Tu pasado me enseñó a buscarte en comunidad en lo profundo de mi ser, me enseñó a hablar de ti, a gritar en tiempos sordos, me enseñó a ver tus esfuerzos sobre la tierra, que son mejores que aquellos de Dios […] Ouajd Karkar
Desde la ciudad de Uchda —en el noreste marroquí—, es posible tomar un autobús hacia el desierto. Estos vehículos —muchos de ellos semejantes a lo que en México llamamos “camiones guajoloteros”— hacen paradas en cada poblado. A ellos se suben personas de todas las edades; hombres vestidos con gruesas djellabas de lana y algunos de ellos con turbantes amarillos típicos de esta región, mujeres con largos ropajes y coloridas pañoletas que cubren su cabello y niños de todos los tamaños. Van a visitar a la familia, regresan de una jornada de trabajo, asisten a algún funeral o llevan mercancías a los diferentes pueblos ubicados a lo largo de la ruta hacia Figuig, a unos 400 kilómetros de distancia de la ciudad.
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En noviembre hace frío. Conforme se avanza, la carretera se hace cada vez más recta, se queda cada vez más vacía. A lo lejos se pueden ver árboles solitarios, como esperando la lluvia en los cauces secos de los ríos, y remolinos de polvo cruzan apresurados el camino. En el horizonte se distinguen algunas montañas y bultos negros aislados que resultan ser las tiendas de lana de algunas familias de nómadas que aún viven del pastoreo. Para ellos la riqueza está en los rebaños, un lugar fijo para vivir no es algo importante. En Figuig se dice que a estos nómadas el gobierno les da tierra para que se asienten y construyan una casa, pero como no es su costumbre ni interés, suelen vender la parcela y emborracharse con el dinero, toman su tienda y su ganado y se adentran nuevamente en el desierto.
Son los otrora temidos Beni Guil, los descendientes de los Banu Hilal, grupos árabes que asolaron África del Norte desde su llegada en el siglo XI y que hostigaron a los franceses a principios del siglo XIX.
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Un hombre de Figuig acomodaba una serie de cáscaras de fruta en una mesa para explicarnos cómo se movían estas poblaciones a lo largo de la frontera argelino-marroquí, mientras nos contaba orgulloso las hazañas de sus ancestros maternos:
Se escondían en un poblado y robaban los campamentos franceses, así se proveían de armas y otras cosas, pero cuando los franceses los perseguían cruzaban la frontera y se escondían en otro poblado; cuando los buscaban ya habían asaltado otro campamento y habían vuelto a cruzar por las montañas escondiéndose nuevamente, nunca los pudieron atrapar.
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Pasando por algunos baches y parando en pequeños restaurantes con sanitarios insalubres, después de unas seis horas, al final del camino está Figuig. Es uno de los numerosos oasis que se alinean bajo la franja mediterránea de África del Norte en contacto con el bioma desértico, ubicados entre el bioclima árido e hiper árido, en una zona limítrofe entre un espacio propicio para el pastoreo —principalmente de ovinos y caprinos—, y el Gran Erg Occidental.1 Al noroeste se encuentra una cadena montañosa que hoy día conforma la frontera con Argelia, al este hay una extensa llanura formada por los aluviones del Oued Zouzfana que divide naturalmente a Marruecos del país vecino, con quien mantiene ásperas relaciones. Hassan Benamara nos explicaba:
En esas montañas que se ven a lo lejos hay una serie de grabados rupestres y si sigues derecho por el desierto hay otros palmerales, pero hoy es imposible ver los grabados y cruzar hasta los huertos que son propiedad de familias de Figuig que se han quedado en Argelia; el otro día los militares dispararon a un pastor que fue a buscar a una oveja que se había cruzado para allá… Para reunirse con sus familiares, la gente debe ir a Rabat a pedir un visado… debe viajar unos cinco mil kilómetros para ver a su familia que está justo en frente, a unos dos kilómetros de distancia.
