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La enfermedad apareció en mi horizonte el viernes 13 de marzo. Mi suegro se graduaba de historiador y asistí con mi mujer a la ceremonia. Al terminar, fuimos a comer. Durante todo el rato, con una excitación digna de la peste negra o la lepra medievales (o de la locura en la época clásica según Foucault), no se habló sino del coronavirus. Mis suegros y mis tres cuñadas se habían preparado para entrar en la Fase 3 de la cuarentena aquel mismo día, dos o tres semanas antes que la mayoría de los mexicanos. Su criterio me pareció excesivo, aunque lo justifico a contraluz de tres hechos fundamentales: los padres de mi mujer tienen edad suficiente para ser considerados población de riesgo; pertenecen a la clase media provinciana desde hace al menos cuatro generaciones (yo en cambio soy un producto puro de la movilidad social: mestizo, lumpen, semi-rural, migrante); y vivimos en Saltillo: el saltillense promedio —yo incluido— es un ultramontano ontológico que anhela la fantasía de encerrase a piedra y lodo para escapar de Lo Ajeno. Al terminar el almuerzo, mi suegro se despidió de mí con un ademán distante: “Hay que protegernos”, explicó. Luego dio media vuelta y le asestó a su hija mayor (con la que yo había pasado un buen rato de la noche anterior intercambiando fluidos) un abrazo potente y un beso en la mejilla. Pensé: “Lo que se viene no es una mera contingencia viral. Lo que se viene es una guerra con la mente.”
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Hace años que no sentía de una manera tan precisa (quiero decir: física) la vecindad entre el estoicismo y el cinismo.
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Vivo en la esquina de Manuel Acuña y Victoria, a dos calles de la alameda Zaragoza, una cuadra al poniente de la plaza de armas y el palacio de gobierno, en contraesquina del antiguo edificio (hoy es una zapatería) del Cine Palacio; un inmueble que fue reproducido al óleo por Edward Hopper en 1946. Vivo en el corazón de Saltillo. Puesto a elegir cuál sería mi álbum de rock emblemático para pasar la cuarentena, diría que Exile on Main St. de The Rolling Stones. Comencé a prepararme para la contingencia el martes 17 de marzo: diligencias administrativas, cancelación de viajes. El sábado 21 hice una última reunión de trabajo con los miembros del Seminario Amparán, entre ellos un médico; fue él quien estableció los protocolos del encuentro. Dediqué el lunes 23 a diseñar un gimnasio casero con galones de agua, un cortinero y una banca. Dejé de salir a correr a la alameda el lunes 30 de marzo: desde esa fecha, hago mis seis kilómetros reglamentarios dando vueltas sobre el techo de mi edificio de departamentos, que mide más o menos una cancha y media de basquetbol. Salgo de vez en cuando a la calle en busca de provisiones. Lo hago siguiendo normas de higiene rígidas. Soy escéptico acerca del impacto que estos cuidados puedan tener frente al contagio, pero los cumplo con pundonor: yo no soy propietario del cuerpo de los otros. Salvo por el descanso de no andar del tingo al tango en autobuses o aviones, ofreciendo de ciudad en ciudad conferencias y cursos, mi vida cotidiana es muy igual a la de antes. Gano menos dinero, pero mis oportunidades de gastarlo también se han reducido.
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Una banda de rock aséptico que se llame La Ilusión Del Control.
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A veces leo o escucho a personas cercanas quejarse de que “la gente” sigue estando en la calle, de que falta conciencia, de que la autoridad no hace nada por aplanar la curva de contagios, de que… Trato de ser cortés, no contradigo demasiado, me hago el despistado; intento cumplir con el grado de sensatez que la clase media ilustrada mexicana espera de mí. Lo cierto es que, en mi fuero interno, me parece ridícula toda esa consternación. No es que yo sea un sociópata, pero tampoco creo tener mayor injerencia que mi gato en el trasfondo de lo que acontece. Una de las estrategias que he implementado de manera consciente para negociar con mi angustia es acogerme a lo gradual: cortar actividades o libertades una a una, sin prisa ni nostalgia. Espero a que se dicten los tiempos oficiales (aunque me parezcan erróneos) y sigo sus protocolos. No quiero saltar de golpe a la Fase 3 porque sé lo suficiente sobre la sombra junguiana: sé que el enojo de quienes se quejan de la indolencia de sus conciudadanos podría ser una proyección de su frustración por no estar ellos mismos allá afuera, paseando por el parque. Quiero ser el último en ingresar a la habitación del pánico, no importa que por ello me toque luego viajar al apocalipsis aplastado contra la puerta, como pasajero del metro.
