Cuatro años atrás, mientras me encontraba en Santiago de Chile visitando a mi hija, becada en ese entonces por la UNAM, conocí a un joven regiomontano llamado Jesús que desde mucho antes de mi llegada había externado interés en conversar conmigo. El motivo: mi hija le había hablado sobre mi participación en el movimiento estudiantil del 68. Como muchos otros jóvenes antes que él, me pidió que le contara sobre esa experiencia y, tal como lo hiciera con sus antecesores, me negué durante varios días hasta que al final por fin accedí a hablar con él. Sin embargo, llegado el momento, me negué a adentrarme a profundidad en la memoria, por lo que sólo le comenté que para todas aquellas personas que no vivieron el movimiento, el hablar de él es como si se tratase de una lección de Historia que, debido a la distancia temporal, puede transformarse en un hecho romántico ignorante de la trascendencia e implicaciones de lo acontecido, mismas que durante casi cincuenta años me habían impedido hablar sobre lo ocurrido en la experiencia que represento un parteaguas entre el México que conocía y el México en el que viví después. Hoy aquí a la distancia, bajo la insistencia de la misma hija que antes hubiera hablado sobre mí con su amigo, es cuando por fin me siento en silencio, con dolor y pesar, a vencer mis miedos a través de la narración de este testimonio sobre las vivencias que tuve durante el movimiento del 68. Espero, asimismo, que éste me sirva de catarsis para comenzar a sanar las emociones surgidas a raíz de los sucesos que viví en ese corto, pero representativo e inolvidable, lapso de tiempo.
Fue durante el año de 1968 que yo me encontraba estudiando, con casi 18 años, el primer año de la carrera de Ingeniería Civil, en la Escuela Superior de Ingeniería y Arquitectura del IPN, que por ese entonces se ubicaba en los edificios 4 y 5 de la Unidad Profesional Adolfo López Mateos, en Zacatenco. Recuerdo que llegué, uno de los tantos días de julio por la mañana, a la escuela para encontrarme con que compañeros de cuarto y quinto año habían procedido a cerrar la puerta de la entrada, negándonos a toda la comunidad el acceso a la ESIA. Por ese entonces, asistir a clases era muy preciado para mí, por lo que vi la situación como una afrenta a mis estudios y a mi sentido de pertenencia. Indignada, no tardé en cuestionar las razones por las que no se nos permitía entrar, mientras a mi alrededor más alumnos iban llegando, algunos haciendo las mismas preguntas. Ante el alboroto y la inconformidad por muchos de los recién llegados, uno de los compañeros de quinto comenzó a narrar la problemática que surgió entre grupos porriles y estudiantiles de una prepa y dos vocacionales. Según la información que se había difundido entre decenas de escuelas, el conflicto escaló con la lamentable intervención del grupo de granaderos que reaccionaron como grupos de choque, desatando el evento, que al día de hoy marca oficialmente el inicio del movimiento estudiantil. Conforme se nos relataban los hechos y se nos informaba de los estudiantes detenidos a raíz de la refriega, comencé a indignarme, no porque hubieran cerrado la escuela, sino porque los policías y autoridades, que en el México de ese entonces yo aún veía en un plano de igualdad como gente del pueblo, honesta, trabajadora, y cuya labor era protegernos, habían atentado con violencia contra estudiantes y maestros. No lo comprendía. No había justificación para mancillar con violencia y autoritarismo nuestras máximas instituciones educativas. Así que al realizarse la votación a fin de determinar qué actitud íbamos a tomar como escuela, voté como cientos de mis compañeros a que nos fuéramos a un paro indefinido, que posteriormente y con rapidez se convirtió en huelga permanente. Durante la huelga fue cuando comenzaron a organizarse brigadas para desarrollar diferentes actividades. A mí, al ser una de las nueve estudiantes que en ese entonces conformábamos la matrícula femenil de la ESIA, me integraron para ayudar en la cafetería haciendo las comidas de los que salían en brigadas a recolectar dinero y repartir propaganda. Por fortuna, poco duré cocinando, ya que pronto se encargaron de la cafetería