Me invitaron a escribir (cosa rara si partimos de que yo a lo que me dedico es al cine, y ojalá a escribirlo pero ni eso, yo a lo que me dedico es a la cuasi inasible tarea de dirigir). Así que mientras aparecía el resto del mensaje que explicaba a qué exactamente se me convocaba con este texto yo ya planeaba la manera de evadir la tarea; no por otra razón más que la de sentirme la persona incorrecta para cualquier clase de trabajo de escritura. Yo hago películas, pensaba mientras el letrero de “escribiendo” seguía apareciendo en mi pantalla, y por suerte son procesos laaaargos y en equipo y es ahí donde me siento más segura: rumiando una idea, dejándola a ratos, regresando sobre mis pasos las más de las veces, moldeando mis propias ideas a partir del diálogo con la/el otrx. Así que ahí estaba yo, ya lista con una excusa torpe en la punta de mis dedos cuando el mentado letrero de “escribiendo” finalmente desapareció y llegó el exhorto: me invitaban a escribir sobre la situación actual del cine mexicano. “Carajo”, pensé. Y para mi sorpresa, en lugar de una elaborada mentira, de mis dedos escapó un corto y enfático: Sí. Así que heme aquí… Sola frente a mi computadora y con apenas algunas semanas para escribir este texto, pensando “Carajas madres, ¿de dónde me salió esa rotunda afirmación? ¿Quién soy yo para hablar o no de este asunto?” De esta manera pasé días y días, meditando y reprochándome por haber aceptado una empresa para la que no me siento capaz, regresando siempre sobre la misma pregunta: ¿Quién soy yo para hablar sobre esto? Si yo sólo soy una directora con apenas dos largometrajes en su haber. Sólo he tenido que, al igual que la gran mayoría de mis colegas cineastas, inventarme la vida para sobrevivir entre proyecto y proyecto y aun durante cada película, porque (y esto probablemente sea una sorpresa para quienes no se dedican al cine y piensan por el imaginario colectivo que filmar es caro y que por ende quienes nos dedicamos a esto debemos de ser ricos) siempre terminas aportando una buena parte de tu sueldo y tu tiempo (ése que te queda libre entre otros trabajos que tienes que tomar para poder sacar adelante tu película y que inevitablemente se convierte en horarios a deshoras en las salas de edición o sonido de aquellxs que también por lograr que la película se termine y salga adelante toman proyectos más pequeños —como el tuyo— pero en los que creen honestamente, aun si esto significa trabajar en turnos inhumanos). Pero al final todo es por un bien mayor. Al final terminarás con una película bajo el brazo y, lo más importante de todo, con algo tuyo, algo que hiciste desde el corazón de tu corazón, que puede funcionar o no, pero con lo que decidiste arriesgarte para dar tu punto de vista del mundo y que con un poco de suerte le hable a alguien ahí afuera. Y a esto sí, sin duda, es imposible ponerle precio, es una razón de orgullo y para volver a hacerlo. Incluso a sabiendas de que trabajar en ello significa no tener prestaciones o seguro social, porque somos trabajadorxs eventuales que trabajan por honorarios, o que no importa que sumando las horas de trabajo invertidas en un solo proyecto siempre, siempre, serán más de 48 horas a la semana (tiempo máximo establecido por la Organización Internacional del Trabajo —OIT—). Total, todo esto lo hacemos por amor al arte. Y sin duda lo vale; porque el arte puede cambiar al mundo, una persona a la vez, y ese poder transformador es algo en lo que creo con toda la fe que no le tengo a nada más —quizá sólo a mi hija— porque esa fuerza renovadora la he vivido en carne propia, tanto siendo espectadora como creadora. Y sí, si me detengo y lo pienso, pienso también que todas estas carencias como trabajadora del gremio cinematográfico son equiparables a las de la gran mayoría de los trabajadorxs de este país, con el privilegio de que nuestros sueldos son considerablemente más altos que los de la gran mayoría —aun si terminas aportando gran parte de éstos—. Así que no hay razón para quejarse. ¿O sí? ¿¿¿O sí????
