23 de octubre de 2017
Confesaré un tic: no soporto que me den recomendaciones de lectura. Lo reconozco como un defectazo y asumo sus funestas consecuencias. Estoy seguro de que mis amigos, mis parientes, los críticos de los medios a los que me asomo y mis contactos de las redes sociales tienen la mejor intención de proporcionarme, con sus consejos, un mapa del tesoro que me lleve a toda clase de perlas de sabiduría, cumbres de la estética y edenes para experimentar los mejores ratos de mi vida adulta. Solamente que he tenido episodios tan espantosos cuando les he hecho caso que, escaldado y curtido, prefiero atenerme a mis propios criterios de búsqueda y hallazgo. Dejo de lado, para fines de estas líneas, los casos en que me han recomendado, de buena voluntad, libros que sé que son pésimos, que corresponden a terrenos y materias que no me interesan en lo absoluto, como la autosuperación o las novelas de conspiraciones históricas que involucren a María Magdalena y al Párroco de Antioquia. En ese tipo de apuros, basta con decir: “Ah, qué interesante, seguro que me lo echo” y ya. El problema sobreviene cuando uno se enfrenta con personas que saben de lo que hablan (algunas de ellas coleccionan especialidades y doctorados igual que los niños de hace unos años juntaban “tazos”) y nos quieren evangelizar. “¿Ya conoces la novela de Fulano? Es un madrazo. No trata de nada, en sí, pero tiene frases muy cabronas”. Eso me dice, a la quinta cerveza, un amigo al que no le creo nada porque van tres veces que publica una reseña en la que sostiene (lo hace, en serio, cada vez) que una de sus sucesivas novias ha publicado la mejor novela del planeta en lo que va del siglo XXI. Y ya no sé si, como el chiste, eso les dice a todas para ligar o si ha tenido la fortuna de que lo acepten como partenaire, en su momento, tres lumbreras de primera línea (aquí confieso que cuando el sujeto me dijo que le había encantado uno de mis libros, temí que, acto seguido, me hiciera propuestas indecorosas para mantener actualizado su expediente). Las chicas, claro, han sido lo suficientemente sensatas para dejarlo. O pasa que voy a España y una amiga me regala, con sus propias manos, un ejemplar de unas obras completas de poesía que traen a todo el país de cabeza y lo abro en el avión de regreso y descubro que los dichosos poemas parecen haber sido escritos por Cri-Crí el Grillito Cantor (técnicamente, de hecho, no le llegan ni a los talones a “El chivo en bicicleta” o “La patita”). Cuando, justificadamente, le reclamo la calidad paupérrima de lo que me puso a leer, ella me explica que el sujeto autoral (qué fórmula, caray) sufrió mucho en vida, pasó hambres y hasta fue objeto de habladurías. “Pues ojalá la haya pasado tan malo como yo la paso con sus versitos”, repongo y se me enoja. Para eso, mejor no recomendar nada. Uno de los problemas de conocerle el gusto a una lumbrera con la que no se está de acuerdo es que uno acaba por tomarla como punto de referencia, sí, pero en sentido inverso. Si Zutano desdeña un texto, vaya, cabe la posibilidad de que sea interesante. Pero si le pega con todo, es que debe ser magnífico, porque Zutano es el heraldo de la mediocridad y sólo habla bien de los muertos o de escribanos a los que nada más él les ha encontrado alguna clase de gracia en el Universo y que, para todo efecto práctico, son muertos en vida (cada sabio tiene, bajo la manga, el nombre de un autor injustamente relegado, listo para arrojárnoslo a la cabeza). Nada peor, sin embargo, que toparse con el tipo de persona que recomienda un libro de oídas, pero con tal entusiasmo y conocimiento de causa que nos hace creer que ya lo leyó y le pareció más inteligente que si lo hubiera escrito Virginia Woolf en una temporada en la que hubiera estado de buenas. Corremos a adquirir el mamotreto y nos damos cuenta de que tiene setecientas páginas. Tragamos saliva y nos internamos en la lectura, sólo para encontrarnos con que allí se narran (pero poquito, porque el tiempo de la ficción parece transcurrir con la lentitud con que la melcocha se desprende de una cuchara) los tensos desacuerdos de una familia integrada por personas medio mudas e introspectivas, que pareciera que tienen mucho que echarse en cara pero que nunca nos dicen qué. Resistimos la plasta con toda clase de esfuerzos heroicos y tratamos de comprender por qué esa prosa pálida y zonza debe resultar genial. Cuando nos faltan cincuenta cuartillas para terminar, nos encontramos al recomendador en un café y le deslizamos el comentario de que su objeto de admiración puede que no haya sido tan maravilloso como él sostenía. “Ah, no, claro que no, es una porquería. Ya leí un texto de Perengano en que le pone una felpa. Dice que aburridísimo y que la prosa es una bazofia”. Y finge demencia cuando le reprochamos que si leímos la “bazofia” fue porque él nos la recomendó encarecidamente. “No, yo creo que te confundiste, porque ni la conozco. Yo creo que estaba citando lo que salió en el Paris Match. En ese punto comenzamos a ahorcarlo y el personal del café tiene que intervenir para evitar una tragedia. Por eso prefiero rascarme con mis propias uñas, meterme en las librerías, hojear lo que me llama la atención y comprar y leer solamente lo que mis propios ojos consideran apto. Por eso cada vez que me animo a recomendar un libro en público, cruzo los dedos y espero que nadie que me haga caso (y juegue esa ruleta rusa de las recomendaciones) trate luego de ahorcarme con sus propias manos.
Imagen de portada: Winslow Homer, Eight Bells, 1886.