Vaya semanita de terror. El jueves falleció Sergio Pitol y el viernes (tenía que ser viernes 13) Joy Laville. Escritor grandísimo el primero y espléndida pintora la segunda. Mexicano uno (del tipo más cosmopolita, eso sí, erudito y gran viajero) y británica la otra (pero avecindada en nuestro país desde hace tantos años que bien podemos reclamarla como propia). No, por favor: no hay que ser uno de esos cursis que repiten, cada vez que algún artista de primera línea muere, cosas como “nos estamos quedando solos” o “los grandes se van primero”. Mientras no se cumpla la promesa radiante de un futuro en el que nuestras conciencias puedan traspasarse a un sólido y eterno robot (sobre eso escribí hace unas semanas en este mismo blog: https://blog.revistadelauniversidad.mx/2018-02-16/la-lombriz-que-seremos), la muerte será, como siempre, y desde que tenemos conciencia de ella, un asunto irremediable. Pero hay que ser muy bruto para no darse cuenta de que éstos de los que hablamos son decesos centrales, imposibles de pasar por alto. Pitol ha sido uno de los mayores prosistas del castellano en el reciente medio siglo. Y Joy, quien se afanó por mantener un perfil público muy bajo (muchos la recuerdan sólo como compañera y viuda del gran Jorge Ibargüengoitia), es, sin embargo, una extraordinaria artista del color, que haríamos muy bien en descubrir o redescubrir. A menos que tengamos la desgracia de ser redactores de una agencia informativa y nos encontremos obligados, por contrato y perfil de puesto, a sostener un discurso objetivo y normado por el más gélido profesionalismo, nuestras memorias en torno a un creador que muere estarán fatalmente marcadas por los detalles personales. Por eso, ni me irrita ni me escandaliza que los parientes, los amigos y hasta los meros aficionados a las obras de Pitol y Laville estén sacando a airear sus fotos y los recuerdos que conservan sobre ellos. Al contrario: me parece lo más natural en estos casos. Tampoco, me parece, hay que exagerar, convertirse en una viuda gratuita y llorar más que los deudos, en el mejor estilo de las plañideras. O meterse a usurpador de anécdotas e inventarse que el muerto nos dijo en privado algo que ya dejó mejor escrito en alguna a parte (así no nos pueden contradecir y, total ya no está el interesado presente como para desmentirlo). En mi caso, no puedo presumir demasiadas anécdotas, a decir verdad. Con Pitol sólo conversé un par de veces, de manera bastante atropellada porque su estado de salud ya era delicado y le costaba articular frases y recordar palabras. Y en la época anterior a esa preferí no andar de moscón sobre él ni infligirle una charla o, peor aún, encajarle uno de mis libros. ¿Para qué? A Joy Laville sólo me tocó escucharla charlar a lo lejos, una vez. Un día me regalaron una litografía de una obra suya, numerada y firmada, y creo que es el cuadro que más feliz me ha hecho en la vida. Tengo, creo, todas o al menos la inmensa mayoría de las obras de Pitol en mis estantes. Tengo la gozosa memoria de las exposiciones de Joy. Y su cuadro. Y tengo, como debería sucederle a cualquier persona interesada en la cultura en este país, una enorme gratitud para los dos. No necesito más.
Imagen de portada: Joy Laville, Man Leaving in a Boat, 1986.