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Las fronteras actuales que delimitan los países de África del Norte son un producto de la colonización que acabó con el comercio de larga distancia y dividió a los grupos sociales que estaban entrelazados de muchas formas. Las rutas de comercio mantenían unidas a las regiones distantes. En 1845 se firmó el tratado de Lalla Marnia para delimitar la frontera entre Argelia (que era colonia francesa desde 1830) y Marruecos; sin embargo, en dicho documento no se especificaban los límites hacia el sur, solo se definían algunos pueblos y grupos humanos como marroquíes o argelinos. Los oasis de Figuig e Ich (que se ubica aproximadamente a cincuenta kilómetros del otro) fueron declarados marroquíes, lo mismo que algunos grupos de pastores, cuyas actividades productivas repetían ciertos patrones del nomadismo y abarcaban una parte de ambos territorios en diferentes épocas del año. Esta situación generó grandes problemas para los miembros de grupos que terminaron por dividirse en torno a la frontera. 2
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Al arribar a las afueras del oasis se observan amplias calles donde, al ritmo del viento, se aglutina el polvo del Sahara. Las construcciones de concreto y un solitario cajero automático dan cuenta de la “modernidad” responsable del abandono de las construcciones tradicionales de adobe, hoy consideradas Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. En esta región la temperatura mínima media en enero es de 3.8ºC y la media máxima en julio de 41.3ºC,3 por lo que los conjuntos arquitectónicos de tierra resultan indispensables para mantenerse fresco en verano y caliente en invierno. Uno puede notar fácilmente el cambio de temperatura al transitar por las laberínticas callejuelas que conforman el núcleo más antiguo de este oasis, en cuyo interior numerosas familias habitan viviendas concatenadas, unidas por callecitas curvas y a veces techadas. Su forma, según nos explicó Benamara, está espacialmente diseñada para observar a los intrusos, al igual que las minúsculas ventanas ubicadas en los segundos y terceros pisos de las intersecciones, por las que tan solo podían asomarse los fusiles.
“Para lo mismo servían las torres —continuaba Benamara—, eran torres de vigilancia, que hoy están medio derruidas por el paso del tiempo”. Atalayas para vigilar al forastero y al enemigo que a veces era alguien del propio Figuig, del Iɣrem vecino —Figuig tiene siete iɣrem4 distintos—. Es así que la gente de ahí recuerda las guerras que hubo en el pasado por el agua, que en todas partes se necesita para vivir, para dar de beber a vacas, borregos y caballos; para la propia gente, para regar huertos y palmerales. En el pasado la población de este oasis peleó por el control de los pozos artesianos que hoy dan vida a un complejo y extraordinario sistema de canales cuya regulación por turnos contribuyó a que se gestara la organización sociopolítica tradicional basada en una asamblea de jefes conocida como la jjmaɛet, como nos explicó Si Mustafa Aisaoui.5 Figuig también sirvió como un lugar de descanso para las caravanas que cruzaban el Sahara. Se dice que este pequeño centro urbano, que hoy tiene unos diez mil habitantes, fue fundado en el siglo VII por imaziɣen zenetas que deambulaban por los alrededores con sus rebaños, aprovechando el agua con la que se riegan los extensos palmerales.6 Ahora el lugar está amenazado por la desecación de los pozos subterráneos, así como por el Bayoud (enfermedad que seca las palmeras desde la raíz) y por los altos índices de migración que provocan el abandono de los campos de cultivo, así como la fractura de las relaciones solidarias o tawiza, que son la base de la supervivencia.
