Jail, no Yale

Fragmento

Futbol / panóptico / Noviembre de 2022

Christine Montross

Traducción de: Adrián Chávez

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Acudo a una reunión en la Manson Youth Institution (MYI) donde la administradora de altas de la prisión expresa su preocupación por las dificultades que los chicos enfrentan apenas dejan las instalaciones; tiene una comprensión profunda de cómo estos tremendos obstáculos reducen las posibilidades de los chicos para reintegrarse a sus comunidades de forma sana y apegada a la ley. Me cuenta que un tercio de los adolescentes dados de alta de la MYI terminan en la indigencia tras su liberación; luego me relata la historia de un chico a quien había estado preparando para salir.

​ “Había sido un cabrón conmigo”, dice. La desdeñaba a ella y a la idea de planear su liberación. Pero cuando al fin llegó el día de irse, mientras le ayudaba a recoger sus cosas, él le preguntó: “¿Y dónde voy a dormir?”, le respondió que no sabía, que no tenía ni siquiera un lugar que ofrecerle. Era invierno, y ese día había -10 °C. “No tengo ni siquiera un abrigo, señorita”, dijo gravemente. La administradora me mira y dice: “Aunque había sido un cabrón conmigo…“ Hace una pausa. Niega con la cabeza. “Por eso este trabajo es tan difícil”. Se le humedecen los ojos, se levanta de la mesa y sale de prisa de la habitación. Termino en mi cabeza la oración que dejó incompleta: aunque había sido un cabrón con ella, sigue siendo una persona. Sigue siendo un niño.

Giovanni Battista Piranesi, *El puente levadizo*, de la serie *Las cárceles imaginarias*, 1761. Rijksmuseum Giovanni Battista Piranesi, El puente levadizo, de la serie Las cárceles imaginarias, 1761. Rijksmuseum

​ Después de la reunión, camino por los pasillos de la Manson con un guardia y otros cuatro psiquiatras. Mientras avanzo, me doy cuenta de que los únicos rostros blancos que veo pertenecen a personas adultas. Tres de los cuatro psiquiatras. Parte del personal. Yo. En el piso de concreto hay pintada una línea amarilla que divide los pasillos de la prisión en dos mitades. Un lado, por el que voy caminando con mis colegas, está libre de obstáculos. El otro es el lado de los chicos, y a cada tanto lo interrumpe un detector de metales por el que deben pasar para continuar su camino. No tienen permiso de cruzar la línea. Algunos de ellos van solos o en pares hacia los trabajos que desempeñan en la prisión, o hacia sus citas médicas o legales. Otros avanzan en fila desde sus celdas hasta los salones de clase del penal. Estiran el cuello. Uno hace un chiste en voz baja para que lo escuche el de enfrente, se cubre la boca con la mano, sonríe satisfecho, le golpea el hombro en broma. El amigo ríe, viendo al guardia de reojo, listo para congelarse en seco en caso de que este los mire de pronto.

​ Llevan camisetas y pantalones holgados de color marrón, que en otro contexto podría haber confundido con uniformes quirúrgicos. Mientras recorremos los pasillos, advierto a un chico en uniforme de una sola pieza, de color brillante, diferente al del resto.

​ “Es de fianza alta”, nos explica el guardia que nos está guiando. En esta prisión eso significa que la fianza de este chico supera el millón de dólares. El guardia nos explica también que aquí hay un puñado de jóvenes en esa situación.

​ “Lo hacen los tribunales para que los vigilemos especialmente. Les ponen un color distinto para que nos demos cuenta si se salen del grupo o algo así. Es como una forma de avisarnos que representan un riesgo de fuga aún mayor. Pero ya sabe cómo son los adolescentes; lo que realmente significa es que aquí adentro adquieren un estatus de locos”.

​ Vamos a las unidades de vivienda de la prisión, donde nos recibe un guardia particularmente bromista. Una gran sonrisa se dibuja en su rostro cuando nos presentan colectivamente como psiquiatras de la Universidad de Yale.

​ “Esta no es la Universidad de Yale, sino la Universidad de Jail”, suelta.1 “Yo trabajé en un penal de adultos, de máxima”, dice. Cuando los reclusos me pedían algún favor especial, como libros, les decíamos: “¿En dónde crees que estás? Esta no es la Universidad de Yale, ¡sino la Universidad de Jail!”. A nuestro alrededor son todas caras morenas de adolescentes que se asoman por las puertas de sus celdas y prestan atención. “Uff —dice el guardia con una risita—, hace mucho que no pensaba en eso. Disfruten su visita”.

​ Avanzamos, y atravesamos una hilera de celdas con chicos encerrados en ellas. Les calculo entre 14 y 20 años (secundaria, preparatoria, el inicio de la universidad para algunos) y pienso en cuánto crecimiento fundamental transpira esa etapa. Desde aprender de civismo y a escribir ensayos hasta tener primeras citas y gastar el dinero ganado. Es el territorio en el que uno se mata estudiando para los exámenes finales y no se queda en el equipo de la escuela y rompe los toques de queda y aprende a hablar de tú a tú con los profesores. Es el periodo que sirve de puente entre la niñez y la adultez, el que comprende la pubertad y, finalmente, el de la individualización respecto a nuestros cuidadores. Todo el malestar que me produce ver a hombres y mujeres encerrados en celdas se multiplica exponencialmente cuando veo las expresiones serias de estos chicos, porque sé que pasarán meses e incluso años de su vida adolescente aquí, separados de sus familias y de sus comunidades escolares.

