Mando un mensaje. Necesito resolver una cuestión administrativa de trabajo. Responden y resuelven más o menos rápido y la persona que me atiende agrega, antes del saludo de despedida, “ESTO parece uno de tus cuentos”. ESTO es la pandemia, claro. Le respondo con un lacónico “gracias”, sin hacer referencia alguna a su observación sobre mis cuentos que, en efecto, son de terror. No sé qué decirle. Casi todo el tiempo no sé qué decir y constantemente me piden que diga algo. Una columna sobre cómo llevo el confinamiento. Una opinión sobre la naturaleza mutante del virus. ¿Me parecen bellas las ciudades vacías y recuperadas parcialmente por animales? Todo es contradictorio y angustiante. Un escritor, un artista, debe poder interpretar la realidad, o intentarlo al menos. Como persona que trabaja con el lenguaje debería colaborar en la discusión pública. Pensando, escribiendo, interpretando. Pero cada día que pasa, pensar en esta pandemia se convierte en una neblina pesada: no veo, estoy perdida, apenas alcanzo a distinguir mis manos si las extiendo. La escritora Carla Maliandi comenta en su Facebook que el filósofo Karl-Otto Apel, amigo de su familia, les contó, entre empanada y empanada, que “durante la segunda Guerra Mundial le tocó algo así como la colimba1 de Alemania. Su tarea era patrullar las calles dentro de un tanque de guerra mientras afuera explotaban bombas y el mundo era el infierno mismo. Nos dijo que ese fue un momento muy importante en su formación y que gracias a ese encierro pudo leer y estudiar por primera vez a Aristóteles, a Kant, a Hegel.” Ella se pregunta cómo es posible semejante concentración a propósito de una nota donde varios escritores dicen que no pueden leer, no pueden ver películas, están ansiosos e hiperalertas y pasan la mitad del tiempo en videollamadas o chequeando si los familiares y amigos necesitan algo. ¿Por qué tengo que ser intérprete de este momento? ¿Porque escribí algunos libros? Me rebelo ante esta demanda de productividad cuando sólo siento desconcierto. Poder, poder, poder, qué podemos hacer, qué podemos pensar. En una charla con una amiga le dije, sinceramente: “pienso corto”. Es verdad. No encuentro reflexiones. Encuentro: cómo (no) usar el homebanking con bancos que ofrecen sistemas hostiles, no atienden el teléfono y son implacables en la demanda del pago. Encuentro: cómo evito el miedo cada vez que mi pareja sale a comprar la comida que necesitamos. Qué hago si se enferma. Es muy poco probable que esto pase, me digo y me dicen los expertos. Todo lo que me repito no sirve de nada y tengo terror de que termine en un hospital de campaña. O que termine ahí mi madre. Desde otro medio me mandan una serie de preguntas a ver si las puedo contestar: “¿Qué miedos genera el aislamiento? ¿Qué trauma nos trae? ¿Qué va a pasar con la humanidad? ¿Cómo construimos la nueva normalidad?” Todas las preguntas me dejan muda. Todos los traumas, todos los miedos, no sé qué va a pasar con la humanidad, cómo pensar en “humanidad”, qué significa eso, por qué tenemos que pensar en la nueva normalidad si la pandemia recién empieza, al menos en la Argentina. Todas estas palabras que escucho, todo este ruido de opiniones y datos y metáforas y recomendaciones y vivos de IG y la continuidad de las actividades en formato virtual, toda esta intensidad, ¿no es acaso pánico puro? ¿Qué agujero se intenta tapar? ¿Qué fantasía de extinción? Pienso en insectos escapando de la mano que enarbola el veneno. Esa cucaracha que corre y corre y logra esconderse detrás del lavarropas. Me siento como si acabara de tener un accidente de auto. Veo cómo sale humo del motor, huelo a quemado, no sé si habrá una explosión o no, el cuerpo no me duele porque el golpe es muy reciente y, desde el otro lado de la ventanilla, veinte personas me preguntan: “¿Vas a comprar un auto nuevo? ¿Creés que éste se puede arreglar? ¿Podrás vivir tu vida normal si tienen que amputarte una pierna? ¿Sobrevivieron los del auto que impactaste? ¿Si quedaron con secuelas los ayudarás económicamente? ¿Pagarás el entierro si murieron? Tu hijo, que estaba en el asiento de al lado, ¿llevaba cinturón de seguridad?” Así todos los días. A veces logro sentir algo que me excede en otro sentido, no el del desborde cotidiano. Algo sublime, profundo. Un silencio en el mundo causado por este agente que no está ni vivo ni muerto, que necesita un huésped para vivir hasta que se aburre de él o lo mata. Cierta hermandad global. Me dura poco. Tengo miedo de tener una apendicitis y que no me operen y morir porque están las camas ocupadas por pacientes con coronavirus. Tengo miedo de ser horriblemente mezquina y poco solidaria. Tengo miedo de ver por las calles del conurbano de Buenos Aires las mismas escenas que en Guayaquil, los cadáveres en las calles, la gente ahogada arrastrándose en salas de emergencias, el hombre que dejó a su madre muerta en un banco y usó un parasol