Y entonces empiezo a pensar que quizás en esa pregunta recae mi rotundo “sí” al verme convocada a una tarea como ésta. Pienso entonces en mi madre y en mi padre, ambxs dedicados a la actuación, y en cómo crecí viéndoles partirse la vida entre el trabajo en televisión (ése que pagaba la renta y las colegiaturas) y el teatro que a ellxs les importaba hacer (ése que abre conversaciones, genera conciencia y conmueve, porque incluso si habla de una realidad tan remota como la de la estepa rusa resulta que en el fondo habla de ti y de mí, pero con el que definitivamente no habrían podido pagar la vida, o no la de la clase media de la colonia Del Valle a la que estábamos ya todxs privilegiadamente acostumbradxs; he ahí otra pregunta constante en mi vida, la de los privilegios). Pienso en ambos y en cómo por tener el privilegio de dedicarse a lo que les gustaba no se cuestionaban nunca sus condiciones laborales, o más bien sí se lo preguntaban, tan se lo preguntaban que ambxs fueron parte de aquel ya emblemático movimiento conocido como el SAI —Sindicato de Actores Independientes— que buscaba acabar con la corrupción y democratizar las vías sindicales para todxs lxs de su gremio. Pero haciendo esa lucha a un lado (lucha que por cierto fracasó en aquel momento y que hoy a más de 40 años una nueva generación de actores y actrices busca retomar para sacar a la ANDA —Asociación Nacional de Actores— de esas mismas corruptelas y malos manejos que ya desde entonces se conocían), decía que lo que recuerdo es crecer con dos figuras materno/paternales que admiraba —admiro— profundamente por salirse de la norma y ser capaces de mantenernos y educarnos a mí y a mis hermanos mientras encima de todo hacían lo que sabían hacer mejor y, además, aman con todo su ser: el teatro. Es decir, crecí con la idea de que el amor al arte está por encima de todo y hoy día me descubro intentando replicar en mi vida ese mismo esquema —la manzana no cae muy lejos del árbol, dicen—.
Así que hoy puedo sentarme sola frente a la computadora y preguntarme: ¿Quién soy yo para hablar del cine mexicano en la actualidad? Soy mujer, soy mamá, soy directora; es decir armo y ocupo mi vida alrededor de estos tres ejes. En otras palabras: malabareo mis tiempos e impulsos vitales entre sacar adelante un proyecto personal (llámese película o educar a mi hija lo mejor que puedo), dirigir series para televisión (ésas que me permiten pagar la renta y la colegiatura) y hacer la vida; esto es, también, participando en proyectos que socialmente suscribo, como el colectivo El Grito Más Fuerte o en más recientes fechas el del movimiento por la paridad de género, la cero tolerancia a la violencia contra la mujer y las historias con perspectiva de género dentro de la industria cinematográfica: Ya Es Hora. Y, también, desde el año 2000 —primeras elecciones en las que pude ejercer mi derecho al voto— recuerdo votar por la izquierda. O por lo que yo creo que la izquierda significa. Así que en julio del 2018 salí a las urnas con una esperanza arrolladora. Esperanza que se contagió por ver a mi gente cercana emocionada de salir a votar, sumada a la euforia generalizada y compartida con la inminente salida de Enrique Peña Nieto. Porque desde las elecciones anteriores a las de ese año empezaba a preguntarme con bastante seriedad si en realidad los partidos políticos no eran ya todos figuras anacrónicas y huecas que representaban por igual los mismos intereses —y con éstos no me refiero a los de la gente común y corriente—; pero bueno, esperanza al fin y al cabo. Y ésa no es una sensación a la que haya estado acostumbrada nunca en mi vida como sufragista. Así que el 1º de julio del 2018 me levanté temprano, esperé a que mi madre emitiera su voto y pudiera llegar a mi casa a ayudarme a cuidar a mi hija en lo que yo salía a las urnas —en las redes sociales leía sobre colas enormes, cosa inusual en nuestro país, así que no quise someter a una niña de tres años a horas de tedio y que ésa fuera su idea de democracia: filas larguísimas de gente que una tras otra se mete detrás de una sabanita, como dóciles animales esperando su entrada al matadero—. Así, a lo largo del día y en compañía de mi gente más querida fuimos siguiendo a través de todos los medios posibles el desarrollo de la jornada electoral. Hasta que finalmente y mucho más temprano de lo que esperábamos o estábamos todxs acostumbradxs —porque cómo olvidar las horas en vilo en las elecciones del 2006 o la infame caída del sistema en el 88— se anunciaba al nuevo presidente electo: Andrés Manuel López Obrador. —“No mames, no mames, no maaaaaameeeeeesssssss”, recuerdo repetir un poco borracha, pero sobre todo borracha de euforia