Hay una relación íntima entre dos de las contiendas filosóficas más interesantes del presente: la cuestión del feminismo y la batalla entre pesimistas y optimistas. Cuando digo íntima, hablo en un sentido figurado pero que quizás se toma la metáfora de forma más carnal de lo que debería: no como sinónimo de una relación fuerte o cercana, sino como algo que habla de la intimidad, de la única que conozco, la que es oscura y enroscada, contradictoria e impermanente. Las remeras de mis amigas están impresas con la leyenda “The Future Is Female”: el futuro es femenino. Esa consigna está en prendedores y en carteles también: hay hasta baberos para bebés que la llevan escrita. Poca gente es tan optimista con el futuro de otras masas oprimidas (los pobres, por ejemplo, el proletariado o el precariato global) como lo es con el futuro de las mujeres, y ya hablaremos de esa poca gente. La actitud optimista con respecto al feminismo, en cambio, es eslogan y moneda corriente. Y sin embargo, muchas de las filósofas y filósofos feministas y queer más interesantes del siglo XXI (Sara Ahmed, Lauren Berlant, Lee Edelman y Eve K. Sedgwick, por mencionar sólo algunos ejemplos) han dedicado sus carreras a hacer una crítica despiadada del optimismo. Escribo estas líneas a medida que las pienso, tratando de destejer la maraña afectiva que organizan. La filosofía para mí ha sido siempre una vía para acercarme a mis propios miedos de una forma más auténtica que la que me propone el lenguaje del yo, así que hacia allí estoy yendo, lo prometo. Entiendo las razones para ser optimista con el futuro de las mujeres: hemos avanzado tanto. Pienso en mi abuela o en mi mamá; nuestras vidas fueron radicalmente distintas. Como crecí en una comunidad judía ortodoxa que hace todo lo posible por organizar su vida bajo reglas medievales, soy una moderna crítica pero una moderna convencida: no desconfío tanto como mis colegas de las mieles de la Ilustración. Pienso que mi vida es indiscutiblemente mejor que la que tuvieron ellas; que es indiscutiblemente mejor poder divorciarse, poder vivir sola, poder acostarse con quien una quiere, poder trabajar y ganar el propio sustento, que no poder hacer nada de esto. No tengo ninguna nostalgia por las “parejas de antes” y las “familias de antes” y los “pueblos de antes”: no extraño nada de los viejos lazos sociales que nos cuidaban y nos oprimían en el mismo movimiento. Y sin embargo hay algo de la remera del futuro femenino que me incomoda, que me da ganas de llevar la contraria. Pienso sobre todo en el horizonte de los próximos cincuenta años (un futuro que, si todo sale bien, yo podría perfectamente llegar a vivir). Esta revitalización del feminismo en el que vivimos todavía no cumple una década y yo ya siento justamente cómo la trampa del optimismo puede entorpecer un proceso que recién empieza, aunque muchos ya estén hartos de él.
