suplemento Especial: Diario de la pandemia JUN.2020

Libro de las Lamentaciones

Darío Rodríguez

Pienso en el silencio de César Aira. Pienso en que esto no va a ser leído porque muchos están pendientes, más bien, de sus propios diarios de la pandemia. Todo texto, de aquí en adelante, será un diario de la pandemia. El silencio del escritor profuso. Que incluso ha llegado a publicar tres, cuatro libros al año. Pienso en la verdad de los memes. Lo que revelan. Sobre todo en lo relacionado al callar. ¿Dónde están ahora los antivacunas? ¿Dónde los homeópatas? Pienso en el silencio de quienes podrían (¿tendrían?) que pensar algo y se ven obligados a escribir pero, delante del estado fluctuante de los eventos, no pueden hablar ni escribir, ni pronunciarse. Pienso en la perplejidad manifiesta de la escritora peruana Katya Adaui. Lo que estoy pensando ya otros, cientos, miles, lo están depositando, ahora mismo, en sus rincones de las redes sociales, lo están soltando en sus vídeos de internet. En sus artículos de la web. Se van a leer del mismo modo en el futuro próximo: con desdén, sin ningún tipo de interés. Antes de ser abandonados. César Aira escribe en cafés. Ahora los cafés y los bares están ofreciendo servicios a domicilio, pues el mundo de sus clientes ha sido cerrado. Pienso en que la imagen icónica de la pandemia imperante hoy o mañana será reemplazada por otra. Y en que la antología de esas imágenes quizá ninguno de nosotros llegue a verla. Pienso en Freud. En el libro El chiste. Cómo un gracejo es, involuntariamente, el fresco y el estudio completo de toda una época. Pienso en que este artículo, si es publicado, no será compartido. Por nadie. Porque no es un gif, no es un meme, no es una caricatura ni una fotografía. Sólo manchas de tinta, como dijo Lichtenberg. Esto nos vive. Y nada se puede decir. Pienso en que el presidente de Colombia suma a su incompetencia la desmedida intención para gastar dinero. Como si nada estuviera pasando. Acaba de invertir nueve mil millones de pesos en automóviles nuevos, dotación personal de la presidencia. Sus intervenciones televisivas diarias, cargadas de la pintoresca retórica colombiana y de un discurso robado a la peor literatura de superación personal, llevan al aumento de la perplejidad. El presidente guarda un silencio obsecuente, también —como todos nosotros—. Encubierto en sus discursos. Pienso en Antonio Gasset, quien presentó el programa Días de cine. Su cáustico humor. Qué diría, qué dirá, de todo esto. Hace lo único gallardo y válido: calla. Claro que en Colombia están pasando cosas graves. Excesivas, de hecho. Y al mejor estilo de lo que siempre ha sucedido aquí. Antonio Gasset, hace más de diez años: “Llegó la pausa. Tomaos con filosofía y paciencia las pasiones futbolísticas, sexuales y políticas. Las primeras porque se trata de un juego; las segundas, porque suelen ser efímeras; y las terceras porque el oscuro objeto del deseo suele ser un mentecato”. Pienso en Duitama, la ciudad intermedia donde vivo y escribo acerca del pensamiento de otros. Algún detalle curioso o digno de ser registrado tendrá este lugar como para ser ubicado sobre los renglones: Quizá la serie de ardides y trampas que debe hacer un adicto al bazuco para adquirir sus dosis. Que no son diarias sino, como se sabe, horarias. Cada dos horas tiene que estar encendiendo su pipa, fumando, soplando. Los nuevos Lazarillos de Tormes. La nueva picaresca del adicto quien birla a la policía, al control citadino y a las restricciones del confinamiento para ir en busca de su proveedor y de su ración alucinógena. Pienso en el silencio satisfecho del adicto al bazuco una vez que ha soplado. Ese es el silencio de todos. Por lo menos todos los colombianos. Somos adictos al bazuco. Y guardamos silencio en espera de la próxima dosis. Dentro de dos horas. O menos. Vivimos para eso. Si no tenemos que inventar un modo de buscar comida, vivimos en función de nuestro bazuco. Pienso en actuales lugares comunes. Resiliencia. Empatía. Reinventarse. En vez de “reinventarse”, el actor y dramaturgo Carlos Mario Aguirre propone desinventarse. Pienso en quienes vivían confinados antes de que todo esto iniciara: Thomas Pynchon, por ejemplo. El decano de todos los demás. Pienso en los artistas espontáneos que brotan todos los días dentro de internet. Personas que, de súbito, pintan, bailan, cantan, escriben. Toda esa actividad artística empírica va a ser olvidada como la avalancha que es. Que fue. No tiene la fuerza para resistir al embate de las noticias periodísticas, del porvenir inseguro. De la tristeza. Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar que es internet. Para quienes tienen acceso a internet. Nuestra vida es internet. Para quien no tiene internet, su vida es la televisión. Un Libro de las lamentaciones en este nuevo destierro, en esta nueva Babilonia encerrada. Esta nueva esclavitud. El destierro en Babilonia despertó el ardor de la plegaria, del salmo, del canto orante. Pienso en Emily Dickinson. En su blanca elección. En ella como propósito para un futuro que no existe.

Darío Rodríguez (1977). Escritor colombiano. Ha publicado la novela Cuaderno invisible (2011), la selección de cuentos Esa es un poco la historia (2018) y el ensayo biográfico Lógicas de la paradoja (2019). Textos suyos han aparecido en El Tiempo, El Espectador y El Malpensante.

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Imagen de portada: Ante el desastre. Fotografía de /\ltus, 2011. CC