Jefes
¿Quién no odia a su jefe? Incluso la gente que afirma que su jefe le cae bien lo dice con ciertas reservas: “no es tan malo… para ser jefe”. A nadie le gusta que le digan lo que debe hacer o generar ganancias para alguien más. Estos simples resentimientos producen cierta tensión aun sin un movimiento anticapitalista. Desde la perspectiva de los jefes, cada día es una lucha kafkiana para convencer o coaccionar a empleados que preferirían estar en cualquier otro lugar del planeta. Nadie comprende lo difícil que es estar arriba; todas las personas le dicen a su jefe lo que quiere oír, no la verdad —lo que no es de sorprender, desde luego, considerando la asimetría de poder—. Tampoco es de extrañar que el jefe típico piense que el mundo entero se paralizaría si no hubiera jefes. Pero los trabajadores odian a los jefes porque éstos son inútiles. Los jefes estorban. Cuanto más alto llegamos en el escalafón, menos participamos en las tareas prácticas cotidianas y menos las conocemos, de ahí la anécdota del trabajador incompetente al que ascendieron para que no pudiera causar ningún daño. En todo caso, la mayoría de los altos ejecutivos no empezaron desde abajo. Todo esto desmiente el discurso de la meritocracia, la idea de que la gente obtiene dinero y poder conforme a su habilidad y su esfuerzo. A menudo los ejecutivos ganan cientos de veces más que los empleados de a pie; es imposible que esta desigualdad abismal en la remuneración refleje una diferencia real en el empeño con el que trabajan o lo que aportan al mundo. Los empresarios más pragmáticos dirían que estos sueldos son necesarios para competir con otras empresas a la hora de contratar ejecutivos eficaces. Pero el hecho de que estas disparidades parezcan inevitables sólo demuestra que la economía capitalista no puede retribuir a la gente de acuerdo con sus contribuciones reales. Resulta irónico, pero se diría que la única manera de librarse de los jefes es convertirse en uno, es decir, convertirnos en lo que odiamos. De ahí la ambivalencia que muchos trabajadores muestran ante el avance profesional.
Trabajadores autónomos
“Trabajo autónomo” describe una amplia variedad de actividades: desde impartir clases particulares y cuidar niños hasta ser propietarios de pequeños negocios, desde vender flores en una esquina hasta ser artistas de éxito pertenecientes a la “clase creativa”. Relacionamos el trabajo autónomo con la libertad personal; sin embargo, manejar un negocio propio por lo general exige más tiempo que trabajar para una compañía y no necesariamente se perciben ingresos comparables. Si el problema con el capitalismo es que los jefes no les pagan a los trabajadores lo que realmente vale su labor, el trabajo autónomo parecería la solución: si todos fuéramos trabajadores autónomos, entonces nadie podría ser objeto de explotación, ¿no? Pero la explotación no sólo consiste en tener un jefe, sino que también es el resultado de una distribución inequitativa del capital. Si todo nuestro capital es un puesto de helados, no acumularemos ganancias al mismo ritmo que el propietario del edificio de departamentos en el que vivimos, aunque en ambos casos se trate de propietarios únicos. Las pautas que llevan a la acumulación del capital en cada vez menos manos funcionan con la misma facilidad entre entidades empresariales y dentro de ellas. Así pues, el trabajo autónomo no es sinónimo de autodeterminación. El trabajo autónomo nos otorga más agencia sin darnos más libertad: logramos gestionar nuestros asuntos, pero tiene que ser en las condiciones del mercado. Ser un trabajador autónomo significa simplemente que nosotros mismos gestionamos la venta de nuestra labor y asumimos todos los riesgos que implica competir en el mercado. Pensemos cuántas compañías