En su libro Vivir una vida feminista la teórica Sara Ahmed analiza una serie de testimonios de quienes en Estados Unidos se nombran “trabajadoras de la diversidad”; mujeres contratadas por universidades (en el caso particular del estudio que realizó la autora) para ocuparse de que las instituciones resulten lo suficientemente “diversas”, lo que sea que eso signifique. En América Latina esta institucionalización del feminismo es mucho menor; sin embargo, al menos en Argentina, se puede ver. Hay comisiones de género en muchas instancias públicas, editoras de género en algunos medios de comunicación, delegadas o encargadas de igualdad de género: en mi país incluso tenemos un Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad. Por supuesto, hay un nivel en el que todo esto es positivo: el hecho de que las organizaciones tengan que hacerse cargo de los múltiples factores que abarca eso que llamamos “la cuestión de género” (la igualdad de oportunidades, la violencia, el acoso, la salud sexual y reproductiva, y más) habla de todas esas cosas que antes eran toleradas y hoy son intolerables. Sin embargo, como señala Ahmed en conversación con las profesionales de la diversidad, a veces no hay nada más fácil que inventar una comisión para mantener un estado de cosas: aparentar un cambio para que nada cambie. Todas las que alguna vez tuvimos que ser feministas institucionales sabemos cómo funciona: se supone que una es la editora de género del periódico, pero es un título honorario para el que no hay dinero ni tiempo adicional; la comisión de género de la universidad puede reunirse y consta como un logro orgulloso en el sitio web, pero no tiene ninguna influencia real sobre la política universitaria; hay un buzón para denuncias de violencia de género en la oficina, pero se sabe que nadie lo chequea, y así sucesivamente. Si protestamos, somos codiciosas y pesadas, nada nos resulta suficiente. Y más todavía: si protestamos, sabemos que estamos perdiendo capital simbólico, posibilidades de congraciarnos con los jefes que “nos hicieron el favor” de darnos un espacio y una posición. Si protestamos, arriesgamos nuestras propias carreras. A veces protestamos. Muchas veces no lo hacemos. Este “maquillaje feminista” de las instituciones, entonces, no es necesariamente un paso previo a un futuro feminista: puede ser lo que lo aniquile. El optimismo puede aniquilarnos. Digo esto último en varios sentidos: cuando algo se vuelve fachada no solamente puede ser inútil y desmovilizante; también es agotador.Una conocida dramaturga y directora de mi país, con un talento descollante y una amplia trayectoria, me comentó cansada que la habían convocado de un teatro para armar un ciclo: lo único que le pedían era que fuera sobre “temática de género”. Ella le encontró la vuelta, como decimos en Argentina (tampoco tenía mucha opción: en un 2020 pandémico no hay pan duro para la gente del teatro), pero junto con otras colegas que trabajamos en la cultura comentamos lo extenuante que era tener que hacer de cupo femenino una y otra vez cuando una sencillamente quería hablar de otra cosa, como hacen con total libertad los colegas varones. Ese agotamiento nos vuelve complacientes, díscolas y resignadas, todo a la vez: no son pocas las mujeres que prefieren abandonar la conversación feminista para no ser encasilladas en ella o porque sienten que se vuelve un lugar de consensos tibios y aplausos institucionales donde no pueden hacerse propuestas riesgosas ni debates apasionados. Tampoco hay lugares reales: si no se lleva la agenda de género a cuestas ni se reclutan mujeres por el hecho de serlo, es improbable que piensen en una.
La creencia de que marchamos inexorablemente hacia un futuro feminista invisibiliza el hecho de que en esa primera persona del plural somos pocas las que estamos incluidas. La filósofa Lauren Berlant habla a lo largo de su obra de un concepto que llama el optimismo cruel. Hay muchos sentidos en los que puede entenderse, pero entre ellos sin duda está la idea de una promesa incumplida, que es incluso algo más: una promesa casi imposible, una para la que no se están construyendo las condiciones pero que se sigue “vendiendo” como posible. Dicho de otro modo: afirmar que el presente y el futuro son feministas deja en la oscuridad la realidad de que, aunque el feminismo es algo que viene de todas las clases sociales (y no de abajo hacia arriba), todavía falta muchísimo para que sus frutos estén bien repartidos. Suelo ponerlo en estos términos: en el fondo, si en cincuenta años la mayoría de las mujeres del mundo tuviera las mismas posibilidades de elección que tengo yo, me daría por más que satisfecha. Pero siento, justamente, que la fantasía de que eso ya está sucediendo conspira contra la posibilidad de que suceda.
Tengo una piel innegable con la teoría feminista y queer que reivindica los afectos negativos y la pulsión de muerte. Uso la palabra piel no porque piense que se trata de algo innato (probablemente no lo sea: seguro tiene que ver con las experiencias que he atravesado, y quizás sobre todo con la de estudiar la carrera de Filosofía), sino porque es una especie de inclinación emocional que no siempre puedo explicar: me produce escozor el optimismo de las charlas TED y el feminismo corporativo; me estremecen los productos “girl power” incluso o quizás más cuando celebran a las chicas jóvenes, blancas, flacas y privilegiadas como yo. En cambio, siento cómo me corre la sangre por las venas cuando leo en No al futuro de Lee Edelman sobre la posibilidad de pensar por afuera del progreso infinito, de vivir mirando hacia atrás más que hacia adelante; quizás por eso me cuesta tanto esto de pensar el futuro de las mujeres. Pero, además de todo, soy feminista; pienso que tengo un compromiso ético de pensar por fuera de mis pasiones, mis esnobismos y mis hábitos.