Olga y Alicia, hermanas de uno de los compañeros de cuarto año, que no sólo preparaban comida para nosotros, sino que también, en un momento dado, cocinaron para todos los estudiantes de Zacatenco que participaron de alguna forma en el movimiento que comenzaba a gestarse. Poco a poco el movimiento comenzó a crecer con cada escuela, universidad y colegio que se unían al paro. Al Poli llegaban de otras escuelas o de provincia a apoyar a los estudiantes uniéndose a las brigadas, a las cuales ya estaba integrada y en las que buscábamos difundir las razones por las que estábamos en paro y las primeras peticiones para levantarlo. El Poli en ese entonces contaba con varios autobuses propios, pintados de los colores de la institución, que pronto fueron consignados por los estudiantes para el uso en el movimiento. Contaba además con una camioneta blanca cerrada de carga que en ese entonces fue asignada a la ESIA, a la que, sin que me acuerde por qué, bautizamos como la Pichirila. Mi compañero de primer año, Lucero, fue el asignado para manejarla y yo, como parte de las brigadas, iba sentada orgullosamente junto a él, sobre el motor. En estos transportes íbamos por toda la ciudad a difundir el movimiento y pedir apoyo. Los boteos en mercados, fabricas, escuelas, cruceros de calles y camiones cobraron gran relevancia porque al difundir el movimiento nos dimos cuenta de que la gente común, amas de casa, obreros, trabajadores y maestros simpatizaban con nosotros y nos protegían. Seguramente porque nosotros, los estudiantes, éramos hijos de esos grupos de la sociedad. Recuerdo en particular dos salidas, una hacia un mercado, no recuerdo si fue el Morelos, en donde los marchantes y compradores nos escuchaban muy atentos al difundir el pliego petitorio y las consignas, cooperaban con los compañeros con dinero o comida. Estaba yo hablando subida en un puesto, cuando de repente alguien gritó que corriéramos, el administrador había llamado a los granaderos. Sin dudarlo y ya con experiencia, corrimos a buscar a Lucero que, con certeza sabíamos, nos esperaba arriba de la Pichirila. La otra salida fue a Topilejo, entre el Ajusco y Xochimilco. Habían pedido el apoyo de estudiantes por un conflicto que había surgido en ese pueblo originario, así que sin dudarlo acudimos. Nos sentíamos importantes, casi invencibles, gente de lugares tan remotos dentro del DF solicitaba nuestro apoyo, confiaba en nosotros; lo que indudablemente me hacía identificarme con sus necesidades. Fueron muchas las aventuras y lugares que visitamos con la Pichirila, hasta que finalmente, durante la toma militar de Zacatenco, nos fue confiscada. Comencé a botear a pie junto a otro compañero, el güero Ledesma, estudiante de años más avanzados. Con él recuerdo particularmente una ocasión en la que, en compañía de Cristi (hermana de una de las compañeras), fuimos a botear al cruce de Serapio Rendón y Río Consulado. Poco después de nuestra llegada pude observar cómo un señor joven nos observaba sin moverse ni actuar mientras nosotros pedíamos dinero a los automovilistas. Cansada, decidí acercarme a él para pedirle su cooperación. Con tranquilidad me dijo que ya lo estaba haciendo y así sin aspavientos se levantó un lado de la solapa y me mostró su pistola, portaba además su credencial de agente. A pesar de que con tranquilidad nos conminó a irnos, en mi inconsciencia juvenil lo ignoré y boteé un rato más. Sé que este hombre a pesar de ser un agente no quiso detenernos, quizás porque tenía algún hijo estudiante, porque no estaba de acuerdo con lo que le mandaban a hacer o simplemente porque simpatizaba con el movimiento. Recuerdo hoy que, no sé si por valentía o temeridad, nos quedamos a pesar de la amenaza velada, pero sé que la gran dosis de sensación de invencibilidad y de actuar conforme a nuestros ideales fue el motor que, como en esa ocasión y en muchas otras, nos hizo acudir enfrentándonos al peligro en pos de un movimiento que, conforme avanzaba el tiempo, era más y más reprimido. Lo mismo acudíamos a cruces de avenidas importantes como a Secretarías de Estado, a pesar de que compañeros de grados superiores nos habían advertido que no nos acercáramos a sitios