“Un sonidero es alguien que lleva música a quien lo necesita.”
Arlett Mishell, 9 años, hija de Marisol Mendoza
Hace poco me tocó participar en un proyecto editorial fantástico: una guía de la música en la Ciudad de México. Mi trabajo incluía escribir el capítulo de “música popular” —le pusimos ese nombre a falta de otro mejor—. Barajamos diferentes posibilidades: “culturas musicales de la CDMX”, “música tradicional”, “músicas regionales”, pero ninguna palabra definía con más exactitud el tema que “popular”. El problema es que ese término se asocia en México con sueldos mínimos, precariedad y calles peligrosas. Pero si pudiéramos limpiar la palabra y tomarla así como nació, “popular” significaría simplemente “que pertenece al pueblo, que nace del pueblo”. ¿Y qué tiene de malo el pueblo? La música, desde luego, no. Es una parte enorme de nuestra cultura, el sustento del alma: nos esclavizan, nos desprecian, nos llaman gitanos, negros, indios, pero nadie nos puede quitar la canción y la fiesta. Gozando se resiste. La fiesta (la rumba, el fandango, el guateque), cuando se organiza desde el propio barrio, es una revolución contra el poder establecido. Y en ese contexto comencé a investigar sobre los sonideros para, en principio, hacer una pequeña nota en la guía. Es lo que tiene el periodismo: la mayoría de las veces uno sólo puede escanear el fondo desde la superficie, como si estuvieras esnorqueleando. No soy una experta y mis experiencias sonideras han sido escasas. Pero lo que vislumbré es todo un universo fascinante. El fenómeno nació aquí mismo, en esta vieja ciudad, hace más de sesenta años. Varias colonias se disputan el primer baile sonidero: Peñón de los Baños, Tepito, el barrio de la Candelaria en Coyoacán. El sonidero es el DJ de barrio, similar a los sound systems de Jamaica o la tecnobrega brasileña. “La identidad sonidera parte de la apropiación de la calle, del espacio público”, dice Jesús Cruzvillegas en su libro Pasos Sonideros:
El melómano del barrio, por ahí de los años cincuenta, saca su tornamesa por la tarde para que bailen los vecinos; el baile se pone bueno; aquél se obsesiona y empieza a construir sus propias bocinas, cada vez más potentes (les llaman “roperos”), y de la vecindad el baile se desborda a la calle, esa calle que es parte fundamental de la cultura sonidera.
El melómano, ya en la década de los setenta, viaja a Colombia, a Puerto Rico, a Perú, a Ecuador, para buscar acetatos, rolas, música que de otra manera nunca hubiera llegado hasta México; se empiezan a usar micrófonos, a anunciar las canciones y crear sus logos y estilos propios, su base de fans. Algunos sonideros se profesionalizan: la gente está dispuesta a pagarles para amenizar bodas, bautizos, quince años. O se arman bailes de cooperación colectiva. La revolución digital cambió las cosas, pero el sonidero adopta las nuevas tecnologías y las aprovecha —graban sus propios discos con las compilaciones de sus rolas favoritas y utilizan las redes sociales para promover sus eventos—. Hoy en día, los grandes sonideros, los que están en la cima de la fama, son dueños de toneladas de equipo, se mueven en trailers y trabajan con docenas de asistentes; mueven a miles de personas y tienen su propio lenguaje. La mayoría de los sonideros toca música tropical y ellos son los culpables de nuestro gusto por la salsa y la cumbia —no por nada la colonia Peñón de los Baños también se conoce como “la Colombia chiquita”—. Pero hay sonideros para todos los gustos: techno, HI-NRG (Sonido Polymarchs o Patrick Miller son sólo dos de los más famosos), rock, música de banda. Los que ponen música disco se denominan “disco móvil”. Otra característica importante es que modifican la música, juegan con el volumen y las revoluciones, y utilizan efectos para alterar su propia voz (delay). Antes de que toda la música estuviera en la red, los sonideros también cambiaban los títulos de las canciones y cubrían las fundas de los acetatos para guardar celosamente los nombres verdaderos de los músicos. Son los piratas originales. Los asistentes a los bailes escriben saludos en papeles y los mandan a cabina para que el locutor los lea por el micrófono (y la gente graba estos saludos para, a su vez, enviarlos a sus familiares y amigos por las redes sociales). Gran parte de la diversión es ver a los que se toman muy en serio el baile. Pueden ser parejas (también de dos hombres o dos mujeres), tríos o grupos completos. Hay clubes de baile sonideros que en los eventos importantes hacen gala de sus mejores pasos; algunos se visten de rumberas y cholos y arman cuidadosamente coreografías en las que participa todo el grupo. Aunque los pasos se basan en los básicos de la salsa y la cumbia, el baile sonidero tiene su técnica y estilo peculiares: se usan más los brazos y los saltos, y los movimientos son más amplios. Los eventos suelen reunir a varios sonideros, que tocan uno tras otro durante horas y horas. Además de tener una larga historia, la cultura sonidera se ha extendido a lo largo y ancho del país y fuera de sus fronteras. Puebla, León y Monterrey han sido, y son, grandes ciudades sonideras. Naturalmente, hay cientos de sonideros en Estados Unidos, y la gente manda saludos desde Los Ángeles a sus