Denis Villeneuve logra maquilar un producto perfecto: las atmósferas visuales, la producción, Jared Leto, los efectos visuales, Ryan Gosling, el diseño sonoro, Harrison Ford… Blade Runner 2049 es, sin duda, una película impecablemente diseñada, pero tiene el mismo problema que su protagonista y que el actor que lo encarna: no tiene alma. ¿De qué sirve la perfección si no es capaz de generar emociones? Secuencias de imágenes extraordinarias y una banda sonora realmente alucinante (lo mejor de la película) danzan en la pantalla con la frialdad de un robot escandinavo: sin errores y sin sangre en las venas. La película tiene una semántica precisa, pero, aun así, carece de potencia cinematográfica. Además, es aburrida y algunos piensan que eso es sinónimo de arte, de cine de autor. ¿Por qué Ryan Gosling camina tan lento? El actor se refugia en la indiferencia de su rostro, se esconde en una actuación apática e inexpresiva. No es la primera vez que nos receta ese coctel parsimonioso (Drive y Only God Forgives, por ejemplo), como si a través de esa máscara de cuasisolemnidad su rostro artificial se ennobleciera, se hiciera potente en un gesto bressoniano y adquiriera una dimensión artística, y entonces, en esa insípida interpretación, el Adonis de Hollywood se volviera un actor profundo porque se la pasa pujando y apretando los puños. La incapacidad de Gosling de canonizarse es la misma de la que peca Blade Runner 2049. Todos sabemos que el oro recubre la estatuilla del Óscar, pero por dentro sólo hay cobre, estaño y régulo de antimonio. Las ideas de la obra de Philip K. Dick se acumulan como pequeños bloques en la película. Los guionistas (Hampton Fancher y Michael Green) los apilaron con diligencia y precisión a lo largo de eternos ciento sesenta y cuatro minutos: que si la tecnología como única compañera posible, que si la inteligencia artificial más humana que el humano, que si el futuro como algo aterradoramente cercano, que si los recuerdos implantados, que si desaparecieron todos los latinos de Los Ángeles, bla, bla, bla. Ahí deambulan todas ellas, que huelen a Dior, pero no dejan de ser solamente un perfume que abruma y encandila, y no deja percibir con claridad que no hay nada más que eso. No hay un cuerpo con vida que porte la fragancia. No olvidemos que el arte no es un medio para expresar ideas. Las ideas son el combustible para llegar no a la representación sino al acontecimiento cinematográfico. Además, la ciencia ficción es el género fértil por excelencia para sembrar un imaginario lleno de licencias poéticas, de posibilidades y extrañezas. Y esto se desaprovechó. En cambio, en su Blade Runner de 1982, Scott imaginó el futuro conservando en su esencia lo verdaderamente humano: la desesperación, el miedo a la soledad, el deseo de una vida eterna. Tiene algo que la llena de vida, poesía y misterio. En su plástica vive esta emergencia apocalíptica, tiene la factura de lo hecho con las manos y eso la hace vital. La coreografía de los elementos da como resultado un mundo propio en sí mismo que no requiere ninguna explicación. “Lo humano” habita en los detalles. Todo termina por cuajar. Villeneuve no imaginó nada. Diseñó. Reutilizó el imaginario de Scott y le agregó algunos síntomas del presente y ocurrencias interesantes. Esto, más una producción espectacular, figuran “la imagen del futuro”. Las ideas y las imágenes se coagularon por separado y no cicatrizaron en una obra que hablara desde su totalidad. Tanto pensar en un mundo deshumanizado deshumanizó a Villeneuve. Ese acto, casi profético, se volvió una maldición que corrompió la manera en que fue concebida la película. El acto creativo no puede estar deshumanizado, es decir, no puede ser perfeccionado. Es una suerte de errores y azares, como la existencia misma, que no forjan solamente el camino para hacer una película sino que constituyen la propia película. La concepción estética de Blade Runner 2049 responde al tipo de imagen hegemónica que se nos obliga a consumir hoy en día, donde la iluminación es vasalla de la tirana belleza, la cual opera como un capricho en sí misma y nada más. Esta película, en ese sentido, es un síntoma de nuestro tiempo más que un espejo profundo del mismo (como hemos escuchado a varios decir con emoción), y trabaja como un oráculo del cine venidero, víctima de la tecnología, insensibilizado por la industria y atrapado por los fantasmas del futuro que lo vuelven esclavo de la imagen y de la deglución voraz de ideas, ya masticadas, sin que el autor sea capaz de surgir plenamente en su singularidad. No estaríamos hablando de esto si no fuera porque Blade Runner 2049 se presenta a sí misma como una película profunda y artísticamente trascendental. El pasado se muestra decrépito, encarnado por Harrison Ford, que aparece como un sueño envejecido y balbuceante, sin nada que decir, sin pena ni gloria. Tiene como única función despertar el sentimentalismo sintomático de nuestra época. Se manifiesta como una suerte de fantasma vintage al igual que Elvis Presley y Frank Sinatra. Aunque, paradójicamente, se lleva el mejor momento de la película: Deckard echa whisky al suelo para que su perro se lo tome. Por fin aparece la chispa de lo humano que ¡desaparece tan rápido como se bebe un trago de Black Label de Johnnie Walker! La película es un simulacro de sí misma, como el personaje de Joi en la vida del agente K. Te dice lo que quieres oír, te muestra lo que quieres ver, pero está vacía por dentro, más incluso de lo que ella misma cree. Una vez que termina, es olvidable y ya estamos listos para la siguiente secuela de un éxito del pasado, que posiblemente también olvidaremos y estaremos listos para la siguiente secuela de un éxito del pasado, que posiblemente también olvidaremos y estaremos listos para… Tal vez habrá que aplicarnos la prueba Voight-Kampff para ver si somos espectadores humanos o replicantes.
Imagen de portada: Fotograma de Blade Runner 2049, 2017.