24 de mayo de 2018
Estoy por irme a vivir al extranjero un tiempo y me pondría bastante contento de no ser por los pendientes. Este artículo es uno de ellos. Otros, desde luego, son mucho peores. Les cuento: terminé de escribir dos novelas en los últimos meses. También cuatro capítulos para libros varios, que van de la crónica a la historia informal. Y un guion. Dos, en realidad: uno de ficción y otro para un documental. Aventuro un recuento: desde la última FIL a la fecha (de diciembre para acá, pues), he escrito mil cuartillas. Mil. Ah, y tuve una fractura porque un loco estacionó su camioneta sobre los dedos de mi pie derecho. Encima de la banqueta. “Averigua quién es y demándalo”, me dijeron. ¿Para hacerme de más pendientes? Están locos. Los calmantes me tuvieron medio dormido quince días. Pero hubo más pendientes. Siempre más. Tuve que ir a Sagarpa para obtener un permiso de exportación para mis perros (y a Relaciones Exteriores para obtener el permiso de exportarme yo). Y lo mejor es que luego de todo eso que acabo de referir, aún estoy sumergido en pendientes. Sífiso me queda corto.
Cuando creo que ya me libré, me escribe el editor de un texto que entregué (y cobré) hace cuatro meses, porque resulta que se le ocurrieron unos cambios que quedarían chidísimos. O me invitan a que vaya a charlar con los alumnos de la Universidad EquisYgriega, que se leyeron uno de mis libros y quieren hacerme unas preguntas (y voy, claro, y la mayoría de las preguntas las tienen los profesores). O se mueren en filita dos de mis escritores favoritos y acabo metido en entrevistas sobre sus virtudes y en redactar necrológicas. Entretanto, desarrollo un pánico absoluto de abrir mi email y toparme con invitaciones a impartir charlas en una geografía que va de Tijuana a la Tierra del Fuego.
¿Qué más? Varios amigos han terminado, durante este tiempo, sus propias novelas y me las mandan para que las revise y les dé opinión. Lo hago. Algunas son buenísimas. Las leo mientras pienso “en este momento debería estar yo redactando alguno de mis pendientes”. Me escribe la supervisora de un guion que ya entregué y cobré para decirme que qué padre todo pero se les ocurrieron algunos cambios increíbles…
He ido a cinco citas en la escuela de mis hijas para ajustar los detalles de su intercambio. Mientras estoy en ellas llegan correos: “Maestro, queremos que venga a”. Y yo quisiera ir a. Pero no puedo. Hay que dar tres vueltas al consulado de España. Dos al de Alemania. El señor de la camioneta de DHL ya me saluda por mi nombre. Me llegan tres correos en los que administradores de tres diferentes empresas e instituciones informan que mis pagos todavía no salen pero me ruegan que no me olvide de mandarles firmado el papel aquel que remitieron hace dos meses y del que no tienen noticia… ¿Qué papel? Alguno del millón que ha pasado por mis manos.
“Maestro, ¿no nos quiere hacer un texto sobre la lamentable muerte de…?”. No, ya no quiero nada. Un amigo me pide un cuento para una antología. Antes, le digo, se hacían las antologías con cuentos ya escritos, que se seleccionaban. Y ahora se mandan a hacer. Es como tener niños para que jueguen en la selección nacional, le digo, para ver si entiende y acepta un no. No lo acepta, claro. Ya debo dos cuentos a diferentes antologías, me doy cuenta al abrir, con pánico, la lista de pendientes. Llega un correo en que el editor de una novela que entregué hace dos meses me dice que le fascinó el texto, y que soy un grande, pero qué tal si le invento un final más luminoso… Le digo que no, que la vida es negra.
Uno de mis perros necesita una vacuna extra. El señor del DHL nos trae visas y contratos. Ya no sé con qué papeles debo quedarme y cuáles hay que reenviar a alguna oficina. El director de la escuela extranjera donde estudiarán mis hijas hace un mes que no responde un correo de dudas. “Anda muy ocupado”, me explican. Nomás él, en el mundo: pobrecito. Alguien me reenvía un contrato que no firmé donde era, sino al ladito. Me invitan a dar una charla a. Me invitan a dar un taller a. Decido que los correos sin respuesta se apilen y con eso me consuelo una tarde, pero al otro día me da culpa y los contesto: “No he podido ver antes tu asunto, hermano, porque ando a la carrera…”. Eso le digo al que me pide un prólogo que no necesita (ni yo tampoco).
Un amigo quiere unos textos para los cuadros que va a exponer. Otro quiere que lea la novela de un tercero, que me odia, para que me divierta con lo mala que es. Me la manda. Disfruto: es una mierda. Me invitan a colaborar con la revista tal, pero no pagan. Ni siquiera respondo. Me dicen que no ha salido mi cheque. Resulta que los perros necesitan unas jaulas mucho mayores a las que compré para el viaje. Y otra vacuna.
Cuando llega el señor del DHL y me entrega los libros que manda un conocido, que quiere que se los reseñe, me derrumbo en sus brazos, llorando. El señor del DHL me invita a acompañarlo a sus charlas de Neuróticos Anónimos.
Creo que iré. O no: ya no quiero más pendientes.
Imagen de portada: Rómulo Macció, El fumador, 1969.