gubernamentales porque era donde estaban aprehendiendo a varios estudiantes. Fue en esos lugares en donde los que ahí transitaban o trabajaban cooperaron con el movimiento, dándonos dinero, pero ahora creo que en lo que más nos ayudaron fue en no denunciarnos. Todos los días por la mañana salíamos a difundir las etapas del movimiento y por las tardes nos reuníamos en los auditorios de las diversas escuelas, en donde los alumnos representantes nos daban información de todo lo que acontecía en el día. Comenzaron a volverse angustiantes las juntas, cuando nos decían que habían detenido a compañeros al botear. A las asambleas ya no sólo iban estudiantes, llegaban obreros, maestros, trabajadores, madres de familia, para enterarse de los avances y denunciar la detención de alguno de sus hijos, llegaron incluso a presentarse infiltrados. Durante esas tardes eran cada vez más frecuentes los rumores acerca de la llegada de los granaderos, a veces se propagaba la versión de que se acercaba el ejército. Todos corríamos hacia la parte de atrás de Zacatenco, en donde todavía existía mucho campo, e inocentemente pensábamos que podíamos estar protegidos. Yo estaba asustada al igual que muchos compañeros, pero nunca pensamos en renunciar a la lucha. Tras muchas de esas reuniones, quien me llevaba a mi casa era Ledesma, que conducía su moto a toda velocidad para llegar a la hora que mis papás me habían dado permiso de llegar, las ocho de la noche. Aunque ellos estaban enterados de todo lo que hacía en mi participación en el movimiento, me habían fijado ese horario de llegada. Ahora como madre, puedo afirmar que todo el tiempo ellos supieron lo peligroso de mis acciones. Comenzaron las marchas, se sumaron a nuestro descontento y exigencias padres de familia, obreros, maestros, catedráticos de nuestras escuelas, intelectuales. Partían de diferentes puntos a diferentes destinos, compuestas de estudiantes ya no sólo de la UNAM e IPN, se unían El Colegio de México, Chapingo, la Ibero, la Salle y la Universidad Autónoma de Puebla. Marchaban cientos de simpatizantes en todo el país. El movimiento crecía y teníamos la firme convicción de que íbamos a ganar, que nuestras demandas iban a ser escuchadas y solucionadas. Que habría justicia. Que habría libertad. Participé en todas las marchas en las que surgieron las consignas “Únete pueblo”, consignas contra el presidente y jefes de la policía, cantábamos una representativa canción, no recuerdo de qué grupo: “Con fe marchar dispuestos a luchar, de pie cantar…”, “El pueblo unido jamás será vencido”; y gritábamos al unísono con mucha pasión, convencidos totalmente de nuestro movimiento, levantando siempre el brazo derecho con el puño cerrado, formando la “V” de la victoria. A la única marcha que no asistí fue a la que partió de CU, encabezada por su rector, hecho para mí muy significativo, ya que les dio validez y respaldo a sus estudiantes universitarios. Qué no hubiera dado porque, aunque sea en una ocasión, alguna de nuestras autoridades nos hubiera acompañado, que algún maestro con su experiencia nos hubiera orientado, lo que hubiera dado por sentirme cobijada por mi institución, el IPN. De todas, la marcha más significativa para mí fue la del silencio, dejó una honda huella. Contingentes se unían guardando total silencio. Tomados de los brazos sin hablar ni gritar consignas, caminábamos mientras, como en un desfile, la gente salía a las calles para vernos pasar, guardando también un significativo silencio; los noticieros durante días comentaron lo impresionante e imponente que fue. Pasamos justo a media cuadra de la vecindad donde vivía, en la calle de Cedro, íbamos sobre Nonoalco. Qué orgullosa y presuntuosa me sentía al formar parte de la marcha. Y así, conforme el tiempo pasaba y los Juegos Olímpicos se acercaban, la represión se agudizó. En el Zócalo desalojaron a los estudiantes echándoles los tanques, aumentaron los detenidos, apresaron a mi amigo Lucero y a otros tantos compañeros. A muchos de ellos los soltaron al cabo de unos días. Irrumpieron y tomaron escuelas, con CU como la primera en ser tomada el 18 de septiembre. Más y más detenidos, más muertos. Más indignación. Sentía una gran