dossier Tiempo MAR.2018

Nostalgia del presente

Romeo Tello A.

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El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. J. L. Borges


Durante años, el lema —corporativo y sentimental— de Facebook fue “Move Fast and Break Things”. Muévete rápido y rompe cosas. En 2014, en un intento por demostrar madurez institucional o como mero reconocimiento de que ya habían roto suficientes psiques y cosas, Mark Zuckerberg y sus acólitos hicieron un ajuste a la consigna: “Move Fast with Stable Infra”. Muévete rápido con una infraestructura estable. Tras diez años de existencia, y al haber alcanzado una capitalización de mercado superior a los doscientos mil millones de dólares, podían darse el lujo de renunciar a los ímpetus demoledores de la juventud. Pero no a la velocidad. Facebook es el tercer sitio de internet más visitado en el mundo. Los dos primeros son Google y YouTube, respectivamente. En cuarto lugar se encuentra Baidu, un motor de búsqueda de origen chino. El quinto puesto pertenece a Wikipedia, la obra de consulta más extensa y socorrida en la historia de la humanidad. Lanzada en enero de 2001, debe su éxito —y quizá su precisión— al hecho de que permite a sus usuarios y lectores ser también autores y editores. Es vano y pedante censurar un proyecto de difusión del conocimiento de esta magnitud, rechazar la idea de un compendio colaborativo y gratuito del cosmos. Sin embargo, tampoco es prudente dejar de advertir el síntoma o la confesión que implica el nombre Wikipedia: proviene de la conjunción de wiki, palabra hawaiana que significa “rápido”, y paideia, “educación” o “formación” en griego. Consecuencia y superación de las enciclopedias de papel, Wikipedia se opone a éstas en un aspecto esencial: en su energía cinética. Enciclopedia también es una palabra compuesta, que quiere decir educación general, completa o circular. Enciclopedia es un nombre y movimiento centrípeto, tiende al meollo de las cosas. Wikipedia es una fuerza centrífuga; invita a salir tan pronto como se entra. Es una promesa de rapidez e impermanencia. Cisco Systems es la empresa de servicios de red y comunicaciones más grande del mundo. Fundada en 1984 por dos científicos informáticos de la Universidad de Stanford —inventores también del concepto de red de área local (LAN, por sus siglas en inglés)—, en 2000 llegó a ser la compañía más valiosa del planeta. Ahora ocupa un lugar menos prominente en la lista de los superpoderes corporativos; sin embargo, Cisco hospeda cada día más de 320,000 reuniones virtuales a través de su servicio de videoconferencias WebEx. El lema de este gigante de las telecomunicaciones, líder en ámbitos como el internet de las cosas y la gestión energética, es “Tomorrow Starts Here”. El mañana empieza aquí. No hoy. Aquí. Incurro en este árido breviario de estadísticas y eslóganes empresariales porque no se me ocurre otra manera para comenzar a describir la cartografía temporal en la que nos hallamos inmersos, para hablar del clima de aceleración que parece dominar cada aspecto de la vida desde hace más de dos décadas. El hecho de que estos tres gigantes de internet enarbolen la bandera de la rapidez —de la anulación del feroz y frágil lapso entre el presente y el futuro— es todo menos casual. Es una señal rotunda del tiempo en el que vivimos. La rapidez se ha vuelto un valor absoluto, una victoria alada sin cabeza ni pies. Una victoria virtual, es decir, ubicua. Más que agregar una nueva virtud a la triada platónica, la hemos reemplazado por completo: una vida veloz es mejor que una vida buena, bella y verdadera. Dado que no aspiramos ya a ninguna forma de eternidad, nos basta con no tener que esperar a que nada ocurra. No es fácil hablar de la prisa desde el vértigo. ¿Cómo describir el paisaje de la aceleración en plena caída? Haré mi mejor esfuerzo —o un esfuerzo, al menos—. Por mucho tiempo me negué a usar Twitter. Sin haber experimentado en carne propia los efectos y posibilidades de esa red social, recelaba de sus supuestas ventajas: la concisión, la conectividad, la horizontalidad y, sobre todo, la inmediatez. Por todas partes escuchaba el mismo elogio: “a través de Twitter puedo enterarme inmediatamente de todo”. Y parecía que no había nada más que agregar. Si era inmediato, era bueno. En abril de 2013, sucumbí finalmente y abrí una cuenta. Mi coartada era que pretendía escribir un ensayo sobre Twitter y que necesitaba documentar mi pesimismo. Además, cualquier ataque que lanzara contra Twitter carecería de validez si lo hacía desde la comodidad de la barrera. Comencé a usarlo y pasó lo que tenía que pasar: me enganché, aunque no por la inmediatez informativa, sino por el néctar de la gratificación instantánea. De repente, ocurrencias que hubieran encontrado un espacio en mi libreta de apuntes o en una charla de café de oficina tenían lectores. Yo tenía lectores y no había tenido que recorrer la vía dolorosa del dictamen, la edición y la publicación; es más, tenía lectores sin casi haber escrito. (Twitter no es escritura, mucho menos literatura; Twitter es bisutería, lo que ahí hacemos es convertir al lenguaje en accesorio de temporada.) Era citado —es decir, retuiteado— sin haber producido una obra. A fin de cuentas todo lo que ponemos en Twitter es el germen o la esperanza de una cita; presentamos al mundo nuestras palabras doradas preentrecomilladas y presubrayadas, para que nuestros fieles o ávidos o desprevenidos seguidores no tengan más que notarlas y decir: es bueno. Es inmediatamente bueno. Y a lo que sigue.

