Sábado 14 de marzo. Mediodía. Mi esposa Fiorella y mis hijas Amapola y Margarita se han ido hace unas horas a pasar el fin de semana con mi suegra y yo tengo que hacer unas compras, así que camino las pocas cuadras que separan mi casa del centro comercial más cercano. Anoche, el presidente y su equipo de ministros anunciaron las primeras medidas de respuesta a la pandemia global por el COVID-19: todas las reuniones numerosas quedan canceladas, incluyendo cines, teatros, fútbol y discotecas. Como por “numerosas” se entiende superiores a veinte personas, mi grupo de lectura en una librería amiga podría seguir adelante; sin embargo, algunas de las participantes manifestaron de inmediato su preocupación. Es por esto que, mientras camino, voy pensando en qué hacer: ¿suspender hasta nuevo aviso?, ¿reformatear al grupo bajo una plataforma virtual? Las clases en las escuelas no han sido canceladas aún, sin embargo; Amapola, que había comenzado primer año de primaria apenas dos semanas atrás, es libre de asistir a clases si Fiorella y yo lo consideramos adecuado, cosa que hemos resuelto hacer tras una larga charla sobre riesgos, miedos y seguridades. Así que mientras camino no son pocas las cosas que se mueven en mi cabeza: ¿estaremos en lo correcto al permitir que asista? Es cierto que la escuela todavía le produce muchísima ilusión, y ella misma manifestó una tristeza notoria cuando le dijimos que era posible que las clases quedaran suspendidas. Sin embargo, ¿cuáles deben ser las prioridades? Algunos amigos ya han entrado en un modo de acción y pensamiento que sólo podemos calificar como paranoico, y nosotros definitivamente no queremos seguir sus pasos. Cuando recorro el centro comercial lo encuentro vacío de consumidores. Los locales desiertos, de puertas abiertas, iluminados como siempre; las mesas de la plaza de comida desnudas, los vendedores recostados contra los marcos de las puertas con evidente expresión de fastidio: pienso de inmediato en las ficciones de J. G. Ballard y, después, en un escenario post apocalíptico. Han pasado décadas y no quedan seres humanos sobre la tierra, o quizá solo sobreviven unos pocos, en sus búnkeres subterráneos, privados de futuro. Pero el centro comercial sigue allí. Sus bóvedas se han derrumbado y la luz del mediodía se abre camino, reflejada por las vidrieras, los mostradores, los grandes espejos de las tiendas de ropa, dispersa entre todas las mercaderías intactas en un remedo perfecto de la luz artificial. Mi mirada —que en este escenario no puede ser sino la de un fantasma— recorre los amplios pasillos y se detiene entre una juguetería y una tienda de informática. El plástico y la tecnología permanecen: millones de años han pasado desde que los cadáveres de las criaturas microscópicas de los océanos primitivos quedaron atrapados por la maquinaria tectónica del planeta, calentados, fermentados, compactados por el peso de los estratos de roca, por el tiempo geológico. Cuando volvieron a salir a la superficie lo hicieron como petróleo, transmutadas alquímicamente en oro líquido, y esa energía solar convertida en materia orgánica por las criaturitas muertas se abrió camino como energía química por el cuerpo de la modernidad para animar sus máquinas y crear circuitos nuevos, dividiéndose en mercados, capital, tecnología, juguetes, Legos, Playmobil, consolas de videojuegos que mi mirada fantasmal encuentra todavía alineadas en la eternidad de las estanterías, inmunes al virus, sobrevivientes de la catástrofe. Quizá haya para ese plástico una historia posible, como la hubo para nosotros, los primates que dimos en llamarnos humanos; en esa historia natural del plástico fuimos apenas la criatura invadida, como tomada por un parásito o por un virus que hackea las células sin ningún otro objetivo que la proliferación. El plástico, se me ocurre pensar, nos hackeó para reproducirse, para pasar de criatura microscópica y petróleo a Lego, Playmobil, vinilos, aviones a escala, CD, computadoras, televisores y drones. Y ahora que ya no estamos su vida permanece en pausa, al menos hasta que una nueva bacteria aprenda a comérselos, a convertirlos en el combustible para procesos que jamás llegaremos a conocer.