han amasado una fortuna vendiendo bienes y servicios a emprendedores en ciernes que en un abrir y cerrar de ojos tienen que cerrar sus negocios y volver a la fuerza laboral asalariada. Como un magnate en miniatura, el trabajador autónomo sobrevive y adquiere recursos en la medida exacta en la que obtiene ganancias. En mayor grado que un trabajador asalariado, tiene que internalizar la lógica del mercado y tomar muy en serio sus presiones y valores. El emprendedor aprende a examinarlo todo, desde su tiempo hasta sus relaciones personales, en función del valor de mercado. Llega a verse a sí mismo como una empresa maderera ve a un bosque: un emprendedor es a la vez jefe y subordinado, su propia psique se divide en una faceta capitalista y otra de objeto de explotación. A la larga, para los trabajadores es más eficiente supervisar su propia integración en el mercado que lo que significa para las corporaciones o los gobiernos imponérsela. En consecuencia, nos encontramos ante el viraje del paradigma del trabajador como empleado al del trabajador como emprendedor: en vez de limitarse a obedecer instrucciones y llevar a casa un cheque, se induce incluso a los trabajadores que no son autónomos a invertir su propia persona de la misma manera. Los profesores de escuelas progres fomentan que sus estudiantes adopten una actitud ”activa” frente al aprendizaje en vez de simplemente adoctrinarlos; los comandantes delegan la toma de decisiones tácticas en unidades cuyo entrenamiento favorece la “preparación para el combate” sobre la mera disposición a cumplir órdenes. A medida que los puestos de trabajo se precarizan, la experiencia laboral se convierte en una inversión para conseguir un empleo en el futuro: nuestro currículum es tan importante como el sueldo que hemos recibido. Están desapareciendo los viejos artesanos que trabajan por su cuenta, pero el emprendedor puede ser el ciudadano modelo de un orden mundial aún en construcción. El anticuado discurso sobre la independencia y la autosuficiencia es absurdo cuando ambas cosas se han vuelto imposibles: en vez de cultivar la independencia, el objetivo de la autogestión moderna es integrar perfectamente a cada persona en la economía.
A pesar de estas circunstancias, hay quienes aún consideran a los negocios que tienen un propietario local como una opción frente al capitalismo corporativo. Resulta ingenuo imaginar que las pequeñas empresas de alguna manera actúan con mayor responsabilidad ante sus comunidades: las empresas de todo tipo prosperan o fracasan en función de su éxito para extraer ganancias de las comunidades. Las pequeñas empresas pueden captar una clientela fiel siendo un poco menos depredadoras, pero sólo en la medida en que les funcione como publicidad y siempre y cuando los consumidores puedan pagar una suma adicional por este lujo. En el mundo empresarial, la “responsabilidad social” es una estrategia de mercadotecnia o una desventaja. La dicotomía entre empresas locales y multinacionales sólo sirve para encauzar a quienes se sienten frustrados con el capitalismo a apoyar a pequeños capitalistas, legitimando así a empresas que en última instancia acumularán capital a costa de otros o serán desplazadas por contendientes más despiadados. Ha habido incontables sociedades que no han creído en la propiedad privada del capital, pero ningún historiador ha documentado la existencia de una sola sociedad en la que el capital se haya distribuido de manera equitativa entre una población de empresarios autónomos. Semejante cosa sólo podría durar hasta que algunos de los empresarios empezaran a lucrar con el resto. Depender de las pequeñas empresas para resolver los problemas derivados del capitalismo es menos realista que intentar acabar con el propio capitalismo.