​ El guardia que nos acompaña nos lleva a una celda vacía para que podamos verla por dentro. Es diminuta. Tenemos que turnarnos para entrar porque no caben más de dos personas a la vez. Hay una litera, cada sección con un colchón de cinco centímetros de grosor. Hay un baño pequeño, de metal. Una ventanita en la puerta, también metálica. Un mínimo espacio para caminar entre las camas y el baño o la puerta. Y nada más.

​ Nos conducen a la biblioteca, en la que hay un muchacho, con un libro en la mano, preparándose para salir. El guardia nos lo presenta. El muchacho saluda con amabilidad, y nos comparte que lleva aquí cuatro años.

​ “Fue mi primera falta —dice. —Primera y única. No pienso regresar aquí”.

​ Me pregunto por qué primera falta te dan cuatro años. Lo miro, trato con mi mejor esfuerzo de restarle cuatro años a su cara, y pienso que no podía tener más de 12 cuando llegó aquí, aunque sé que los más jóvenes tienen 14, así que debió de tener al menos esa edad. Tal vez 14 cuando entró, y 18 cuando salga. Todos sus años de preparatoria en prisión. Habrá quienes tomen su afirmación (“No pienso regresar aquí”) como prueba de que el sistema funciona. Un flamante ejemplo de que el objetivo disuasorio se cumplió en una oveja antes descarriada. Habrá otros, más cínicos, que dirán: “Eso ya lo veremos”. Y habrá otros más: “En cualquier caso, ¿a qué costo?”.

​ Hay un área educativa, y a lo largo del pasillo está el trabajo de los alumnos pegado a las paredes. Hay hojas en las que se describe lo que es un estereotipo. Hay un ensayo sobre el síndrome de Down. Hay un póster artístico: la fotografía de una máscara africana de madera. Como estamos dando un tour, nos llevan a ver el tipo de programas que se dan aquí.

Cartel por la libertad de los presos en Vietnam del Sur (detalle), International Day of Concern, 1973. National Museum of American HistoryCartel por la libertad de los presos en Vietnam del Sur (detalle), International Day of Concern, 1973. National Museum of American History

​ No diría que no nos están mostrando nada. No quiero decir que no nos están mostrando nada. Pero la visita se ha tratado sobre todo de las cosas buenas que hace la prisión. La biblioteca. La escuela. El póster de la clase de arte. Me alegra que esas cosas existan. No dudo de su legitimidad. Pero se siente un tanto hipócrita que se evite hablar del castigo que se lleva a cabo en este lugar. El castigo inherente a la existencia de este lugar.

​ Asistimos a una reunión con psicólogos, maestros, trabajadores sociales, guardias de prisión. Nos dan la oportunidad de hacer preguntas. “¿Cuál es el castigo más severo al que puede someterse a un chico recluido en estas instalaciones?”, le pregunto a una psicóloga. “Se le puede enviar a aislamiento”, dice, dejando de manifiesto que la práctica del confinamiento solitario existe en las correccionales juveniles igual que en las cárceles para adultos. “¿Cuánto tiempo?”, pregunto. “Hasta un año”, responde.

​ Imaginemos el cerebro en desarrollo de un adolescente de 14, 15 o 16 años. Ponlo un año en aislamiento. No puede tocar a nadie. Nadie puede tocarlo. Quizá grita, quizá se queda en silencio, pero no interactúa con nadie. Recibe la comida por una ranura. Sabemos cómo el aislamiento cambia y perjudica un cerebro adulto, pero ¿qué hay de los efectos que puede tener en el cerebro, aún en desarrollo, de un niño? Un niño, además, que presumiblemente carece de las bases para tomar decisiones, que ha actuado con una impulsividad extraordinaria, que ha provocado, y quizá padecido, traumas terribles.

​ ¿Y después?

​ Sabemos que el cerebro atraviesa periodos críticos de crecimiento durante la adolescencia porque se modifica para formar las estructuras neurológicas que serán permanentes en la vida adulta. Las experiencias y los estímulos de la adolescencia afectan el cableado neuronal y tienen una influencia profunda en el desarrollo del cerebro. Esto significa que la privación sensorial y la carencia de experiencias del aislamiento tienen efectos duraderos en el cerebro del niño, no solo en términos psiquiátricos sino también neuronales. Se ha demostrado que la privación psicológica en la edad temprana altera físicamente la estructu**ra cerebral a nivel celular y molecular. Las consecuencias de estos cambios estructurales se manifiestan en el cerebro como impedimentos psicológicos, conductuales y funcionales. En otras palabras, la experiencia construye el cableado cerebral, cuya configuración se refleja en la forma en la que los niños aprenden, se desarrollan y se comportan.

Tomado de Christine Montross, Waiting for an Echo: The Madness of American Incarceration, Penguin Press, Nueva York, 2020.Copyright © 2020 by Christine Montross Reprinted by per­mission of ICM Partners.

Imagen de portada: Cartel por la libertad de los presos en Vietnam del Sur (detalle), International Day of Concern, 1973. National Museum of American History

  1. “Jail” (pronunciado /yeil/) significa “cárcel” en inglés, y aparece aquí como un juego de palabras por su similitud con “Yale” (pronunciado /yeil/), el nombre de la prestigiosa universidad estadounidense ubicada en New Haven, Connecticut. (N. del T.)