1.
Hace cinco años, cuando me mostraron el departamento donde ahora vivo con mi familia, la señora encargada del edificio llegó al ultimo cuarto al fondo del pasillo, se acercó a la ventana y me pidió disculpas. Al otro lado de la avenida, había —hay— una inmensa e incompleta construcción. Ese día de verano del 2015 se veían, dentro de un lote baldío lleno de huecos y túneles y montículos gigantes de tierra, los esqueletos inconclusos de un par de edificios a medio armar. Se notaba, no los detalles, pero sí la ambición vertiginosa del proyecto. Eran las diez de la mañana y cientos de obreros se movían entre las máquinas enormes. Es ruidoso, no te voy a mentir, me dijo la señora, con una sonrisa incómoda. Pero algún día terminarán. La verdad es que no me molestó. Me había ido de Nueva York en 2001, y siempre había querido volver. Ahora pensé en mi hijo menor, que en ese momento tenía dos años. Será neoyorquino, pensé, de los que miden sus años con el tamaño de los edificios que se levantan a su alrededor. Me imaginé que pasaría horas desde su ventana observando las grúas, los camiones, los obreros que se mueven entre tanto caos, y que en realidad sería un privilegio para él ver crecer este bosque de cemento y acero, y luego poder decir, de grande, que se acordaba de cuando nada de esto existía. Pertenecer a un lugar es eso, finalmente: cargar su historia contigo siempre, de manera intuitiva. Yo siempre quise ser neoyorquino; por momentos he sentido como un fracaso personal no serlo. Pensé: mi hijo sí lo será, sin siquiera planteárselo. Ahora tiene siete años, con solo vagos recuerdos de haber vivido en cualquier otro lugar, y ni siquiera nota los detalles de la ciudad que me llamaron tanto la atención cuando llegué en 1995. Como buen residente de Manhattan, piensa que todas las ciudades son islas. Su desayuno preferido es un bagel con salmón. Habla de uptown y downtown sin problemas. Tiene preferencias entre los diversos puentes que conectan los distritos de Nueva York entre sí y con el mundo. Cuando compartimos el ascensor con algún vecino del edificio, mi hijo, atento y bien educado, les pregunta cuál es su paradero —no cuál es su piso— como si fuera el conductor del metro. Y no han sido pocas las veces que lo he encontrado en su ventana, tomando sol y mirando muy atento a la construcción masiva y su movimiento constante. En cinco años, ya son cuatro edificios que se han aparecido de la nada, ya abiertos al público, y hay tres más en proceso. No paran de construir. Nunca paran. Así es Nueva York, solía decirle con orgullo, cuando mirábamos asombrados por la ventana cómo los obreros se alistaban para el día de trabajo bajo una lluvia densa o la nieve que caía sin cuartel. No importa el frío, le decía. No importa el viento furioso que corre desde el río. Tampoco el calor agobiante del verano. No paran. Nunca paran. Somos neoyorquinos, le decía. Nunca paramos. Hasta el mes pasado, claro, cuando paró todo.
2.
Pasé mis primeros años aquí envuelto en una suerte de nostalgia inventada, atormentado por la idea de que la versión más auténtica de Nueva York había existido cinco, diez o veinte años antes de que llegara. Caminaba mucho, lleno de ganas de ver cada calle, cada barrio, cada edificio y grabar sus detalles, de hablar con toda la gente que me encontraba ahí y recopilar sus historias; y a veces me subía al metro e iba hasta el ultimo paradero, como si tuviera que verificar que la ciudad en realidad terminaba. Tengo una colección de memorias de esos primeros años que no me atrevo a compartir. No porque sean escandalosas o comprometedoras, sino porque son todo lo contrario. Son ordinarias: primeros amores y partidas de corazón, éxitos pequeños y fracasos que se sentían enormes. Recuerdo lecturas y conciertos y obras de arte que me transformaron, pero no más que las risas de mis amigos, que me dieron vida. Llegué a los dieciocho años a Nueva York, inmaduro, inseguro, curioso, pelucón. A pocas semanas de llegar, me rapé, pensando que así me vería menos fuera de lugar. Las memorias de esos años son las de cualquier adolescente que llega a un lugar extraño, nuevo, y trata de inventar una versión de sí mismo que no detesta. Igual me causan tanta emoción estos recuerdos banales que me da vergüenza detallarlos y presentarlos como si fueran especiales. Quizá lo único que tengan de especial son su trasfondo, Nueva York. Ahora me doy cuenta de que llegué en un momento de transición: la gestión del polémico alcalde Rudy Giuliani, con un despliegue policial violento