Martes 14 de abril. Es el cumpleaños de Fiorella y hemos decidido celebrarlo con mi suegra y mi cuñada, quienes —pese al miedo al contagio— se subirán a su auto para recorrer los siete kilómetros que las separan de nuestra casa por primera vez desde el comienzo oficial de la cuarentena, ese 16 de marzo en que cerraron las escuelas y los clubes deportivos, Fiorella empezó a trabajar desde casa y mi grupo de lectura entró en modo virtual. Fiorella cumple treinta y seis, y Amapola se divierte preguntándonos cómo era el mundo en 1984. No termina de entender que no había celulares, que las pocas computadoras hogareñas funcionaban con casetes; tampoco sabe qué es un casete, y le parece ridículo que la televisión pudiera ser en blanco y negro o que sólo hubiera cuatro canales, que transmitían sus programas a horas fijas, sin que el espectador pudiera elegir cuándo verlos. Pide que sigamos contándole, pero me parece que el pasado ya la saturó y ninguna entrada nueva en esta lista de fósiles la entristecerá, confundirá o asombrará más. Se ríe de cada cosa que le contamos, como si estuviéramos trayéndole noticias de un mundo perdido con el que apenas puede relacionarse; de hecho, eso es exactamente lo que pasa, y al final somos más bien Fiorella y yo los que nos divertimos recordando los ochenta y los noventa. Quizá el tiempo pasaba de otra manera entonces, con otro vértigo y otro sentido del cambio y la aceleración; Mark Fisher escribió sobre esto en Realismo Capitalista, y Ballard habló de la muerte del futuro a fines de los sesenta y a lo largo de los setenta. Llevamos un mes de cuarentena y poco a poco el tiempo ha empezado a desdibujarse. ¿Cuándo salimos por última vez? ¿Cuándo fue aquella tarde soleada y cálida en la que subimos con Amapola a la azotea para correr y saltar un poco, y una pareja de vecinos que hacía gimnasia en lo más alto de su edificio nos saludó con una calidez y alegría que me parecieron tan curiosas de parte de gente a la que en realidad no conocemos? Un cumpleaños, sin embargo, no es otra cosa que una marca en el tiempo; pero cumplir años durante una cuarentena que, a su manera, está carcomiendo el tiempo debe ser algo lo suficientemente singular como para ser recordado. ¿Y recordará Amapola, dentro de treinta años, aquellos días extraños de la cuarentena por el COVID-19? Si tiene hijos, ¿les contará de los juegos que le inventábamos para entretenerla mientras cuidábamos también a su hermana menor, que apenas tenía seis meses? No estoy seguro de cuáles son mis recuerdos de los seis años. Hasta 1986, cuando cursé segundo año de primaria y cumplí ocho en noviembre, mi memoria está llena de imágenes de los primeros años de vida, pero no soy capaz de conectarlas, de armar con ellas una cronología como la que comienza impecablemente el año del mundial de México, el año en que me obsesioné con los dinosaurios, el año en que empecé a coleccionar aquellos fascículos de Jacques Cousteau y su Enciclopedia del mar, que venían con diapositivas y, su primer entrega, con una maqueta del Calypso. Hay recuerdos, los más profundos que de hecho no son nuestros, porque entonces, cuando todavía no estaban separados el sueño de la vigilia, no se había configurado aún nuestro yo. Así, la edad de mi hija mayor es un misterio para mí, en términos del tiempo lineal, tenso y claro. Sin embargo, pienso ahora, en abril de 2020 ese tiempo claro, tenso y lineal se resquebraja: los días se parecen, se confunden, se derriten como los veranos al sol en Vermilion Sands, esa utopía/distopía imaginada por Ballard al momento de hablar de la muerte del futuro. Eso sí: la costumbre puede más y celebramos el cumpleaños. A eso de las once salgo a la terraza a mirar la ciudad, de cuyo lado sur y oeste tenemos en casa una vista hermosa. Me parece que hay más luces encendidas en los edificios y menos en las calles; me parece que hay menos ruido y que el aire huele mejor y es más transparente, tanto que esas luces de los edificios brillan como joyas en una constelación compleja. Quizá ahí está atrapado el tiempo, dentro de una estructura cristalina en cuyas pequeñas celdas se dibujan las diferentes escenas del presente: habitaciones de esos edificios, las luces de los televisores, las siluetas remotas de quienes juegan a las cartas, conversan, miran una película o, simplemente, recorren sus casas por última vez antes de irse a dormir al final de un día que habrá sido el mismo que el siguiente. De pronto llega un mensaje a mi celular. Es mi querido amigo argentino Juan Manuel Candal, quien había estado recorriendo Europa justo cuando se desató la pandemia y debió no sólo modificar todos sus caminos en un viaje para el que había ahorrado, investigado y planificado durante años sino que, incluso, estuvo a punto de no poder ingresar de vuelta a territorio argentino. De hecho, debió permanecer en San Pablo —una ciudad que le impresionó, me cuenta en los mensajes sucesivos, como una zona de catástrofe— un par de días antes de dar con la posibilidad de volver a su casa. Ha perdido la posibilidad de conocer Moscú y San Petersburgo, dos de las ciudades que más lo ilusionaban en su viaje, pero ha ganado la visión de las calles desiertas en París y Berlín. Lo singular de los eventos de su viaje me hacen pensar que, de todas las vidas posibles, le tocó esa tan extraña en que una pandemia lo sorprendía en medio de su viaje por Europa, y todo esto pasaba en 2020, un año que en su niñez y quizá incluso su adolescencia, como yo, seguro investía de imágenes de un futuro que aún no ha llegado y acaso no llegará nunca. Quizá es que en el tiempo estamos en ninguna parte, y la pandemia y la cuarentena no han hecho sino recordárnoslo.