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No entiendo por qué mi hijo quiere estar en una ciudad [Madrid] llena de autos y gente que lo discrimina, en la que le pagan mal en un trabajo que le ocupa la mayor parte del día, por qué le gusta vivir en un apartamento minúsculo y mal comer, teniendo aquí una casa con habitaciones amplias y un jardín en donde crece de todo…
Esto decía un viejo campesino que encontramos regando su tierra cuando recorríamos los palmerales, divididos por muros de adobe. El hombre no alcanzaba a comprender cuál era la razón por la que su hijo había dejado su tierra, sus tradiciones y su familia para ir a Madrid. Quizás persigue el sueño europeo —le dijimos—, tal vez ocurre lo mismo que con los mexicanos que cruzan a los Estados Unidos llenos de esperanza, dejando atrás, a veces, lo más valioso sin saberlo. Aunque la verdad es que la migración tiene su propia lógica, contraria a la de aquel campesino. Desde su fundación en el siglo VII, Figuig se transformó paulatinamente en un centro de gran importancia para el comercio transahariano, las grandes rutas de los comerciantes que cruzaban el Sahara y pasaban por una serie de puertos ubicados en la franja norte del desierto. En los mercados de esos puertos los bienes traídos desde lejos iban de una caravana a otra antes de ser embarcados a su destino final, es decir, hacia la costa mediterránea y de ahí hacia Europa o al Sudán, o bien al revés, en dirección al Oriente.7 Durante la primera mitad del siglo XIX llegaban a Figuig caravanas que iniciaban su viaje en Tuat o en Sudán. Hacia el norte las rutas comerciales culminaban en Fez, no sin antes pasar por Debdú y Taza. Otra ruta hacia el norte pasaba directamente por Ras-el Aïn en dirección de Uchda, mientras que otras llegaban hasta Tremecén y otros pueblos argelinos. Los numerosos cambios derivados, en primer lugar de la intervención francesa en Argelia y Marruecos y posteriormente de la independencia de estos países, transformaron para siempre la milenaria interacción que existía entre los pueblos que, viajando de un puerto a otro, navegaron por este gran océano sahariano formado por extensas dunas, hammadas (mesetas rocosas), regs (extensiones cubiertas de guijos), montañas y macizos de considerable altura. Así, transformaron la economía de las familias originarias, cuyos jóvenes —como el hijo de aquel campesino— enfrentan un futuro cada vez más incierto, en el que el “cemento” es sinónimo de progreso mal entendido, y las tradiciones locales —que incluyen las construcciones tradicionales en tierra— simbolizan el rezago social y económico para las nuevas generaciones.
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Es como el efecto dominó —nos explicaba un arquitecto de una fundación italiana encargado del estudio y restauración de la arquitectura en tierra, milenaria del oasis—. Si una casa se deteriora y un muro se cae perjudica a todo el oasis porque el muro de una casa es el muro de la siguiente.
Las viviendas de la región constituyen una unidad, es por eso que en una sección del oasis, cuando el gobierno intentó forzar la sedentarización de los nómadas, la jjamaɛet optó por rentar, a un costo muy bajo, o prestar las viviendas a las familias nómadas que vivían en sus tiendas de lana a las afueras del oasis. Se esperaba que estos grupos realizaran el mantenimiento adecuado para las construcciones en tierra que año con año deben ser reparadas después del periodo de lluvias; se esperaba que estos árabes, descendientes de los Banu Hilal, se adaptaran y respetaran el reglamento interno de los imaziɣen sedentarios. El resultado fue catastrófico para la conservación de este patrimonio arquitectónico. Según los relatos de la gente de Figuig:
El nómada no sabe vivir en una casa, no sabe cultivar la tierra, no valora ni ama los palmerales, si entra a un jardín no solo roba los dátiles, sino que destroza las palmeras… si vive en una casa, cuando se le acaba la leña para cocinar empieza a usar las vigas del techo, una vez que la habitación colapsa, se cambia a la siguiente hasta que la casa completa se cae, entonces el nómada toma su tienda de lana, a sus rebaños, a su familia y se adentra de nuevo en el desierto.