No recurro para eso a ningún optimismo bobo postcapitalista, sino a otra autora que sabe que quizás este pesimismo tiene muchas virtudes y sirve para analizar muchas cosas (lo que falta, lo que hay que mirar, lo que hay que saber que no está resuelto) pero que también tiene límites, sobre todo a la hora de pensar políticamente. En uno de esos textos filosóficos que me cambiaron la vida y me hacen llorar cada vez (el capítulo cuatro de su libro Touching Feeling), Eve K. Sedgwick analiza el modo en que cierta forma paranoide de pesimismo se volvió la regla en la teoría crítica en general, y quizás más incluso en la teoría queer. Señalar constantemente todo lo que está roto permite que no nos sorprendamos cuando efectivamente las cosas están rotas: abre, en ese sentido, una fantasía de control. Nos da también la satisfacción de sentir que al descubrir el velo del optimismo, al mostrar que todo sigue estando podrido, estamos haciendo lo más poderoso que podríamos estar haciendo. Sedgwick no niega la importancia de muchos autores con este estilo de análisis, pero propone otra forma de leer como complemento necesario: la posición reparadora. Leer desde ahí abre la posibilidad de sorprendernos: con lo malo y con lo bueno también. Nos deja ver que entre la precariedad hemos creado vínculos afectivos y políticos cuyo valor es incalculable, que en esas rendijas ya existe un mundo mejor y de ahí va a salir también ese futuro de los próximos cincuenta años: del muro podrido pero también de esas grietas luminosas. Pienso que si a veces me aferro a todo eso que todavía falta, a esa verdad innegable de que el feminismo parece tendencia pero no lo es o al menos no en el sentido en que nos gustaría que lo fuera, es porque considero innegable que hay cosas que han cambiado para bien, y no entiendo del todo cómo pero hay un duelo que hacer también ahí.
Mientras termino de escribir este texto, en Argentina esperamos a ver qué pasa con el proyecto de interrupción voluntaria del embarazo, que llega al Congreso como otros años pero en esta ocasión, por vez primera, por iniciativa del Poder Ejecutivo Nacional, que encabeza Alberto Fernández. Creo que tiene muchas chances de salir bien; al mismo tiempo ya estamos alertándonos entre nosotras sobre todo lo que podría salir mal, y sobre lo que va a costar que, una vez que sea ley, efectivamente se cumpla. Y arriba de esas dos emociones hay una más: la sensación de que si el aborto es ley, hay una etapa del activismo que se termina, como finalizarán muchas otras a medida que vayamos logrando que los problemas del presente sean del pasado. Hay una melancolía ahí, al menos para nosotras las melancólicas; y también una intemperie, la sensación de que ir consiguiendo esas cosas por las que luchamos tanto tiempo nos dejará desnudas frente a un espejo, que probablemente entonces nos muestre otros problemas que hoy no estamos llegando a ver. Odio usar metáforas vinculadas al parto (más porque nunca he parido y no sé qué tan buenas son), pero siento que se parece a eso: cuando pienso en los próximos cincuenta años los concibo como el final de un embarazo deseado pero difícil, que es un principio, y que será también probar otro cuerpo. Descubrir cómo se siente un mundo en el que las opresiones viejas ya no nos pesan de la misma manera, y qué es lo que esa libertad nos permite ver con ojos nuevos: lo bueno y lo malo también. Una ya no sabe qué es peor.
Imagen de portada: Maricarmen Zapatero, No. 26, basada en la obra de Arielle Bobb-Willis, 2020