Martes 12 de mayo. Fiorella ha terminado su horario de trabajo desde casa y estoy pensando en las dos o tres horas que dedico a mis ocupaciones; en este caso, avanzar en una novela que he comenzado y que pretendo tener bosquejada antes de julio, cuando deberé ocuparme de unas traducciones pendientes. El tiempo se ha vuelto una sustancia tan esquiva como preciada: el tiempo que no le dedico a Amapola por los cuidados que requiere la bebé, el tiempo que no nos dedicamos Fiorella y yo dado que nuestros trabajos y la atención a nuestras hijas lo hacen cada vez más difícil, el tiempo que no dedico a leer o a escribir, salvo en este final de la tarde, estas horas en que me siento y escribo y que ahora, mientras camino rápidamente hacia el supermercado para hacer las compras necesarias para la cena y el día de mañana, ya empiezan a ocupar mi mente, que si bien conserva en alguna parte de sus engranajes la lista de las compras está desplazándose rápidamente hacia el mundo de mi novela. Voy a cruzar una avenida que había sido intervenida para ensancharla; la cuarentena detuvo las obras y ahora hay lomas de tierra, huecos en la calle, vigas y alambres en la esquina. Entonces, de pronto, estoy en el fondo de un pozo. Literalmente. Mis pies han impactado algo que se rompió o cedió y yo caí hasta una profundidad que equivale a la de mi pecho. Todo pasó demasiado rápidamente, tanto que no sentí siquiera el dolor; mi pierna derecha, sin embargo, como voy descubriendo a medida que me hago consciente de la situación, atravesó una tapa de madera húmeda o quizá podrida (que cubría uno de los tantos pozos cavados por la obra en la avenida), y mi izquierda siguió de inmediato. Se me ha roto el pantalón a la altura del bolsillo izquierdo y estoy cubierto de tierra y barro. De pronto lo que brota es el enojo: tendré que volver a casa, perder todavía más tiempo. No pienso en las heridas posibles, sino que así cubierto de barro no podré entrar al supermercado y, por tanto, se demorará todavía más el momento en que me pondré a escribir. Pero mientras avanzo hacia casa comprendo que, si bien el hecho de que pueda caminar implica que no me he roto ningún hueso, hay un dolor en mi pierna derecha que habla de una situación acaso un poco más grave. Pienso ahora en el barro, en la madera rota, en el pozo lleno de quién sabe qué, y empiezo a imaginar el avance de una infección. Llego a casa lleno de rabia y me saco el pantalón mientras explico a Fiorella y a Amapola lo que sucedió. Tengo la pantorrilla derecha cubierta de lastimaduras: no corre la sangre, pero la piel está levantada e inflamada. En el muslo izquierdo, donde estaba el desgarro en el pantalón, hay un corte algo más profundo, que sangra unas pocas gotas bien rojas. Me baño con cuidado, pero el agua caliente y enjabonada me arranca lágrimas por el ardor. Después Fiorella me curará la herida con desinfectante, y ese ardor se disparará al infinito. O no tanto. Pienso en lo que pudo haber pasado: ¿y si me clavaba un pedazo de hierro? ¿Si me quebraba la pierna y tenía que pedir ayuda para salir? ¿Si debía ser trasladado al hospital durante una situación de emergencia sanitaria? Quizá, de alguna manera, tuve suerte. El ardor pasa en segundos, y me digo que es apenas una herida en la piel, nada más que eso. Pero no será fácil dormir esa noche, ni en las que siguen. Para colmo, el esfuerzo de salir del pozo (algo que pasó en meros segundos) fue demasiado para mis músculos desacostumbrados al ejercicio, y me despierto al día siguiente con una contractura en el hombro izquierdo. El jueves esa contractura ha bajado hasta mi espalda y me cuesta enderezarme, tanto que estamos a punto de llamar al médico. No es la primera vez que padezco alguna afección de las lumbares, así que me acuesto un rato y tomo un relajante muscular. Fiorella y las niñas van a pasar el fin de semana con mi suegra, así que tendré tiempo de escribir; la postura ante la computadora, sin embargo, se