Esto ya lo había dicho antes Ibn Khaldún, el gran pensador norafricano del siglo XIV:
Su máxima preocupación es deambular de un sitio a otro, recorriendo el desierto, y arrebatar a los demás sus bienes. Estado contrario a todo progreso […] Si los beduinos tienen menester de las piedras para servir de apoyo a sus ollas, deterioran las construcciones a fin de proporcionárselas; cuando les hace falta madera para hacer las estacas o puntales de las tiendas, destruyen las casas a efecto de obtenerlas […] el modo de vivir les ha hecho hostiles a toda idea de edificación.8
Pero el “efecto dominó” no puede atribuirse totalmente a estos nómadas, cuya cultura les anima a vivir en el desierto, proviene más bien del cambio de valores en las nuevas generaciones, de la migración y, entre otras cosas, de la pérdida de solidaridad grupal, del tawiza. Benamara nos explicaba:
Antes la gente no tenía la costumbre de ayudarse, ¿ven esos montones de piedras en el desierto? —Esos que parecen enormes túmulos funerarios? —preguntamos. —Sí, esos. Dicen los viejos que esas eran las casas de antes, que tenían una columna de madera al centro que sostenía toda la casa hecha de lajas de piedra. Se cuenta que cuando a una familia se le acababa la comida, se juntaban todos adentro y tiraban la columna central, al caer las piedras los aplastaban y morían, pero una vez, había dos niñas que habían hecho una fuerte amistad y una de ellas le dijo a la otra: mañana moriremos porque se nos ha acabado la comida, así que vengo a despedirme de ti, mi querida amiga. Entonces la otra niña le llevó una porción de trigo a escondidas para que pudieran preparar pan y así lo siguió haciendo hasta que, con el pasar de los días, ambas familias descubrieron lo que ocurría y, en lugar de enojarse, se dieron cuenta de la importancia de ayudarse los unos a los otros para sobrevivir.
Así nació el tawiza, que ha sido la base de la supervivencia de todos los pueblos imaziɣen del desierto y las montañas hasta el día de hoy.
Memoria en fragmentos. Relato de tres visitas a Figuig hechas por Azul Ramírez y Ouajd Karkar en 2010, 2013 y 2014.
Imagen de portada: Henry Brokman, El oasis, 1890
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Véase F. T. Azul, U. Ramírez Rodríguez, “La colonización francesa de principios del siglo XX y los conflictos derivados de la fragmentación del sistema tradicional de organización socio-política en el oasis de Figuig, Marruecos”, en C. Barona Castañeda, M. A. Reyes Lugardo e I. I. Sánchez (coords.), Modernidades Africanas: Entre el eurocentrismo, el islamismo y el capitalismo confuciano, Tirant lo Blanch/Tecnológico de Monterrey, México, 2018, pp. 129-169. ↩
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Ibidem, pp. 140-141. ↩
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Véase E. Seva Román, J. Martín Martín y A. Pastor-Lopez, “Construcción de un sistema de información geográfica válido para el estudio integrado del oasis de Figuig”, en M. D. Vargas-Llovera, E. Seva Román y M. Hamdaoui (eds.), Bases ecológicas y culturales del oasis de Figuig (Marruecos), Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo/ Facultad de Letras y Humanidades de la Universidad Mohamed VI, Alicante / Uchda, 2012, pp. 45. ↩
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Término que se refiere a un conjunto arquitectónico originalmente elaborado con materiales locales como tierra, piedras y derivados de palmeras. ↩
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Véase Azul Ramírez, Agua, canales y tradiciones en un oasis marroquí. Disponible aquí ↩
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A. Bencherifa y H. Popp, L’Oasis de Figuig. Persistance et changement, Université Mohammed, Rabat, 1999, pp. 29-30. ↩
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Véase Ramírez Rodríguez, op. cit. ↩
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Véase Ibn Jaldún, Introducción a la Historia Universal (Al-Muqaddimah), FCE, CDMX, 1977 [ca. s. XIV]. ↩