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Pasa un camión de perifoneo con un anuncio del Gobierno del Estado: “Les recordamos mantenerse en sus casas para evitar un mayor número de contagios.” Al menos me tocó vivir lo suficiente como para ser personaje de una novela de William Gibson.
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No tengo buena opinión ni del gobierno de mi país ni de sus críticos acérrimos. Estas semanas he ido dos veces al supermercado y noto que la burguesía nacional no ha adquirido un gramo de sentido humanitario en el transcurso de la crisis. No sólo todo es más caro; es, además, deficiente. Como si una desgracia global fuera el mejor momento para comercializar lo que está al borde de la descomposición. El precio de placebos contra la paranoia viral roza lo obsceno. El capitalismo salvaje sigue siendo capitalismo salvaje, solo que ahora tiene fiebre. Mi sensación es que ya todos estamos de algún modo —ético, fisiológico, ideológico, emocional, económico— contagiados. Si pretendemos que no es así es por soberbia o mera urbanidad. Leo por todas partes sesudas opiniones de filósofos acerca de cómo el capitalismo, el comunismo, el Estado policial, los Estados débiles, los presidentes racistas, el heteropatriarcado, el feminismo, el criptosocialismo, el darwinismo económico, todas estas cosas van a caer o se van a empoderar o nos van aplastar o nos salvarán: todo depende de cuál sea la orientación ideológica previamente adquirida del pitoniso en curso. Lo que me causa mayor admiración es la certeza que se percibe en todas estas mentes brillantes. Me deja boquiabierto que, en una época tan cáspita y atónita, sea tan difícil conversar con personas aquejadas de incertidumbre.
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No sabía que Lucia Bosé estaba viva; su muerte me hizo recordar lo increíblemente bella que me parecía Ornella Muti en los 80. No sabía que Jürgen Habermas sigue vivo. No sabía quién era Lorenzo Sanz. No había pensado en Luis Eduardo Aute desde finales de los 90. No había pensado en Giorgio Agamben durante la última década. Sigo sin saber quién fue Carlos Falcó. No había tenido noticias de Plácido Domingo desde que lo acusaron de acoso sexual. Me conmoví cuando Idris Elba anunció que había contraído COVID-19: mi primer impulso fue volver a ver The Wire. Todo esto puede sonar insensible, calamitoso, insensato. Pero ésa es hasta ahora mi experiencia concreta de la pandemia: una experiencia abstracta acotada por otro tipo de preocupaciones. Parece una tontería, pero creo que la honestidad elemental (practicada al menos con uno mismo) puede ser una gran reserva de poder cognitivo en tiempos oscuros.
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Mi vida en cuarentena no es muy distinta a mi vida cotidiana durante el último par de años. En mayo de 2018, ingresé a una clínica de rehabilitación por el consumo de alcohol y drogas. No sé: tal vez pasar esos tres meses confinado, sin internet, con horarios estrictos de trabajo de albañilería y jardinería y terapia, siguiendo una regla vagamente monástica, me preparó para esto. O tal vez sólo soy un tipo raro que se venda lo ojos los sábados por la mañana para bailar a solas, a todo tren, big beats de los Chemical Brothers. ¿Es eso lo que experimento de cara al riesgo de contagio: la superioridad moral del eremita amateur, la humildad de cartón piedra del narcisista puritano, el síndrome cachafallas de la puta arrepentida? En parte, creo que sí. Pero también, en parte, estoy hasta los huevos de los estados éticos alterados del presente, de la pandemia vista como diluvio universal y no en su calidad de experiencia directa: de sentimiento personal e intransferible y a la vez trascendente del mundo. Es como si la literatura distópica del siglo XX nos hubiera sobreentrenado para la catástrofe. Dice la politóloga Ashia Ahmad en un artículo reciente que “Las catástrofes globales cambian el mundo, y esta pandemia es muy parecida a una gran guerra.” Después añade: “La respuesta emocional y espiritualmente sana es prepararse para ser transformados para siempre.” Encuentro en estas palabras un poco de la sobreactuación y sobre-higienización emocional típicas del primer cuarto del siglo XXI. Primero, porque no está de más recordar que la Segunda Guerra Mundial dejó un saldo de alrededor de 60 millones de muertos; me temo que, al menos en ese rubro, el coronavirus le va un poquito a la saga. Y segundo, porque dudo que haya recetas generales para encontrar una manera “sana” de “prepararse para ser transformados para siempre.” De eso precisamente se trata toda la experiencia (y la tragedia) humana. No sólo esta pandemia.
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Imagen de portada: Gustav Söderström, Alambres, 2015. CC