y una expansión económica que borró barrios enteros y desplazó comunidades que apenas alcancé a conocer. Conocí la ciudad antes del 11-S, cuando todos teníamos menos miedo, o más bien entendíamos el miedo de otra manera. Poco a poco fui entendiendo de que no había llegado tarde, sino justo a tiempo, de que todos llegamos justo a tiempo a este lugar, de que una ciudad que nunca para de cambiar siempre abre espacio para el recién llegado que quiere convertirse en otra persona. Me enamoré de esta ciudad, y es un amor con puntos fijos en el mapa y en el tiempo. Astor Place, 17 noviembre 1995. The West End, 9 de marzo 1997. Yankee Stadium, 4 junio 2001. Ahora que la pandemia ha partido la historia en dos, me pregunto mucho sobre la versión de Nueva York que encontraremos al otro lado, sobre si sobrevivirá o no la geografía de mi memoria. Pensar en un después que no es devastador requiere mucha imaginación, quizás más de la que tengo, y quiero proteger mis recuerdos a toda costa, aunque sé que es imposible. Antes, por la mañana, solía echar una mirada por mi ventana y observar los transeúntes caminando hacia el metro. Veía cómo iban vestidos para decidir qué ponerme yo, y cómo vestir a mi hijo menor. Si botas o no. Si una chaqueta o no. Si una bufanda o no. Dependía de mis vecinos hasta para algo tan básico. Ahora que no veo a casi nadie por la ventana, no sé cómo vestirme. Igual supongo que no importa, porque tampoco tengo adónde ir. Nueva York sin neoyorquinos no tiene sentido. Ahora es abril y nos acostumbramos a las sirenas. Más de una vez, en las breves caminatas que hago con mi perra, me he encontrado con una ambulancia estacionada delante de algún edificio del barrio, a tiempo para ver a los enfermeros entrando vestidos de astronautas para recoger a un vecino. Ante una escena como ésa, es normal preguntarse si el paciente volverá a casa algún día, o morirá solo en un hospital atiborrado. Es normal preguntárselo, igual que es normal llorar de la rabia y la impotencia.
3.
Más se perdió en la guerra. De niño me gustaba mucho esa frase, aunque tardé años en entenderla. Mi madre la usaba para despejar quejas, minimizarlas. Por ejemplo, si pedía dinero para comprar un juguete que todos mis amigos gringos tenían, mi madre, siempre ecuánime, callaba mis reclamos con un simple “más se perdió en la guerra.” Era brutal e inapelable. Fueron años antes de que me atreviera a preguntarle lo que siempre me fastidiaba: ¿cuál guerra? Cualquiera, me dijo. Todas. A pesar de lo que sucedía en Perú, donde nací, la guerra para mí era algo exótico, distante. Crecí en un suburbio tranquilo de una ciudad tranquila en el sur de los Estados Unidos. Todo pasaba al otro lado del mundo. Se veía en la tele y se confundía entre comerciales y comedias y espectáculos deportivos. Como gringo, sabía que nuestras guerras eran constantes, pero se libraban en países lejanos, donde la muerte y la destrucción se repartían entre los infelices a los que se les había ocurrido vivir en la línea del fuego. Nosotros, los estadounidenses, ni siquiera hacíamos cuentas de lo que ellos perdían, ya que no era problema nuestro. Nadie me tuvo que enseñar esto. Como todas las ficciones nacionales, se intuía. Ahora estamos más acostumbrados a perder, por supuesto, y no solo las guerras. Mientras escribo esto, la cifra de muertos en Estados Unidos por el coronavirus ha superado los 50.000, con más del 11.500 en la ciudad de Nueva York. Es una cifra espeluznante, absurda, trágica. Estoy aquí, en esta ciudad, y me cuesta creer que miles de mis vecinos han fallecido innecesariamente por esta peste. Al mismo tiempo, sé que esa cifra sólo va a crecer, y que quizá en algún momento no tan lejano, alguien leerá este texto, se encontrará con ese número, y le va parecer poco. Mi incredulidad le va parecer inocente. El edificio en el que vivimos se ha ido vaciando, y ahora si nos encontramos con alguien en los pasillos, nos evitamos por mutuo acuerdo. Ni siquiera nos sonreímos, como si el virus se contagiara con cualquier pequeña muestra de amabilidad. Es que estamos asustados. Todos. Montamos en el ascensor solos. Cerramos las puertas con llave y esperamos las sirenas, que nunca tardan en llegar. Desde la ventana, vemos pasar las ambulancias por las calles vacías. Ahí van, le digo a mi hijo, que entiende lo suficiente para también tener miedo. No paran, le digo. Nunca paran.
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Imagen de portada: Construcción en Nueva York. Fotografía de Benjamin Rojek, 2012. CC