Pascal Quignard utiliza la que quizá sea la primera representación de una figura humana —un fresco en la cueva de Lascaux en el sur de Francia— para desarrollar su teoría de “la imagen que falta”, la cual nos invita a pensar en las ideas ocultas dentro de las imágenes que captamos. En el fresco prehistórico, un hombre cae mientras un búfalo herido tuerce la cabeza. No sabemos cuál de los dos está por morir (acaso los dos), no conocemos el desenlace ni tampoco los detalles que condujeron a esa escena en movimiento. Por ello, nos señala Quignard, la verdadera magia de este fresco es que ya anuncia aquello de lo que tratará el arte: el establecimiento de un velo sobre una zona prohibida para las formas concretas, desde el cual obtenemos las claves de un conocimiento que sólo termina por completarse en la mente de un lector o espectador. Por su parte, Román Gubern, en Metamorfosis de la lectura, nos muestra que en la Antigüedad el verbo grafein se usaba tanto para denotar los trazos de un lienzo como los caracteres de la escritura. El divorcio entre palabra e imagen es algo relativamente reciente. Si tomamos en cuenta formas antiguas como los quipu —estructuras mnemotécnicas de antiguas culturas andinas que consistían en trozos de lazo con nudos de estambre— podemos incluso decir que la escritura y los objetos (las tablas sumerias son otro ejemplo) también tienen amplias zonas de confluencia. Mario Bellatin ha dicho que toda su obra (incluidas sus fotos, sus óperas y sus performances) son parte de su ejercicio como escritor; Abraham Cruzvillegas, por su parte, ha expresado lo propio a la inversa: considera que incluso sus textos son esculturas; el artista mexicano Damián Ortega ha descrito los libros de su sello Alias como “esculturas portátiles”, y el artista norteamericano Lawrence Weiner ha hecho una obra entera de cuadros y esculturas trazados y esculpidos con palabras; así podríamos abonar muchos ejemplos más de esta confluencia que encuentra en el grafiti una de sus formas más evidentes. En La fe del grafiti, Norman Mailer hace un recorrido por los lienzos urbanos neoyorquinos de los años setenta y ochenta. Dice que la “entropía de las formas figurativas” desde los frescos de Giotto hasta Jackson Pollock tiene uno de sus devenires naturales en el grafiti. Como todas las manifestaciones artísticas, el callejero ha mudado de piel con el tiempo: de ser un arte de protesta netamente clandestino, ha alcanzado la cima del arte contemporáneo con Banksy y ha sido utilizado por políticos para intentar “conectar” con públicos jóvenes de escasos recursos durante sus campañas políticas. También ha hecho escuela y ha dado salida al talento de chicos y chicas de barrios, que encuentran en el aerógrafo y el aerosol una forma de expresión que da cauce a sus impulsos plásticos en un formato antagonista al usual elitismo del arte. Uno de los centros de aerografía y grafiti más pródigos de la Ciudad de México se encuentra en el Deportivo Chavos Banda, ubicado en el corazón de Iztapalapa, cerca de la colonia Desarrollo Urbano Quetzalcóatl, una de las más inseguras de la delegación más peligrosa de la Ciudad de México. En los años setenta, un grupo de expandilleros se apropió de un terreno baldío usado como campo de batalla y con el tiempo desarrolló uno de los centros culturales y comunitarios más impresionantes de la ciudad. “Cuando yo empecé a ir al Deportivo sólo había una cancha de futbol de tierra y unas estructuras de lámina donde se impartían clases de aerografía y grafiti”, cuenta Tarya, una de las grafiteras más conocidas de la ciudad. Su trabajo la ha llevado a visitar varios estados de la república e incluso algunos países en el extranjero. “Al principio era una actividad de hombres, por el peligro de que te agarre la policía y las broncas que se podían armar en las noches, pero con el tiempo muchas chicas hemos ido abriéndonos paso”. Prueba de ello es el colectivo Girls Skuad que reúne a cinco grafiteras de distintas partes del país. En sus orígenes, una de las máximas ambiciones del grafiti era imprimir el alias de cada persona en lugares inaccesibles o de tráfico frecuente en las urbes. “Podía sentarme en varias esquinas de Nueva York y ver mi nombre pasar todo el día”, asevera Japan, uno de los grafiteros entrevistados por Mailer en el libro mencionado. El afán por recubrir la epidermis citadina con un sello personal era, según otro de los pioneros del Bronx, Cay 161, lo que constituía “la fe del grafiti”. Los trenes, símbolo de modernidad excluyente, eran uno de los blancos favoritos. Las incursiones nocturnas tapizaban la ciudad (en la era dorada de los ochenta las autoridades invertían millones de dólares erradicando lo que consideraban vandalismo y hoy recibe el apelativo de street art), que amanecía con la marca de estas sombras nocturnas sobre el tren que usaban los ejecutivos para ir a su trabajo, recordándoles que detrás del vertiginoso denuedo del mundo del capital existían seres al margen cohabitando con ellos.