impotencia al no poder apoyar a los compañeros. Le siguió el Casco de Santo Tomás el 23 de septiembre, en donde los compañeros fueron acorralados en sus diversas escuelas. Yo estaba en Zacatenco, pero mi hermano mayor que en ese entonces no estudiaba, organizó a sus amigos, algunos de ellos, pandilleros de mi vecindad y del rumbo, fueron sobre las patrullas y granaderos. Nunca me sentí más orgullosa de él, tampoco supe qué lo motivó para participar y organizar para repeler la agresión a los estudiantes. Los granaderos ocuparon la vocacional 7, ubicada en Tlatelolco. Por la mañana aparecían los primeros crespones negros en comercios y vecindades de la Santa María, en señal de luto. Los granaderos ya habían intentado entrar a Zacatenco, pero los habían rechazado estudiantes de la ESIQIE que fabricaban bombas molotov, en esa ocasión mis compañeros me sacaron de la ESIA y me mandaron a la av. Montevideo donde había una tienda Sears, desde ahí presencié la refriega. Al terminar regresé a la ESIA, en donde contabilizaban las bajas. Pocos días después, me dirigí a la ESIA y no pude entrar, estaba rodeado Zacatenco por camiones del ejército. No sé si hubo detenidos. Fue poco el tiempo que permanecieron los soldados, así que regresamos nuevamente a los auditorios, ahora más llenos con estudiantes de las diversas universidades; sobre todo de la UNAM, dispuestos a todo, midiendo ya las posibles consecuencias, aunque todavía sin ver los alcances de la represión contra el movimiento.
El 2 de octubre me encaminé a la ESIA, los compañeros que dirigían el movimiento se organizaban, movilizándose para asistir al mitin programado en la Plaza de las Tres Culturas. No sabían cómo iban a llegar, al hablar con ellos, me dijeron que yo no podía ir, que regresara a mi casa, me insistieron mucho en eso. A la distancia, no sé si sabían o intuían lo que iba a pasar. Permanecí en la escuela haciendo nada, y comenzando la tarde empecé a caminar por el frente de los edificios a la salida de la unidad pensando en cómo llegar al mitin. En el camino me encontré a unos muy jóvenes estudiantes de la UNAM quienes preguntaron con quién podían unirse para ir a Tlatelolco, les dije que ya todos se habían ido, así que decidimos ir juntos. Tomamos un camión que nos dejó cerca de la Plaza y caminamos hacia ella; vimos que estaba rodeada de camiones militares y tanques, había muchos soldados. Pasamos sin que nos detuvieran, llevaba una urna y propaganda. Me quedé cerca de la vocacional 7 y a los muchachos ya no volví a verlos. Me acerqué a los granaderos y les pedí su cooperación para el movimiento, diciéndoles que ellos también formaban parte del pueblo y que sus hijos eran estudiantes también, algunos de ellos cooperaron. Caminé para estar de frente al edificio Chihuahua en donde vi acercarse a un reportero muy joven con una cámara, empezó a preguntarme del movimiento, recuerdo haberle dicho que publicara la verdad, que si al otro día me encontraban muerta, no dijeran que era una terrorista como comenzaba a llamarnos el gobierno, que era una estudiante luchando por un cambio. Nunca imaginé lo que iba a pasar; no sé si el reportero pudo salir. Estaban por hablar los oradores frente la explanada llena, yo estaba hasta atrás cuando llegó junto a mí Lucero, mi combatiente compañero, nos sentamos en el piso y comenzamos a escuchar a los oradores. No sé cuánto tiempo pasó cuando escuché como truenos, Lucero me dijo que eran disparos; volteé a la tribuna y vi doblándose a los oradores; miré hacia atrás y vi un batallón de soldados dirigiéndose hacia nosotros en posición de avance, disparando al frente como en una película de guerra con nosotros como los enemigos. No observé las luces de los helicópteros, como mucho se ha mencionado. No comprendía que sucedía. Lucero me levantó dirigiéndonos a la izquierda de la vocacional 7; se me cayó la urna y me agaché a recogerla, él me jalaba desesperado; vi cómo estaban cada vez más cerca los soldados, a la gente corriendo a refugiarse a la iglesia cuyo sacerdote jamás les abrió las puertas, a pesar de los gritos de desesperación que yo alcanzaba a escuchar. Creo que en esos momentos comprendieron que no podían escapar; formaron