Chamanes eléctricos en la fiesta del sol, de Mónica Ojeda

El amor existe, se encuentra en lo profundo de un volcán

Olimpiadas / crítica / Julio de 2024

Ave Barrera

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Las montañas tenían lo que deseábamos encontrar

Desde hace unos años muchxs comenzamos a oír el llamado de la montaña. Siempre ha estado ahí y siempre ha habido quién responda, pero quizá el encierro, quizá las ganas de irnos lejos y de buscarnos en lo alto nos llevaron a comprar botas de trekking y tiramos al monte a respirar ese aire denso que nos cristaliza el dolor dentro del pecho hasta quebrarlo y sentir el latido desesperado de la vida; el paisaje desde lo alto nos sació la sed, conocimos esa forma de plenitud.

​ La novela más reciente de Mónica Ojeda, Chamanes eléctricos en la fiesta del sol, es un texto telúrico que responde a ese llamado, a la voz trepidante del volcán, al fuego que nos habita en lo profundo. En alguna entrevista la autora cuenta que soñó que subía la montaña mientras sus acompañantes cantaban “Las montañas cuentan historias de amor, ay, ellas tienen voces ardientes”, y fue a partir de ahí que comenzó a escribir. Esta novela es el relato de cómo la música tectónica, que retumba debajo de nuestros pies sin que lo notemos, transforma a quienes están dispuestos a entregar sus pasos al camino y perderse.


Un amor con miedo es violento y abraza demasiado fuerte

La historia comienza cuando Nicole y Noa deciden escapar de un Guayaquil calcinado por la violencia para asistir al festival Ruido Solar: ocho días de música experimental, baile y drogas en lo alto del Chimborazo. No llevan dinero, viajan de aventón, pero están juntas y se cuidan; sobre todo es Nicole la que cuida a Noa, asume el rol de la fuerte, la que debe estar alerta, aunque es quien peor lleva los embates del mal de soroche mientras suben por el páramo. Por la forma en que se la describe, Noa parece frágil, vulnerable, enmudecida por la melancolía. Sabemos que carga a cuestas el abandono del padre que se perdió en sí mismo y dejó de amarla. La voz de Nicole es la que lleva el arco dramático de principio a fin, y a ella se suman los relatos de Mario, de Pedro, de Pam y el coro de las Cantoras, junto con otros personajes que se encuentran en el camino. Cada uno con su propia historia, pero unidos por las tragedias de las que provienen, el desamparo y el anhelo de dar la espalda a la muerte para buscar consuelo en el baile y en la música. Encuentran refugio en los violentos empellones del pogo, como quien respira en el ojo del huracán. La psilocibina y el LSD expanden sus sentidos y los enajenan contra el frío, la lluvia y el hambre. Las voces narran en pretérito, con una distancia de diez años con respecto a los hechos, pero al mismo tiempo parecen presentes y unidas, y entre todas van dando cuenta de lo que sucede durante el festival: hablan de la música, del desborde alucinante, de la euforia colectiva y narran también la desconcertante y silenciosa transformación de Noa, que se va alejando hacia sus pesadillas en un viaje sin retorno. Nicole se desespera, sabe que va a perder a su amiga y la aferra fuerte con las palabras de su relato.


Los átomos bailan, nada está sin moverse

El lugar protagónico de la música y del baile como dualidad indivisible en la novela se ve representado en cada uno de los personajes. Mientras que Mario se enmascara como Diabluma y salta en un pie y luego en otro para exorcizar el mal que lo habita, Pamela es una giganta que se sabe hermosa y sabia, ha renunciado a la música de conservatorio para adentrarse en un entendimiento más profundo del sonido ritual, es la figura materna que acoge bajo su cuidado a Nicole y a Noa, se entrega a los pogos embarazada del hije que no dará a luz, pero que la acompaña en todo momento y hace de su presencia una suerte de guía. Pedro escucha la voz de las piedras que labra antes de sepultarlas en el silencio y, junto con Carla, su compañera, compone tecnocumbia espacial en la que mezcla sonidos planetarios. El conjunto de amigos se completa con el personaje colectivo de las Cantoras, seres sobrenaturales que emiten toda clase de sonidos salvajes, y el Poeta, al que muchos escuchan con devoción, como si se tratara de un profeta, aunque para Nicole no es sino un charlatán. El grupo se reúne en derredor de un yachak, un chamán curandero, y atiende a sus palabras. Es así como Noa decide que al terminar el Ruido irá en busca de su padre y es a partir de esos encuentros que comienzan sus pesadillas; sus ojos cambian y por las noches sale a caminar, sonámbula, hacia atrás: “soñando avanzamos hacia el origen y retrocedemos hacia el futuro”. En este punto nos damos cuenta de que la música va mucho más allá de lo que ocurre en el escenario y de que la danza no sólo pertenece a los cuerpos; es el ruido, las palabras y el ritmo; es el baile de los planetas, el estado de trance, la transformación.