La industria del sexo
Prostituirse: podemos aprender mucho del capitalismo con esta palabra. “Poner los talentos personales al servicio de una causa indigna para obtener una ganancia financiera”: ¿quién no hace eso en nuestros días? Sin embargo, a los empresarios y a los profesores no se les llama prostitutos, por más indignas que sean las causas a cuyo servicio pongan sus talentos; ese oprobio se lanza a las mujeres y los tránsfugas del género que son demasiado pobres como para llamarles escorts. Como ocurre con el trabajo doméstico, se ve con malos ojos exigir que se paguen por anticipado cosas que cualquiera vende de manera indirecta: dirige los reflectores a la dinámica del trabajo en cada uno de los niveles de la sociedad. La sexualidad es sagrada —es decir, las formas que adopta y los usos que se le pueden dar están estrictamente dictados por las tradiciones patriarcales—. Poner los talentos personales al servicio de una causa indigna se le atribuye a las personas que se ven obligadas a ello para sobrevivir, no a quienes obligan a otras a hacerlo. Quienes lucran con la industria del sexo no son trabajadoras y trabajadores sexuales, así como tampoco son mineros quienes lucran con la minería. La mayoría de los ingresos son para los ejecutivos de la pornografía y los proxenetas. Leyes que aparentemente tienen el propósito de defender la moral pública y “proteger” a las mujeres sirven más que nada para controlar una de las contadas industrias en que las mujeres y otras personas señaladas por su sexualidad podrían tener una ventaja. ¿Qué nos dice de la moral pública que sea legal cortar la cima de una montaña y que sea ilegal que una mujer reciba dinero a cambio de sexo para sortear la pobreza? Mientras tanto, a las trabajadoras sexuales “exitosas” les toca el papel de mostrar que la mejor manera de salir adelante es someterse a los caprichos sexuales de los hombres. Esto se aplica tanto a Madonna y Angelina Jolie (y a otras personas que se venden utilizando su sex appeal) como a una estrella porno tal cual. La idea de que el trabajo sexual puede empoderar es una versión del mito de que el capitalismo genera democracia y libertad. Sin duda es mejor ganar 80 dólares la hora que 8, pero sigue siendo trabajo. La mayoría de las trabajadoras sexuales “empoderadas” deben sus ganancias a una construcción patriarcal de la sexualidad que sistemáticamente desempodera a las mujeres, así como las cooperativas que son propiedad de trabajadores siguen dependiendo del mercado capitalista y la explotación que éste conlleva para su supervivencia. La industria del sexo nos ofrece un ilustrativo microcosmos sobre cómo interactúan el desarrollo tecnológico, la alienación social y la explotación capitalista. Hace menos de un siglo, el trabajo sexual se mantenía en una fase preindustrial de desarrollo que consistía principalmente en encuentros físicos de personas. En el siglo XX, la nueva tecnología permitió a los capitalistas acumular capital en forma de películas pornográficas: les pagaban a los trabajadores sexuales una tarifa por única vez a cambio de un producto con el que ellos continuaron obteniendo ganancias. La pornografía ya era milenaria, por supuesto, lo novedoso era la capacidad de producir en masa. Así como las fábricas habían transformado al resto de la economía, esto aceleró el proceso de acumulación de capital para los beneficiarios económicos de la industria del sexo. También dotó a las empresas que producían estas películas de una enorme influencia sobre la sexualidad de millones de consumidores: no estaban vendiendo únicamente gratificación sexual, sino construyéndola.
Los avances tecnológicos posteriores han seguido configurando la sexualidad de los consumidores. En gran parte del mundo “desarrollado”, la mayoría de los encuentros sexuales de los hombres ahora suceden con máquinas, o al menos están mediados por ellas. La sexualidad moderna está tan concentrada en lo virtual que en los encuentros de la vida real los participantes tienden a interpretar papeles difundidos por la industria sexual. En este sentido, la pornografía cosifica roles de género centenarios aun cuando los va actualizando y ajustando. En las generaciones más recientes, el abanico de prácticas sexuales e identidades de género reconocidas se ha diversificado, pero ninguna de ellas escapa a la influencia del capitalismo; para un economista, simplemente se trata de la apertura de nuevos mercados especializados. Los imperativos del lucro no sólo configuran la construcción social del sexo y el género; también determinan su construcción biológica. El viagra, la testosterona, las pastillas anticonceptivas: el género se produce en los laboratorios de las empresas farmacéuticas en una medida no menor a lo que sucede en instituciones más antiguas, como la familia. Lo anterior vale tanto para atletas que toman esteroides como para personas que se hacen colocar implantes de silicón. El género no se usa sólo para impulsar líneas de productos: es al mismo tiempo una identidad del consumidor, un producto básico y un aspecto del proyecto de venderse uno mismo que se observa incluso fuera del lugar de trabajo. En este contexto, el desvío con respecto a las normas de género construidas ha sido objeto de una apropiación como fenómeno médico para confirmar que esas normas son más “naturales” que los cuerpos con los que nacemos. Al promover el discurso de que los transexuales son mujeres “atrapadas en un cuerpo de hombre” y viceversa, las autoridades psiquiátricas y médicas dan a entender que las categorías hombre y mujer son universales y exhaustivas. Paradójicamente, al permitir que la gente transite entre categorías supuestamente inmutables, afianzan la hegemonía del sistema patriarcal de dos géneros y, por ende, la exclusión de cualquiera que no pueda o quiera elegir uno de ellos. Así pues, desde el placer hasta la identidad de género, el capitalismo incide en los detalles más íntimos de todos los aspectos de la vida. El mercado coloniza facetas de nuestra persona que antes se desarrollaban al margen de sus dictados hasta que sólo tenemos acceso a ellas a través de él: por ejemplo, los hombres a los que les cuesta trabajo masturbarse si no ven pornografía convencional. Cuando la sexualidad está modelada por las fuerzas económicas y las relaciones sexuales ocurren a menudo entre personas con un acceso asimétrico a los recursos, puede ser difícil distinguir el trabajo sexual del sexo, punto.
