Montaigne lo conceptualizó como “mentiras oficiosas”; antes Platón ya lo había referido como “nobles mentiras”. En todo caso, algunos atribuyen a Gorgias la frase que, hace más de 2 mil 400 años, enraizó la misma idea: “La ficción es un engaño en el que quien engaña es más honesto que quien no engaña, y quien se deja engañar es más sabio que quien no se deja engañar”. La escritora Agota Kristof se adscribe irrefutablemente al postulado. Su literatura es una gran mentira que cada lector convierte en verdad en la medida en que se deja engañar.
Nacida en Hungría en 1935, al borde de la Segunda Guerra Mundial, Kristof creció sorteando las embestidas del nazismo y atravesó la adolescencia cuestionando los asideros ideológicos de un emergente estado prosoviético. El fracaso de la Revolución Húngara de 1956, que buscaba derrocar al régimen, la expulsó de su país natal. Con veintiún años se refugió en Suiza, acompañada de su hija de cuatro meses y su marido, un profesor de historia involucrado en el fallido intento revolucionario. Durante años trabajó en condiciones precarias en una fábrica de relojes, sin dominar siquiera las nociones básicas de la lengua francesa. Tras un lustro en el exilio abandonó su actividad proletaria, su marido y su lengua. Estudió francés con disciplina y un cuarto de siglo después, con más de cinco décadas de vida, publicó su primera novela en este idioma.
Pocos años antes de morir escribió un relato autobiográfico, La analfabeta (2004), en el que diseminó pistas para entender buena parte de su obra. No es casualidad que eligiera su incapacidad para leer y escribir como título del libro sobre su vida. Esas páginas de memorias parecen sugerir que su identidad —y no solo como escritora— subyace precisamente en el lenguaje. Sobreviviente del alemán y del ruso, lenguas enemigas, prefirió el francés sobre el húngaro “para poner distancia entre mi terror y mi escritura”. El destierro la convirtió en una analfabeta francófona que, al dejar de serlo, escribió algunos de los fragmentos más lúcidos de la literatura europea del siglo XX.
Su biografía también se puede conocer a través de sus ficciones. Los temas que hierven en sus cuentos, novelas y obras teatrales son los que condujeron su propia existencia. Los estragos de los totalitarismos se presentan con crudeza: el exilio tortuoso, la incapacidad de volver, el deseo infecundo de olvidar, la soledad en diálogo constante con la muerte son algunas de las válvulas que bombean las mentiras piadosas de Agota Kristof. El calificativo a su estilo de “mentiras piadosas” es preciso porque sus narraciones parecen implorar piedad a un mundo que avanza sin el menor asomo de reparación a todas las identidades fracturadas por las guerras. Las letras de la escritora húngara son un estruendo de perturbaciones características de ese grupo etario que se ha convenido etiquetar, paradójicamente, como la silent generation. En tiempos bélicos como los presentes, conviene amplificar los ecos que su literatura ha dejado en las tierras arrasadas de Europa del este.
En el documental Continente K, del cineasta Eric Bergkraut, la escritora aseguró que no todo lo que aparece en sus libros fue vivido, pero mucho sí lo sintió: “lo que hice fue describir mis sentimientos”. Sin embargo, las palabras que definen los sentimientos suelen estar cargadas de vaguedad y son propicias a diversas interpretaciones. La solución que Kristof encontró para no caer en la trampa de las emociones al narrar la explica en El gran cuaderno (1986), el primer volumen de su brillante tríptico sobre los hermanos Claus y Lucas. La voz mimetizada de ambos niños sugiere que la redacción debe ser verdadera y para lograrlo
debemos escribir lo que es, lo que vemos, lo que oímos, lo que hacemos… Escribiremos: “comemos muchas nueces” y no: “nos gustan las nueces”, porque la palabra gustar (en tanto que es un sentimiento) no es una palabra segura, carece de precisión y de objetividad. “Nos gustan las nueces” y “nos gusta nuestra madre” no puede querer decir lo mismo.
La prosa de Kristof se desdobla como un ejercicio minimalista, como si cada frase hubiera experimentado un efecto de destilación. No hay un adjetivo de sobra, abandona la tiranía de la metáfora y el uso de los verbos se antoja, incluso, pediátrico. Es posible que la economía lingüística obedezca, como apuntaba antes, a la convicción que tuvo la autora de escribir en la lengua del país que la acogió y la convirtió en una analfabeta. Este recurso de exactitud con las palabras, no obstante, resulta ser un vehículo muy funcional para las atmósferas sórdidas y crueles que constituyen sus libros.
A diferencia de sus obras como dramaturga, su narrativa está completamente traducida al español y recientemente su cuarta y última novela, Ayer (Libros del Asteroide, 2021), ha sido nuevamente publicada con traducción de Ana Herrera.
Sándor Lester, un hombre de mediana edad, vive exiliado en una ciudad europea nebulosa, malgasta sus días entre un trabajo monótono en una fábrica de relojes, visitas románticas a una mujer a la que no ama, encuentros de taberna en los que se entera de la miseria con la que viven sus connacionales también en el exilio y la irremediable tragedia que los va arrojando al abismo del suicidio. En sus tiempos de soledad se dedica a escribir con el pujante cuestionamiento mental de para quién y para qué lo hace. Él mismo explora una respuesta: “al convertirte en un donnadie puedes hacerte escritor”.
Su invariable vida pierde la rutina cuando aparece Line, una madre extranjera que llega a trabajar temporalmente a la fábrica mientras su esposo cumple un periodo obligatorio de labores en esa ciudad. Sándor se obsesiona con la mujer y propicia encuentros afables, que hacen que rápidamente se gane su confianza y se construya un vínculo de intimidad entre ambos. La pretensión de Sándor es confesada al lector: hacer que Line abandone a su marido, se quedé con él y le transfiera las obligaciones paternales en el cuidado de su pequeña hija. Sin que Line lo sepa, Sándor realiza todas las adecuaciones necesarias para que su casa —que solía ser un espacio descuidado que servía de albergue para amigos alcoholizados y migrantes desprotegidos— se convierta en un hogar pintoresco para su idílica familia.
El plan de Lester, sin embargo, se sostiene en una mentira inconfesable: su origen. El narrador y protagonista (cuyo verdadero nombre no es Sándor Lester, sino Tobías Horvath) relata su infancia, donde se esconden las claves para entender su presente, al tiempo que narra la angustiante imposibilidad de compartir la verdad con Line. La causa de su emigración y las razones para persistir en la mentira se presentan como una ilusión en la que Agota Kristof, fiel al más elemental truco de magia, apela a que el lector asuma el relato que Sándor plantea, sabiendo que muy probablemente todo sea una farsa. La ficción despliega varias capas del engaño: la del personaje, la del narrador y la de la escritora. Solo así, hilvanando un relato ficticio pero tan diáfano en su autorreconocimiento como mentiroso, se abre la posibilidad de visualizar verdades.
La literatura, nos enseña Kristof, es un engaño con la promesa de construir un significado. Una mentira que puede, o no, convertirse en realidad.
Ayer fue la última novela que escribió Agota Kristof. Tiempo después declaró que al terminarla tomó conciencia de que no podría escribir mejor en lo sucesivo y decidió abandonar el oficio. Su alter ego masculino, Sándor Lester, cierra la novela con la frase “ya no escribo”.
Libros del Asteroide, Barcelona, 2021. Traducción de Ana Herrera
Alpha Decay, Barcelona, 2015. Traducción de Juli Peradejordi
Imagen de portada: Karl Suschnik, Los marginados, s.f.