Leo Kempner, *Sombra de nube con difusiones rojas durante el periodo de disturbios*, 1886. e-rara Leo Kempner, Sombra de nube con difusiones rojas durante el periodo de disturbios, 1886. e-rara


El rayo anuncia el nacimiento del chamán

La escritura de Mónica Ojeda se ha caracterizado por explorar los matices del miedo. En este libro está presente la temática de forma expresa, ya desde la frase de Nietzsche que se enuncia en la primera línea: “el oído es el órgano del miedo”. Sin embargo, en esta novela los lectores no participamos de la escucha de sonidos enloquecedores o voces esquizofrénicas que llevan a los personajes al trance o al abismo. El tono de lxs narradorxs es demasiado afectuoso para siquiera intentarlo. La novela elige la poesía para dar cuenta del efecto de la música en quienes danzan y en muchos momentos, las voces enuncian frases que parecen escritas con lava. Aun cuando su intensidad y profundidad recuerda a historias como Suspiria (Luca Guadagnino, 2018), Chamanes eléctricos no es en ningún momento una novela de horror. Sí, habla del miedo, pero su propósito no es producirlo sino observar, contemplar sus efectos desde afuera. No se trata, tampoco, de un miedo súbito, del efecto de shock de realidad ante la muerte o lo monstruoso, sino del miedo que se cuela a lo profundo de los huesos, que se empoza entreverado con la melancolía y va consumiendo a fuego lento a quien lo padece. En el pensamiento tradicional lo conocemos como espanto, la enfermedad del susto que las abuelas brujas curan soplando mezcal en la cara o practicando complejos rituales para recuperar la sombra perdida. Ése es el tipo de espanto que padece Noa, a causa del abandono de su padre, y es tan hondo que ni siquiera el yachak lo puede curar. Hará falta que se consume la celebración ritual del Inti Raymi en la boca del volcán Kapak Urku, harán falta la confrontación y el vacío del reencuentro, y hará falta la vuelta de tuerca que dé sentido a la trama para que se realice el paso iniciático, la transformación chamánica. Hará falta el contrapunto entre dos temporalidades —el año 5550 y el 5540 del calendario andino— para que entendamos por completo la configuración del mosaico de voces.


Las montañas cuentan historias de amor

Los personajes cumplen con su destino y dan sentido a su historia, cada uno en comunión con los demás, al tejerse con los hilos del tapiz que muestra el conjunto: los viajeros, el volcán, la piedra, el hije que no nace, las voces en diafonía, el lago en la boca del volcán y la sirena andina, los rayos, los cóndores, los relinchos de los caballos. Se sabe que lo contrario del miedo es el amor; a su modo, Chamanes eléctricos es una novela sobre el amor, aunque muy distinta de lo convencional. “Con fuego y piedras ama el volcán”, dicen las Cantoras, y en su trance afirman “el amor existe, el amor existe”. En tres amplias secciones intercaladas bajo el título de “Cuadernos del bosque alto”, la novela cede la voz a la contraparte, al padre que deja de amar a su hija y la abandona para convertirse en ermitaño; ese registro intenta explicar su necesidad de huir. Si logra justificar sus actos, si se resuelve o no el ajuste de cuentas entre la hija y el padre carece de relevancia en la historia; lo que equilibra la trama es el sentido de colectividad, el amor que surge de la comunión con lxs otrxs, humanxs y no humanxs, y que los personajes experimentan a partir de la entrada a un estado de conciencia alterado por el canto, la música, el trance místico. Sin embargo, el lugar protagónico de la cuestión lo ocupa una forma de amor más compleja: la de la amiga que permanece con los ojos abiertos y en estado de alerta para seguir cuidando: cuidar y amar como único propósito en el mundo; “cuidar es una forma envenenada de pedir que nos cuiden”, dice Nicole. Cuidar y acompañar hasta el final para luego retroceder hacia el futuro, hacia una vida devorada por el fuego.

Penguin Random House, México, 2024

Imagen de portada: Leo Kempner, Sombra de nube con difusiones rojas durante el periodo de disturbios, 1886. e-rara