un muro con sus cuerpos y junto con los oradores, fueron a los primeros que les dispararon. Es algo que hasta ahora no había podido visualizar en su conjunto, ya que no podía aceptar esa infamia, es totalmente doloroso e incompresible para mí hacer consciente esos momentos. Es darme cuenta de que esas personas sabían que iban a morir, ya que no tenían donde refugiarse. Seguía negada a la realidad, no quería ni quise darme cuenta durante cincuenta largos años de lo que pasó, del sacrificio de tantos niños, jóvenes, adultos y ancianos, cómo podía aceptar que seguía viva. Caminamos hacia la salida de Manuel González y detrás de unos setos salió una fila de soldados que nos apuntaron con la bayoneta, muy cerca de nuestros cuerpos, en esos momentos no pensé nada ni me dio miedo, llegó su comandante y les dio la orden de que nos dejaran pasar. Me doy cuenta ahora de que hubo soldados que no acataron la orden de asesinarnos y nos dieron la oportunidad de salir. Seguimos tratando de llegar a la salida y escuché a dos mujeres de uno de los edificios cercanos al Chihuahua que gritaban que subiéramos; pensé inocentemente que era una amiga que conocía y vivía ahí. Cuando llegamos había unos niños, alumnos de una prevocacional que lloraban muy asustados; al poco tiempo tocaron a la puerta y entró una pareja, la mujer gritaba llorando que los soldados les habían arrebatado a sus dos pequeños hijos cuando tomaban fotos de lo que sucedía, se encontraban en la parte de abajo del edificio Chihuahua. Comenzamos a aventar todo lo que podíamos a los soldados que aparecían por todos lados; buscaban hasta en los recipientes de basura que estaban enterrados en el piso, y de repente escuchamos el bazucazo, pensé que nos habían disparado, se hizo un silencio y no escuchábamos más que gritos. Se hizo tarde y ya había pasado la hora en que tenía que llegar a mi casa, decidí salir, diciéndoles que mi mamá iba a estar muy preocupada porque no había llegado. Dejamos urnas, propaganda y credenciales, y Lucero y yo volvimos a salir dirigiéndonos hacia Manuel González, no se oían disparos ni veíamos soldados. Llegamos a una de las salidas donde encontramos infinidad de hombres detenidos, parados contra la pared. Había muchos niños, jóvenes y adultos, incluso señores ya mayores; lloraban suplicando que los dejaran salir. Nos detuvieron, yo era la única mujer; nos revisaron y le encontraron su credencial de estudiante a Lucero. Llegó su comandante y le informaron, abracé a Lucero y le dije que era mi novio que me había ido a visitar, que no éramos de los estudiantes; nos observó y nos dejó salir. ¿Por qué lo hizo?, todavía no lo sé, todo estaba oscuro y no se veía gente. Caminamos hacia Reforma y nos encontramos a Andrea, mi amiga y compañera geóloga, había perdido un zapato, pero pudo salir. No sabíamos que había pasado con los demás. Llegamos a la vecindad, mis vecinos a los que nunca había tratado estaban en la calle. Cuando nos vieron aplaudieron muy emocionados, me informaron que los tanques del ejército habían salido del Casco desde temprano, dirigiéndose a Tlatelolco por Nonoalco, así que desde la casa los vieron. Los disparos se escucharon hasta la vecindad. Mis papás y hermanos estaban totalmente angustiados. Llegué a la casa y mi mamá se puso a llorar. Me dijo que mi papá y mi hermano mayor fueron a buscarme a Tlatelolco mientras ella iba a la Cruz Verde que estaba a un costado del Casco de Santo Tomas; me narró que vio cómo llegaban ambulancias y camiones llenos de heridos y muertos, rezando porque no me encontrara entre ellos esperó mucho tiempo, junto con muchos padres más; hasta que llegaron los soldados a la institución y empezaron a sacar a los heridos, no sabían adonde se los iban a llevar. Muy tarde llego mi papá y cuando me vio quiso pegarme en su desesperación; casi llorando, nos platicó que cuando llegó a la Plaza lo que vio fue mucha sangre, que parecían ríos de ella. Vio cómo llegaban camiones de la basura y empezaban a subir a los muertos. A los heridos los remataban con las bayonetas. En algún momento se acercó alguien a él y le dijo que fuera a identificar un cuerpo de una señorita parecida a mí, se encontraba al lado del