para proteger el cuerpo envuelto en una tela colorida. Los ataúdes de cartón. No quiero atravesar ese horror de ninguna manera, ni como espectadora ni como testigo ni como cronista ni como víctima. A veces me levanto y creo que vivir así no vale la pena, otras me digo que todo pasa, que siempre que llovió paró, que los virus tienen ciclos, que las pandemias se terminan, que las vidas se reconstruyen. Ayer me alegraba de haber vivido intensamente, de todos los viajes, todos los conciertos, todas las drogas, todos los amantes. Como si me estuviese despidiendo del mundo. Este estado es de duelo. Pero no sé bien qué ha muerto. O si está muriendo. No lo sé. Me lo siguen preguntando, y yo no lo sé. ¿Qué leo? Nada. Empecé, porque teletrabajo desde casa, con La condesa sangrienta de Valentine Penrose y la historia de la espantosa Erzsébet Báthory me entretiene, quizá porque vivió en un mundo infinitamente más cruel y más difícil, con enfermedades detrás de cada árbol, con brujas del bosque que secuestraban niños para hacer filtros con sus corazones. ¿Qué veo? Twin Peaks, porque sumergirme en una pesadilla ajena es una especie extraña de alivio. No mucho más: el resto del tiempo me la paso al teléfono o frente a pantallas o trabajando con una lentitud asombrosa o leyendo noticias hasta enloquecer. Sé que debo leer menos noticias y que toda esta información no sirve para nada, pero da alguna ilusión de control y además no se habla de otra cosa y perdón, pero no tengo la presencia de ánimo ni la distancia ni el equilibrio como para ponerme a leer a Eurípides. Admiro a los que se sientan con La montaña mágica y a los que aprenden recetas y sobre todo a los que se aburren. No tengo carácter. No tengo temple. Quizá estoy deprimida: igual la terapia en este momento es virtual y no sé si me atrevo a empezar una medicación hoy, con el consejo de no acercarse a hospitales. También: mi propia crisis emocional me parece idiota. Es idiota. Estoy en un rincón, de rodillas, esperando que esto pase, se vaya, se apague. No estoy hecha para las crisis. Trato de recordar otras. 2001-2002: un año o más cobrando la mitad del sueldo y viviendo con mi madre en una barriada peligrosa; todas las noches escuchaba disparos y, si se me hacía tarde, iba corriendo hasta la avenida a comprar cigarrillos porque los robos eran comunes pero también podía quedar en el medio de una balacera. La adolescencia con hiperinflación, 1989, crisis energética, cortes de luz programados, padres sin empleo, dormir en un sillón porque no tenía cama propia y no había dinero para comprarla ni lugar donde ponerla. Hay más, algunas personales que no tiene sentido ni quiero hacer públicas. ¿Ninguna me preparó para esto? Ninguna me preparó para esto. Llega otro mail, otra entrevista, otro mensaje. Qué pienso de esto como escritora de terror. Cómo se resignifica el miedo. Queremos tu opinión sobre el miedo que tenemos todos. Intento ser irónica y ensayo unos renglones: que las pandemias son del terreno de la distopía, que yo no escribo en ese subgénero, que me gusta pero no lo leí tanto (es todo cierto). Borro lo escrito. Es una tontería. Leo un artículo fabuloso del pintor y escritor Rabih Alameddine acerca de cuando se enteró del diagnóstico de VIH positivo. Vivía en San Francisco mientras en su tierra natal, el Líbano, rugía la guerra civil; decidió volver, sin embargo, porque tenía miedo y no quería morir solo. En poco tiempo estaba de vuelta en California. Empezó a jugar al fútbol. La mitad de su equipo murió. Él sigue vivo, hoy, y dice que no recuerda a cuántas personas ha visto morir. Recuerdo los días terribles del sida, yo era muy chica, recuerdo el miedo que el barrio les tenía a los posibles infectados, recuerdo a los amigos de mi madre que morían solos porque, además, eran rechazados por sus familias. Aquello fue tan cruel. La valentía de ellos. Mi vergonzosa cobardía. Pienso en las víctimas de los tsunamis, de las guerras, de los naufragios en el Mediterráneo, del narco, de la violencia institucional, de otras epidemias, del hambre. La muerte masiva y trágica y solitaria es la regla. Me doy cuenta de mi privilegio. Me da vergüenza ese privilegio, especialmente en este continente. No puedo salir de la autorreferencia y eso me abruma, porque intento evitar el yo yo mi mi. Quejarse es patético. No me quejo en voz alta. Lo intento, pero estas palabras deben ser una queja. ¿Sirve este texto? ¿Es exagerado? ¿Por qué decir: no puedo decir? Aquí habla sólo mi ansiedad. Y la sensación de inminencia. Es posible que hoy esté constituida apenas de ansiedad. Me deja muda e inmóvil en un sillón, encerrada. No en mi casa, eso no importa. Encerrada en mi cabeza.
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Imagen de portada: Abrazo chimpancé. Fotografía de Darren Puttock, 2015. CC
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El servicio militar obligatorio. [Nota de la E.] ↩