me dificulta por el dolor de espalda. Todos los planes cambian, nada de lo planeado sucede como quería; una vez más comprendo que no existe el control, que vamos a la deriva, convencidos de que tenemos la posibilidad de ejercer algún tipo de influencia sobre las cosas, cuando la verdad es más bien la opuesta. Pienso entonces en el virus, en todos los planes para 2020 que han debido ser cancelados o postergados indefinidamente; ¿y qué es un virus, en última instancia? Algo que no pertenece ni a la vida ni a la materia inanimada, una entidad del afuera más radical a nuestro orden del mundo, que no hace más que replicarse, sin objetivos, sin deseo ni control. Nos tomamos por sujetos de nuestras historias, capaces de ejercer ese tan ment(a/i)do control, pero la verdad es que basta el arribo de un heraldo del afuera —como un virus— que nos subvierta todos los planes para que entendamos que ese sujeto y esas historias, los objetivos y el control, no son otra cosa que una ilusión. Por supuesto, ante esta idea debemos defendernos, y no hacemos otra cosa que atrincherarnos en nuestra ilusión del yo y de la voluntad: ésa es nuestra seguridad, la que nos mueve a pretender mantenernos humanos siempre, a resistir la invasión del afuera, la contaminación. Quizá debamos vivir un poco más en el afuera. En medio de un gran encierro, en mayo de 2020, pienso en Juan Manuel y su Europa a la intemperie, with no direction home; pienso en las luces de los edificios, en los centros comerciales vacíos, y empiezan a abrirse camino todas estas imágenes de un afuera que poco a poco deja claro cómo es capaz de prescindir de nosotros. La música está afuera, cantó David Bowie en 1995, y ahora creo que empiezo a entenderlo.
Sábado 13 de junio. El próximo lunes retomaré mi taller de manera presencial; las clases recomenzarán, para primero de primaria, el lunes 29. Hace tres semanas visitamos a mis padres por primera vez en meses y a partir de esa tarde ellos —que tanto miedo tenían al principio dados los factores de riesgo que aquejan a mi padre— empiezan a venir a casa los martes y nosotros a visitarlos los domingos. Como esa primera visita fue de sorpresa todavía me emociona recordar sus gritos de alegría cuando Amapola atravesó su puerta y los abrazó, todavía con su barbijo colocado mientras yo me sacaba los zapatos para bañarlos en desinfectante. Mientras escribo estas líneas miro por la ventana del cuarto donde trabajo; todo ha cambiado una vez más —hay una alegría tímida por todas partes mientras las noticias reportan uno, dos o incluso cero casos entre el lunes y el miércoles—, pero las luces son las mismas. Los edificios, los árboles y las calles parecen asomarse a esta nueva normalidad (como la llaman nuestros gobernantes) todavía imbuidos de esa cualidad extraña de hace unos meses, en el punto álgido de la emergencia y la cuarentena; el mundo ya no será el mismo, parecen decir, porque el mundo nunca es el mismo. En la filosofía de Heidegger, como es sabido, la herramienta sólo adquiere su ser, sólo pasa a existir de verdad para nosotros, cuando un malfuncionamiento la aparta de su uso fluido e invisible. La falla genera los contornos de las cosas, como este cuerpo de cuarenta y un años lleva ya cierto tiempo lejos de la tersura de su vida adolescente y no hace sino atraer más y más de mi consciencia a su carne, sus huesos, su piel (ya bastante cicatrizada en mi pantorrilla izquierda, pero todavía un poco dolida si algo la toca con cierta fuerza) para convencerme de que en realidad el que existe es él y no yo, este fantasma o espejismo. El mundo falló por unos meses en 2020, y de pronto todos supimos, gracias a esa falla y su virus, que los fantasmas somos nosotros. En realidad, entonces, no es tanto pensar en un afuera que invade y un adentro a proteger: más bien, sólo hay afuera.
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Imagen de portada: Dinosaurios de plástico. Fotografía de Marco Verch, 2019. CC