Banksy Bansky, mural Nueva York

Kafka sólo publicó algunos cuentos en vida y ordenó que tras su muerte se destruyera toda su obra. El intervalo que existe entre la escritura de El proceso y su numerosa lectura es inmenso y azaroso, y casi fue infinito. Lo que hacemos en Twitter es el reverso exacto de esa historia: producimos una escritura precoz, fantasmal aunque permanente, para lectores instantáneos. Esta anulación del hiato, por supuesto, no es exclusiva de Twitter, es el instinto esencial de internet, e internet parece ser hoy en día el sistema nervioso o el aparato locomotor del mundo. Cuando menos, parece ser su alma. A través de internet obtenemos comunicación inmediata, comercio inmediato, entretenimiento inmediato, memoria inmediata, in­formación inmediata, consumo inmediato. No sé cómo sea en otras oficinas, pero en la que yo trabajo, cuando hay una falla en los servicios de red, actuamos como si el sol hubiera sido devorado repentinamente por un lobo, como si hubiéramos sido expulsados violentamente de un universo ideal, de arquetipos eternos, y de repente, confrontados con la materialidad de nuestro cuerpo y de los objetos no supiéramos qué hacer: ¿de qué sirven mis dedos si no puedo presionar las teclas de escape o de enter, si no pueden deslizar y ejercer mi deseo sobre una pantalla? Y es que internet está en todas partes, o, mejor dicho, hemos metido casi todas las partes en internet. Hemos construido nuestro propio Aleph: no es absoluto ni simultáneo, como el que vio Borges en el sótano de una casa de la calle Garay, pero sí vasto y sucesivo y caprichoso. Y profusa y desigualmente accesible, como nuestros corazones. O como la suma de nuestros corazones. (¿Qué cosas no pueden hallarse en internet? Muchas, quizá demasiadas. No está en internet el olor de la bata que me ponía para la clase de pintura cuando iba al kínder —pero mi hijo pronto conocerá el suyo y quizá será el mismo—; no está el probable Cardenio de Shakespeare; no está el dictamen definitivo sobre quién besó a quién primero —aunque bien sabemos que te aprovechaste de mis nervios y de mi anticlimático bostezo—; no están las palabras que María de Magdala susurraba cuando Jesús se arrodillaba frente a ella; no está el registro de las últimas palabras dichas por ninguna de las cuarenta y cinco personas asesinadas hace más de veinte años en una pequeña iglesia en Acteal. No están esas cosas, pero hay muchas otras. Sin embargo, internet seguirá creciendo y quizás algún día el mapa será tan grande y minucioso como el mundo y tendremos miedo.) Con un artefacto así a nuestra disposición, la vida se ha acelerado salvajemente. Podemos estar en permanencia conectados —los unos a los otros, a nuestros centros de trabajo— y podemos consumir en permanencia —información, entretenimiento, mercancías—. No hay tiempo para el ocio, para el aburrimiento, para la espera. ¿Y qué problema hay con ello? ¿Qué pero le pongo a la abundancia y la disponibilidad y la rapidez? Cuando me negaba a participar en Twitter, un amigo me decía que mis razones de resistencia eran de lo más reaccionarias, y que lo frívolo, útil o ingenioso que pudiera ser Twitter dependía del uso que cada quien le diera. Ésta es una verdad muy a medias, pues lo cierto es que cada forma de tecnología de la comunicación —ya sea el telégrafo o Instagram— determina sus dinámicas muy particulares de producción y consumo de la información. Ésta es la tesis central del célebre Comprender los medios de comunicación: las extensiones del ser humano, de 1964, de Mar­shall McLuhan, y que Nicholas Carr retoma y actualiza en el libro Superficiales. ¿Qué está haciendo internet con nuestras mentes? de 2010. No importa que la producción de contenidos en internet