Recorrer el centro de Núremberg tiene algo engañoso. La parte histórica de la ciudad, que es, por cierto, la segunda mayor de Baviera (aunque sus habitantes prefieran decir que son francones y no bávaros, por esa costumbre tan europea de presumir identidades arraigadísimas aunque a la vez medio fantasmales, y la poca gana generalizada de sentirse parte de cualquier colectivo que abarque más que una ciudad y unos pocos cerros), tiene más renombre que pasado, al menos en el sentido físico del término. Porque el centro de Núremberg fue totalmente destruido al final de la Segunda Guerra Mundial (alguien con un arraigado sentido de las matemáticas tuvo la sangre fría de calcular que noventa por ciento de los edificios de la ciudadela medieval se cayeron a pedazos por los bombardeos de los aliados) y hubo necesidad de volver a levantarla desde los cimientos. Hoy es un área limpísima, claro, porque no ha tenido tiempo de ensuciarse del modo que se enmugran las partes históricas de lugares como Praga o París, en donde se conservan por todos lados fincas que llevan allí desde hace cientos y cientos de años. Hay unas pocas ruinas de la ciudadela medieval (que tenía un valor simbólico tal, por su relación con el Imperio Romano Germánico, que Hitler la llamaba su “tesoro”… y por eso mismo fue despedazada a fondo). Algunos edificios remiten a la arquitectura tradicional del sur de Alemania, otros al funcionalismo de los años setenta. Unos más son engendros contempo, todos hierro y vidrio reflejante. Pero el peso cultural y el empuje de Núremberg son incuestionables. La ciudad es una de las más vitales que he visto en Europa. Hace unos días tuve una lectura en la Biblioteca de la Ciudad, y al día siguiente me fui a pasear. Quise asomarme a la Catedral y lo impidió un nutrido grupo de jóvenes, quienes, debajo de una cortina de lluvia, se manifestaban en contra de la inacción de los gobiernos mundiales contra el cambio climático. Dos o tres de ellos quisieron hacerme una encuesta allí mismo, hasta que les hice notar que responderles equivaldría a ponerme una mojada de antología. Como son alemanes, es decir, personas capaces de comportarse de un modo bastante razonable incluso debajo de un monzón, me dejaron ir sin alegatos. Cruce la calle, compré un paraguas y como no tenía ganas de responder la encuesta de marras, seguí de largo. Ellos se quedaron coreando consignas. La manifestación debe haber reunido unas mil personas. Acto seguido, y como me quedaba claro que de momento no iba a dejar de llover, elegí entre la veintena de tiendas cercanas alguna que permitiera pasar al menos media hora, para ver si entretanto escampaba. No había, debo aclarar, cafés, librerías o museos a la vista, o no fui capaz de encontrarlos. Y la piedra lisa con la que las calles están pavimentadas invitaba a caerse y romperse la cadera y yo no tenía ganas de terminar la jornada como el protagonista de un comercial contra la osteoporosis. Elegí una tienda de objetos variopintos: botellas de agua, postales, banderines, imanes, playeras. La atendía un tipo con pinta de rockero (al entrar sólo vi su camiseta con las letras ilegibles del logotipo de alguna banda de death metal y sus melenas negras tapándole la cara) que, al cobrarme la botella de agua que tomé antes de retirarme, dio los buenos días en cinco idiomas hasta que le atinó al mío. Sólo cuando me entregó el cambio me percaté de que no tenía ojo derecho. La cuenca sí, claro, lisa y cubierta de piel. Pero el ojo no. “Me lo sacaron en una pelea”, dijo el tipo, seguro porque mi cara delató el azoro que sentía. “No te preocupes. Todo bien”. Tomé el vuelto, agradecí y me fui de allí. Así, como él, la ciudad sigue su vida, serena, con todo y cicatrices.
Imagen de portada: OSU Special Collections & Archives : Commons. Catedral de Núremberg y edificios bombardeados en la Alemania de la Posguerra.