familiares en México. Sin embargo, en la Ciudad de México, donde nacieron, se enfrentan a una legislación que no les permite hacer uso del espacio público para sus bailes —es difícil conseguir permisos, pero no imposible—. Se han tenido que trasladar a las zonas de la periferia metropolitana del Estado de México —Ciudad Neza es ahora un gran centro sonidero, por ejemplo—. Además, la violencia generalizada que sufrimos desde hace más de una década en todo el país también les ha afectado. Los bailes se perciben como peligrosos (han sucedido varios altercados), aunque en la mayoría de los casos transcurren en paz. Lo cierto es que el sonidero continúa. En el Vive Latino de 2014, y para celebrar los quince años del festival, tocaron Sonido Sonorámico, Sonido Superchango y Sonido La Changa —este último, Ramón Rojo Villar, es probablemente el sonidero veterano más famoso en la actualidad; ha tocado en el Auditorio Nacional y hasta en el Hollywood Palladium—. Si ya no pueden estar tanto en las calles, hacen bailes en salones, deportivos y clubes nocturnos; hay canales en YouTube que retransmiten los bailes y las verbenas callejeras aún perduran en algunos de los barrios donde tienen más arraigo (Tepito, San Juan de Aragón, Azcapotzalco, Coyoacán y Xochimilco). Ya hay varios estudios académicos sobre el fenómeno desde la sociología, la antropología y la teoría del arte. A pesar de todo esto, los sonideros se siguen sintiendo marginales: “Desgraciadamente las autoridades han sido muy negativas, aunque seamos parte de la cultura de la ciudad. Nos bloquean, no nos dejan trabajar, nos hacen sentir que somos la parte negativa de la sociedad, cuando en realidad lo que generamos son espacios de esparcimiento, de baile (finalmente bailar es un deporte, y un arte)”, dice Ely Fania, sonidera de Azcapotzalco. Ella lleva ya muchos años en el ambiente. Además de tener su propio sonido, (Ely Fania, La Reina de la Rumba), trabaja como DJ con Sonido Divanny de Ecatepec. Hay pocas mujeres sonideras (qué sorpresa), pero son muy buenas. Se enfrentan a todos los retos de cualquier sonidero, más los que implica ser mujer en cualquier profesión: baja autoestima, falta de tiempo y de apoyo. Tienen a Marisol Mendoza, una promotora de la cultura sonidera que se ha dado a la labor, junto con Ely Fania, de dar voz y espacio a las mujeres en el ambiente del baile. Mendoza viene de cuna sonidera: su padre y sus hermanos son Sonido Duende y Banda Hermanos Mendoza. Ellas tienen muy claro cuál es la problemática específica de la mujer sonidera: “Es difícil que nos tomen en serio”, dice Ely Fania. Mendoza agrega:
Mira, la dificultad es que cuando una mujer quiere ser sonidera, siempre hay alguien por encima que la está criticando y diciendo “tienes que tener una buena voz, tener equipo, tener trayectoria…” Todo es un tener, tener, tener. Pero según yo, primero viene el ser, el querer ser, tienes que querer ser. Luego viene lo demás.
Cuando las entrevisté en un café de Santa María la Ribera, después de platicar más de una hora, me invitaron a conocer a Óscar Solórzano, Sonido El Pato, que empezó su trayectoria en 1968 animando bailes en la colonia Pro-Hogar de Azcapotzalco. Ahora vive en Tepito con su mujer Carla, en un departamento repleto de vinilos, tornamesas Garrard y ecualizadores que él mismo construye. Es uno de los conocedores veteranos del ambiente. Cuando empezaba cometió varias locuras como gastarse en discos el dinero que su padre le dio para pagar los impuestos (pero “luego luego” se lo devolvió). Es un verdadero musicólogo especializado en música cubana. En ocasiones ha querido dejar el ambiente, porque la música que a él le gusta dejó de ser tan popular (guaracha y la Matancera), o porque no le alcanzaba para tener el sonido que él quería, pero siempre regresa. Durante nuestra visita, Carla y él se echaron en la cocina de la casa un baile de esos que ponen la piel chinita. Más tarde, ya de noche, Óscar Solórzano nos acompañó a tomar el Metro. Atravesamos Tepito caminando. La noche era cálida y las calles estaban vivas como pocas veces en la Ciudad de México. Muchas puertas estaban abiertas, los niños jugaban en la calle y la música salía de las taquerías. Pensé, ya sentada en el vagón, que Tepito es un barrio con mucha más riqueza que Lomas de Chapultepec; que la cultura de la calle es más compleja, interesante, inclusiva, fértil y humana que la cultura de las clases altas —y por eso muchos artistas se voltean hacia el barrio—. Y me pareció increíble que después de vivir 15 años en México supiera tan poco sobre los sonideros: cosas de vivir en un país destejido en dos realidades que casi nunca se cruzan.
Para asistir a los bailes: Sigue en Facebook a “Proyecto Sonidero”, “Marisol Mendoza” y “Sonido Divanny”.
Libros: Jesús Cruzvillegas, Pasos Sonideros, Coedición Literatura y Alternativas en Servicios Editoriales y Secretaría de Cultura, México, 2016; Mariana Delgado y Marco Ramírez Cornejo, Sonideros en las aceras. Véngase la gozadera, Tumbona Ediciones, El Proyecto Sonidero y Fundación BBVA Bancomer, México, 2012; Benito Salazar Guillén, Apariciones marianas, s/e, México, 2016; “Wow”, sección sonidera de El Gráfico, todos los jueves.
Imagen de portada: Mark Powell, Sonidero, 2008.