y con lágrimas en los ojos, mientras abrazaba a mi hija y sentía que todos los votos emitidos en años pasados y la zozobra y trabajo social y ciudadano de toda la gente que quiero y admiro y que me ha formado como persona por fin habían valido la pena —porque como decía la genia de Violeta Parra cuando le pedían que escogiera de entre todos sus quehaceres artísticos con cuál se quedaría: “yo con lo que me quedo es con la gente”—. Por fin llegaba al poder alguien que, aun con mis dudas personales (entiéndase la negativa a tocar el tema del aborto o el matrimonio igualitario), representaba la posibilidad de diálogo. La posibilidad de cambio no sólo depositada en él, sino en mucha gente de su equipo. Y todavía podíamos saborear el gozo cuando llegaba la toma de poder y con ella la cancelación del Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México (NAICM) y la sensación de que por fin la sensatez valía más que el dinero. Finalmente la cultura y la ciencia serían realmente prioritarias en un modelo de nación. Porque eso es lo que, entre muchas otras cosas, la izquierda representa, ¿no? Y ahí estaba yo, orgullosa y también atenta de cada paso tomado en esta nueva era cuando empezaron a llegar señales que me resultaban cuestionables, por decir lo menos. “Ok, ok, ok…”, pensaba mientras escuchaba a ese servidor público por quien había votado hablar de cómo se acabarían los estímulos fiscales para el arte y la cultura. “Ok… Ok…”, me seguía repitiendo. “Está bien. Todo modelo es perfectible. Y el presidente no tiene ni puede estar al tanto de TODO lo que sucede y cómo sucede en el país. Si se acaban los estímulos fiscales es porque claramente hay un proyecto de cultura que lo sustente y que permita trabajar de otro modo. ¿No?”. Pero el caso es que el mentado plan nacional de cultura, que por cierto se anunció con bombo y platillo, nunca llegó. Y no sólo sigue sin llegar, o sin ser mencionado siquiera por el presidente en su primer —no menos, tercer— informe de gobierno; para el 2019 la Secretaría de Cultura recibía un presupuesto 3.9 por ciento menor al de 2018. Presupuesto que ya de por sí estaba muy, pero muy, por debajo de lo sugerido por la UNESCO (la UNESCO recomienda a los países destinar al menos 1 por ciento del PIB a la cultura. Eso en México equivaldría a un presupuesto cercano a los $220 mil millones de pesos, lo cual significa que hoy en día la cultura en nuestro país tiene un déficit de más de 200 mil millones con sus ciudadanxs). Y si a esto le sumamos los números de la industria cinematográfica entonces empiezo a ver con mayor claridad el “sí” que escapó de mis dedos aun ante mi sorpresa. Porque las cifras (según el anuario del IMCINE —Instituto Mexicano de Cinematografía— que no el INEGI —Instituto Nacional de Estadística y Geografía— que por alguna razón no publicó) dicen lo siguiente:
En 2018 la industria cinematográfica tuvo un crecimiento de 7.4 por ciento, mayor y con más dinamismo que el conjunto de nuestra economía nacional, generando aproximadamente 30,357 puestos de trabajo y abonando 37 por ciento al PIB del sector cultural en México, que ya por sí mismo aporta 3.2 por ciento del PIB a nivel federal.
También, en 2018 se filmaron 186 películas, lo cual quiere decir que México tiene un mercado interno importante y esto, en palabras de Víctor Ugalde, presidente del Observatorio Público Cinematográfico, significa que debemos ser la cuarta o quinta posición en la economía mundial en lo que a la industria cinematográfica se refiere. Ahora bien, no nos dejemos apantallar por estas cifras. La otra cara de la moneda es que de esas 186 películas, 75 por ciento no logra recuperar su inversión debido a las “malas prácticas competitivas” de la MPA —Motion Picture Association—, que en nuestro país ha entrado por la puerta grande desde hace más de 20 años gracias al TLC, hoy conocido como T-MEC, Tratado comercial entre México, Estados Unidos y Canadá. Es justo por eso que México ha creado estímulos como el Fidecine, Eficine y Foprocine. Y sí, puedo llegar a entender que el presidente de un país no tenga por qué estar al tanto de datos como éstos. Pero para eso tiene asesorxs y gente dedicada en cada ramo que esté fuera de su conocimiento o pericia. Y entonces recuerdo cómo en plena campaña presidencial la ahora secretaria de cultura Alejandra Frausto convocó a una serie de reuniones con los distintos gremios de la comunidad artística y cultural para plantearles su plan nacional de cultura y recuerdo cómo, al anunciarse el recorte de más de mil millones de pesos a cultura, la ahora ya en funciones secretaria no recibió a esas mismas personas que la habían ido a escuchar cuando se les convocó en campaña.