No tenemos que vivir así
Algunas convenciones sociales, como la propiedad privada, crean desequilibrios de poder y de acceso a los recursos. Otras no. Hay maneras de satisfacer nuestras necesidades sin comprar ni vender. Hay maneras de relacionarnos con otras personas sin tratar de lucrar a expensas suyas. Resulta difícil creerlo ahora que el capitalismo ha colonizado casi todos los aspectos de nuestra vida. Sin embargo, hay innumerables ejemplos de otras maneras de hacer las cosas. En el caso de la producción, pensemos en las fiestas para edificar graneros, en las que una comunidad se reúne un día para construir estructuras que de otro modo llevaría meses, o los programas informáticos de fuente abierta, que son creados y perfeccionados de manera colaborativa por las personas que los usan. En lo concerniente a la distribución, pensemos en las bibliotecas, que pueden almacenar mucho más que libros, o los intercambios de archivos, en los que se organizan personas que circulan lo que necesitan. En cuanto a las relaciones, pensemos en amistades y lazos familiares sanos, en los que todos se ocupan del bienestar de los demás, o fiestas y festivales en los que incluso quienes no se conocen disfrutan la presencia de unos y otros. Ninguno de esos modelos fomenta el egoísmo o desalienta el esfuerzo. Todos contrarrestan la idea de escasez: cuanto más participa la gente, más nos beneficiamos todos. Tiene que haber maneras de llevar fórmulas de ese tipo a otras esferas de la vida. La idea de reorganizar toda nuestra sociedad nos asusta, por supuesto. Visto desde donde nos encontramos ahora, no podemos saber qué entrañará o cómo será el resultado. Pero podemos empezar.
Abolir la propiedad privada sin duda plantea sus propios retos e inconvenientes, pero difícilmente podrían ser peores que los efectos del capitalismo global. Todos hemos oído hablar de la llamada “tragedia del patrimonio común”, la idea de que no se puede confiar a la gente el cuidado de los recursos de los que todos somos igualmente responsables. Hay algo de cierto en ello: la verdadera tragedia es que el patrimonio común fue privatizado, que no logramos protegerlo de quienes nos lo arrebataron. Si queremos acabar con el capitalismo, debemos aprender a defendernos de quienes impusieron la tragedia de la propiedad. Es tanto lo que nos han quitado del mundo que sería desconcertante vernos de pronto compartiéndolo todo de nuevo. Los levantamientos recientes de gente que ha creado zonas autónomas al margen del capitalismo —Oaxaca en 2006, Atenas en 2008, El Cairo en 2011— nos ofrecen un atisbo de cómo podría ser. La euforia de tomar espacios y darles un nuevo propósito, de actuar espontáneamente en masa, tiene muy poco que ver con la vida cotidiana en una sociedad capitalista. Desmantelar el capitalismo no significa solamente tener bienes materiales en común, sino redescubrir a los otros y a nosotros mismos: abrazar una forma totalmente distinta de estar en el mundo.
Selección de Work. Capitalism. Economics. Resistance, CrimethInc. Workers Collective, 2001, pp. 67-68, 87-89, 123-125, 331-332.
Imagen de portada: Francis Alÿs, Turista, Ciudad de México, 1994. Fotografía de Enrique Huerta. Cortesía del artista ©