no siga, por ejemplo, los mismos patrones de la radio, el cine y la televisión del siglo XX —centralista y guiada por grandes conglomerados mediáticos—; de todas formas, existen corrientes que marcan el rumbo y el comportamiento de los cibernautas. Y cuando digo “corrientes” estoy utilizando una palabra vaga e imprecisa; debería decir “hábitos” o “energías” y debería hablar en singular. La fuerza rectora de internet es la velocidad, la posibilidad de saltar de una microexperiencia a otra sin esfuerzo ni demora: de una noticia condensada en un tuit, a la fotografía de la boda de un familiar en Facebook, a un video de Elvis cantando “Something” en Hawái, a un tutorial para preparar whiskey sour, a hojear un libro en Amazon, a comprar joyería o vitaminas en eBay, a levantar una denuncia virtual, y de vuelta a recibir reafirmación en cualquier red social. Internet ha ampliado el campo de nuestras opciones —no sé si de nuestras posibilidades— y eso podría parecer algo bueno. Pero ha minado nuestra paciencia. Además, hay otro factor que no podemos soslayar: internet es una especie de espejo del mundo y este mundo tiene dueños. La rapidez como tal podría parecer un valor neutro —ideológica y políticamente neutro—, pero al Capital sí que le gusta y conviene que las cosas ocurran de prisa, que circulen velozmente, que seamos eficientes y competitivos, emprendedores y proactivos. Y lo que más le gusta al Capital es que produzcamos permanentemente. Por eso pone a nuestra disposición relucientes dispositivos mediante los cuales podemos estar permanentemente conectados y revisar nuestros estados de cuenta y hacer transferencias bancarias, cuadricular nuestras agendas, medir nuestra presión arterial o nuestros niveles de estrés, responder mensajes del jefe a las once de la noche, conocer el estado del tiempo con indumentaria anticipación, vencer al tráfico para llegar a tiempo a la junta, anunciarnos en el mercado laboral. Y por supuesto hay que divertirse, nos recuerda el Capital, no sólo de mandar correos vive el hombre: escucha música, fotografía tu comida, admira el bronceado de tus amigos en la playa, anúnciate en el mercado emocional. Muévete rápido —nos dice el Capital, hablándonos de tú, con cálida confianza—, no rompas cosas, el futuro es ahora. Todo es ahora. Los intervalos, los tiempos muertos han sido abolidos, es decir, despreciados. Hoy en día, esperar es el verdadero castigo; demorarse, la verdadera culpa. La abundante disponibilidad de internet y la voracidad del sistema económico que nos rige han propiciado que vivamos en un presente hipertrofiado, tiránico, que no deja espacio para nada que no pueda ocurrir ahora mismo, ni siquiera para el mañana —éste ya llegó, ya está aquí, ya vamos tarde—. En un presente así de saturado, es inevitable diluirse. And yet, and yet… La banda Timbiriche se encuentra de gira por la celebración de su trigésimo quinto aniversario. Creada en 1982 como un grupo infantil, han vivido ya dos reencuentros previos a éste, en 1998 y 2007, rompiendo en cada caso récords de audiencia en foros nacionales e internacionales. Para la cultura pop mexicana, Timbiriche es el estímulo pavloviano por excelencia: a fuerza de repetición, hemos aprendido a emocionarnos con sus canciones. Los integrantes originales de la banda rondan los cincuenta años de edad y, sin embargo, ante las cámaras, siguen conjurando la ilusión de la juventud y la frescura. Incluso se mueven velozmente, aunque, claro, con una infraestructura muy estable. Si tuvieran un lema no sería “el mañana empieza aquí”, sino “el ayer está aquí”, el medievalísimo non nova, sed nove: nada nuevo, sino de nuevo. Timbiriche no es, en absoluto, el único grupo que ha sacado rédito a la industria