Hay una tendencia conocida como el under que consiste en hacer trazos en fábricas abandonadas y sitios remotos y desiertos. “Recuerdo que al principio me llamaron mucho la atención los murales que había por mi colonia, que eran más vírgenes y cuadros aztecas, luego empezaron muy fuerte las letras y ahora está de moda el under”, explica Tarya. Uno de los sitios icónicos del under es un lugar conocido como “El fin del mundo”: una bodega abandonada en el culmen del Canal de Chalco, tapizada con insignias de grafiteros de toda la ciudad. El vínculo del grafiti con la música es originario. Hoy hay festivales de arte alternativo como el de los Cuatro Elementos, que reúne grupos de aerografía, hip hop, break dance y rap una vez al año. Tarya llegó al grafiti a través de la música: su primer contacto con Chavos Banda fue uno de los célebres festivales que organiza el centro cultural en sus instalaciones. “En la tocada me topé con una cartulina que anunciaba los cursos de aerosol y a mí siempre me había atraído el diseño y la serigrafía, así que decidí probar.” Al principio sus padres, comerciantes en el tianguis de Las Torres ubicado sobre la Avenida Tláhuac que hoy lleva sobre el asfalto de sus calles la defenestrada línea 12 del Metro, se escandalizaban por “los actos vandálicos” que según ellos hacía Tarya. “Ahora hasta me presumen con sus amigos y muchas personas en la colonia me piden murales.” A pesar de la cierta domesticación por la que ha atravesado el arte callejero, aún no está exento de peligros. Una noche, mientras Tarya y tres amigos suyos grafiteaban un muro cercano a un Walmart un comerciante llamó a una patrulla para denunciar que estaban robando un comercio. Dos de sus amigos terminaron en el Reclusorio Sur y “aunque la persona que denunció nunca ratificó la demanda, tardaron en soltarlos”. Estuvieron “en proceso” tres meses, una historia que retrata fielmente la ineptitud y el clasismo propio del sistema judicial mexicano. A pesar de este breve atropello, Tarya reconoce que ha tenido mucha suerte; fuera de un par de “coscorrones y corretizas” ha salido ilesa. Tres veces ha visitado los separos, pero “no he tenido las malas experiencias de otras compañeras que han sufrido abusos por parte de la policía”. En el centro del grafiti está el nombre. Tarya, como los chicos de origen puertorriqueño entrevistados por Norman Mailer, encuentra uno de sus mayores alicientes en poder grabar su nombre-clave en la mayor cantidad de sitios posibles. “La verdad es que, aunque disfruto mucho pintar murales nada se le parece a la pinta ilegal”, confiesa. Algunos de los murales que tiene esparcidos por las colonias alrededor de su casa se encuentran en sitios remotos, desde un canal de aguas negras abandonado, calles estrechas con comercios desvencijados, fábricas vacías y hasta algunos muros que dan a la principal avenida de la zona. ¿Qué hay detrás del orgullo de registrar tu nombre en sitios públicos? Es una de las preguntas más frecuentes en los múltiples estudios y aproximaciones que han hecho escritores y periodistas en distintas partes al universo del arte callejero. El mundo digital, obsesionado con el despliegue mimético de imágenes que impostan vidas y establecen representaciones de un narcisismo poroso, encuentra su contraparte en el mundo clandestino del grafiti. A diferencia de Instagram, las pintas no recrean estampas superfluas que simulan vidas de aparador, sino que exponen existencias nacidas para habitar los márgenes en donde hay un riesgo corporal, un impulso personalísimo trazado a partir de una expresión artística y un afán por salpicar un entorno excluyente de registros disruptivos en las orillas de la muy particular y violenta forma de progreso de nuestro mundo neoliberal.