Recuerdo también cuando el recién nombrado —ahora ex— director del Fondo Nacional Para la Cultura y las Artes —FONCA—, Mario Bellatin convocó a un foro consultivo con creadorxs ante la ola de cuestionamientos de los distintos gremios artísticos y culturales por lo que parecía un intento de dinamitar al Fondo por parte de Bellatin. En ese foro quedaron al descubierto muchas cosas. Por un lado, que la voz de la sociedad civil tiene peso, o cómo negar que fue a punta de ciudadanía que se vieron obligados a convocar a dicho espacio (espacio que por cierto Bellatin desdeñó al no presentarse argumentando motivos de salud, sólo para aparecer horas después dando una entrevista). Pero lo más grave de aquel foro, y que ahora leo como sintomático de la 4T, fue que quedaba al descubierto que el nuevo gobierno llegaba con la espada desenvainada buscando acabar con todo lo que sonara a privilegio, pero sin tener un plan operativo que lo sustentara más allá de las ocurrencias y señalamientos que buscan desacreditar el trabajo de toda una comunidad que durante años ha puesto cuerpo, cabeza y corazón para no permitir que México se termine de hundir en la barbarie. Y entonces termino por descifrar mi “sí” al verme convocada a esta tarea y el porqué he podido llegar hasta acá con este texto para el que no me sentía con derecho a escribir. Lo escribo por la esperanza que hoy termino de colocar exclusivamente en la ciudadanía y que a mi parecer el gobierno se esfuerza tanto por desarticular, temerosxs de una sociedad civil crítica e informada a la que recurrentemente se nombra para avalar las decisiones tomadas desde el poder, pero que tiene, en los subtextos del entramado político, una única función: la de servir para recordarnos que Andrés Manuel López Obrador es el presidente electo más votado en la historia de este país. Lo escribo desde mis privilegios, ésos que me han acompañado desde y antes de la cuna (ser mujer blanca de clase media alta por ejemplo; aunque en el país feminicida #1 de América Latina más bien creo que se acotaría a ser blanca de clase media alta); y por la lucha y cuestionamientos que éstos me traen día con día en mi rol como mamá y como cineasta; pero esos privilegios son una cosa y una brecha que, junto con la desigualdad que desde el gobierno se ha implementado desde tiempos inmemorables, a todxs nos toca acortar hasta desaparecerla, y otra cosa es el discurso maniqueo que hoy desde el Estado busca dividirnos en buenxs y malxs. Un discurso que tramposamente intenta maquillar los derechos como privilegios y con ello demonizar a un sector de la sociedad que ahora le resulta incómodo. Así que, escribo para recordarles a aquellxs que hoy ocupan el lugar de servidorxs públicos que la cultura es un derecho, no un privilegio. Lo escribo porque hoy, al repasar estas líneas antes de enviarlas a quien me invitó a ello, leo la noticia de que tres mujeres y seis niños de la familia LeBarón fueron asesinadxs por el crimen organizado y, con un hueco del tamaño de un agujero negro en mi estómago, sólo puedo pensar en unas palabras que escuchaba hace algunos meses en los conservatorios zapatistas:
Las ciencias y las artes representan ya la única oportunidad seria de construcción de un mundo más justo y racional; son quienes rescatan lo mejor de la humanidad. Porque el arte llega a donde la política no alcanza. El arte hace algo más subversivo e inquietante que la política que sólo busca reajustar o arreglar la máquina: el arte muestra la posibilidad de otro mundo.
Imagen de portada: Cine Latino, México, 2008. Fotografía de Alejandro de la Cruz