cine Tlatelolco ubicado en Manuel González, por donde habíamos salido. Cuando fue a identificarme se dieron cuenta de que no era yo; la muchachita asesinada era la hija del periodista Barrios Gómez. Había ido al cine y cuando salió la mataron. Fueron muchas las cosas horribles que vieron mis padres y mi hermano; al otro día mi mamá no me dejaba ir a Zacatenco, me dijo que me iba a amarrar a la pata de la cama. Hablé con ella, le dije que tenía que darse cuenta que aun quedándome en casa en cualquier momento podían matarme. Llorando me dejó ir. Llegué a Zacatenco y los compañeros ahí reunidos nos informaron que se había terminado el movimiento, dieron datos de algunos de los compañeros heridos, muertos y desaparecidos; me embargó una gran y amarga tristeza y lloré mucho. Me comisionaron para ir a la cárcel de Lecumberri a llevarles apoyo económico a los compañeros presos desde antes de esta masacre. Fui sólo en dos ocasiones; para entrar, las mujeres policías me manosearon. Los estudiantes presos me platicaron cómo los sacaban al patio a jugar con los presos comunes, quienes llevaban garrotes y los golpeaban, estaban hacinados en grupos de más de veinte personas, en pequeñas celdas con forma de una pieza de pizza, me platicaron cómo a los dirigentes Cabeza de Vaca, Sócrates y otros, les hacían simulacros de fusilamiento o les metían la cabeza en tambos llenos de agua hasta que se estaban ahogando. Escuché muchos gritos de los estudiantes presos, ya no pude volver a ir, era mucha la carga que me embargaba. Con la masacre realizada por el gobierno de Díaz Ordaz se dio por terminado el último capítulo del movimiento estudiantil de 1968, sellado con un derramamiento de sangre de niños, jóvenes, amas de casa, obreros, mujeres y hombres, que soñaron con un México de igualdad. A los pocos días se dieron por inaugurados los XIX Juegos Olímpicos a celebrarse en la Ciudad de México, cuyo costo económico seguimos pagando, con un elevado costo moral para muchos de los que sobrevivimos a tantas masacres. Ya cada vez más cerca de los setenta años de vida, mientras enfrento los dolorosos recuerdos, me pregunto si valió la pena tanta angustia, tanta pérdida, tanta violencia. Conforme cada aniversario pasa, hay años en que me pregunto si realmente cambiamos algo. Pero lo que hoy creo una verdad indudable es que, para todos aquellos que estuvimos en el movimiento, todo cambió y con ello accedimos a la oportunidad de influir en nuestros hijos, en nuestros alumnos y en nuestros jóvenes. Me doy cuenta de que, aunque el movimiento no cambió de tajo el sistema contra el que luchamos, la experiencia ha servido de referencia para las convicciones e ideales de cientos de jóvenes modernos con ansias de cambios. Más allá de conmemorar el movimiento con éste y otros testimonios, sirvan éstos para hacer comprender a los jóvenes que los cambios comienzan con ellos. Nosotros, los otrora jóvenes del 68, necesitamos de cincuenta años y decenas de movimientos más para cosechar las semillas de libertad, justicia y respeto que sembramos. A todos los fallecidos y desaparecidos en las diferentes etapas del movimiento y cuyos nombres (de algunos) se han ido diluyendo con el tiempo, quiero decirles que el camino no ha sido fácil pero su muerte no fue en vano. Seguimos en pie y cada vez más esperanzados por lograr un cambio en nuestro amado México. Este escrito lo hago para honrar la memoria de todos ustedes: querido Ledesma, su combatiente hermana Olivia (de quien se hizo un corrido), el Díaz, Rojas, y tantos hombres y mujeres que dieron su vida en aras de ganar una lucha que al día de hoy aún vive. Los recuerda, la Escuincla.
Este texto fue acreedor a la mención honorífica en el género “Testimonio” del concurso Tinta de la Memoria, lanzado con motivo de la conmemoración de los 50 años del movimiento estudiantil de 1968 por la Cátedra Extraordinaria de Fomento a la Lectura “José Emilio Pacheco”, en vinculación con la Dirección de Literatura, la Dirección de Teatro, Radio UNAM, TV UNAM y la Revista de la Universidad de México.
Imagen de portada: Un grupo de mujeres que marchan por el Paseo de la Reforma, 13 de septiembre de 1968. Crédito: Archivo Histórico UNAM