de la nostalgia. Es un ejemplo notable, pero sólo uno entre muchos. Lo cierto es que si algo ha marcado la cultura pop en lo que va del siglo XXI es el espíritu retro: regresos, reencuentros, giras por aniversarios, discos tributo, colaboraciones y otras formas de reciclaje. Y esta tendencia a la resurrección no se ha limitado al espectro más comercial y plastificado de la música. Sí, en México hemos tenido las reincidencias de Mercurio, Magneto, Flans, OV7, Kabah y creo que de todos juntos. En el plano internacional, se dieron los reencuentros de los New Kids on the Block, Take That o las Spice Girls. Pero también regresaron Led Zeppelin, The Police, Black Sabbath y Blur. Incluso David Gilmour y Roger Waters volvieron a tocar juntos “Comfortably Numb” y “Wish You Were Here”. Uno podrá preferir a unos o a otros, pero en todos los casos el impulso es el mismo: tratar de regresar a un tiempo pasado que, si bien no fue absolutamente mejor, al menos parecía más sólido: teníamos más cabello, dormíamos mejor, la gastritis no era nuestra prefecta, el estrés no nos hacía trizas, tolerábamos el aburrimiento. Sin embargo, no es éste el ánimo que ha dominado la cultura pop de los últimos años. Más que nostalgia, percibo cansancio, languidez. Quizá la exaltación finisecular de los noventa nos dejó exhaustos, ávidos no de novedad y apocalipsis, sino, al revés, de un reposado regreso a los orígenes, aunque éstos fueran falsos o inocuos o demasiado recientes. Eterno retorno, inmediato. Supongo que eso es lo que pasa: tenemos la nostalgia que nos merecemos, deslavada y cortoplacista. La saturación del presente no deja espacio para otro tipo de añoranza, más honda y verdadera. Más irreparable. Podemos darnos el lujo de extrañar nuestra niñez a través de Timbiriche no sólo o no tanto porque estén ahí otra vez, con sus trajes de arlequines intergalácticos sobre el escenario, sino porque siempre podremos regresar al momento exacto de nuestra canción favorita en nuestro teléfono celular inteligente. Dice Byung-Chul Han en El aroma del tiempo: “Las memorias electrónicas o cualquier otra posibilidad técnica de repetición anulan el intervalo temporal, que es el responsable del olvido. Hacen que el pasado esté disponible al momento. Nada debe impedir el acceso instantáneo”. Y Borges, en una conferencia que dictó el 23 de junio de 1978, dijo que “nosotros estamos hechos, en buena parte, de nuestra memoria. Esa memoria está hecha, en buena parte, de olvido”. La inmediatez de la tecnología anula el olvido, pero el olvido es parte de nuestra memoria y somos nuestra memoria. La velocidad y la intensidad del presente nos impiden regresar a Ítaca, nos engañan, nos dicen que nunca nos hemos ido. O más aún: nos dicen que no es necesario regresar, porque Ítaca está en todas partes. Pero no lo está y nosotros sí nos fuimos, todo el tiempo nos estamos yendo, y a la vez estamos atrapados en una vertiginosa permanencia, contestando correos, escribiendo cosas en Twitter, viendo series, llenando tablas de Excel, viendo videos de gente que se cae en YouTube, en un presente tan lleno de sí mismo que alcanza a tener nostalgia de sí mismo. Hace un par de semanas me asaltaron unos chicos en la calle. Me quitaron la cartera, la mochila, el teléfono y los lentes. En la mochila llevaba, entre otras cosas, una libreta con notas y libros que estaba leyendo y releyendo para la escritura de este texto. Jamás podré recuperar esas notas y esos subrayados. En el teléfono celular había fotografías y documentos que aún conservo pues estaban respaldados en la nube. No sé qué me da más horror y tristeza: lo que perdí para siempre o lo que ya nunca más podré perder.

Imagen de portada: Georg Waldmuller, La espera, 1860.