también se instaló de manera permanente en la tradición hispánica. Se ha hablado mucho de la traducción como saqueo o invasión; aquí considero más adecuada otra metáfora agrícola: creo que Williams, como un injerto, por un proceso de grafting, floreció en los árboles frutales mexicanos para crear un híbrido. Su aproximación a la poesía sigue fascinando a una poética que, en 1923, cuando se publicó Spring and All, apenas empezaba a andar por el camino de la ruptura de las formas cerradas. Cuaderno de traducciones(1984) es posterior a El surco… Se trata de una antología ecléctica precedida por el prólogo que Charles Tomlinson escribió para su Oxford Book of Verse in English Translation (1980). Nos encontramos nuevamente la voz de un poeta, aunque de origen británico, profundamente vinculado a la poesía moderna (modernist) estadounidense, que actuó como puente entre ésta y la cultura mexicana. En este prólogo, “El poeta como traductor”, aparecen todas las preocupaciones que hasta la fecha ocupan a los traductólogos. Tomlinson aborda con agilidad e inteligencia el problema de la intraducibilidad de la poesía, que resume la frase lapidaria de Robert Frost: “poetry is what gets lost in translation”; el dilema de la relación entre la fidelidad y la calidad de una versión, y el cuestionamiento de la necesidad de ser poeta para traducir poesía. El segundo dilema llama la atención porque es un problema (o prejuicio) que sigue muy vivo en nuestros días. Con respecto a ello, Más de dos siglos de poesía norteamericana, la antología que publicó la UNAM en 1993, es un caso interesante: el primer volumen, que coordina la académica Eva Cruz, incluye a muchos traductores que no son escritores mientras que, en el segundo, la gran mayoría son poetas, incluyendo al coordinador Alberto Blanco. Al comparar ambos tomos y sin ánimos de perpetuar la idea de que el poeta es inherentemente buen traductor, concluyo que en esta empresa no sólo hace falta un conocimiento sólido de gramática, poesía y su historia (tanto en la lengua de partida como en la de llegada): también hay que tener algo del arrojo o la falta de autocrítica del poeta necesarios para abordar la obra sin la solemnidad o la aprehensión que atacan al académico o al arqueólogo. Más de dos siglos…, una antología que se distingue de las otras dos por su carácter enciclopédico y por ser bilingüe, sigue siendo la muestra más valiosa que tenemos de la poesía estadounidense en nuestra lengua, si bien ya han pasado varias décadas desde su publicación, lo que ameritaría la edición de un tercer volumen. El tercer dilema no es menor. La idea de la fidelidad es el mayor trauma en la historia de la traductología. ¿Qué se pierde en la transmigración del alma del poema cuando sale de un cuerpo para poseer otro?, ¿qué sobrevive? Las metáforas abundan, desde el trasvase hasta el embalsamamiento. Tomlinson parece estar de acuerdo con la modificación de la forma en beneficio de un trasplante exitoso. De aquí me interesa rescatar un elemento, la afinidad entre traductor y autor: “la traducción de poesía no es simplemente un trabajo jornalero. En las mejores versiones existe una región de acuerdo entre traductor y traducido, alguna simpatía común en lo espiritual”. Y cita unos versos del conde de Roscommon: “And Chuse an author as you chuse a friend”. Elegir a un autor de otra lengua, cuando no es —o no solamente— una obligación profesional o económica, nace del mismo impulso gregario que nos lleva a buscar una amistad. Saber quién tradujo a quién es una especie de prueba de Rorschach. En el caso de Montes de Oca, podemos notar cómo las palabras que usa Ulalume González de León para definir su poética coinciden en gran medida con la del trabajo de Wallace Stevens, a quien traduce en su antología: “pretendía racionalizar en forma ‘científica’ las técnicas que permiten crear formas poéticas”. Si tomamos como anclaje la “amistad” entre tradiciones, el criterio de Alberto Blanco muestra un gusto por lo fronterizo y un vaivén entre centro y periferia que puede trasladarse fácilmente a los poetas mexicanos de su generación. Los poetas no siempre son los mejores traductores de poesía; sin embargo, sus traducciones son parte de su obra y, como tal, ayudan a los lectores ávidos de un mapa de sus influencias a ahondar en una tendencia estética. Este tipo de antologías, creo, no tienen que ser exclusivamente de poetas para poetas ni tampoco muestrarios o colecciones inertes.
Imagen de portada: Julio Le Parc, Alquimia 229, 2004.