Los dos años de temor e incertidumbre que vivió la humanidad por el intempestivo virus del covid parecían llegar a su fin cuando el 24 de febrero de 2022 comenzó la invasión de Rusia a Ucrania, que ha puesto nuevamente a la humanidad en una sima de alarma y vigilia. Tal vez los dos años de perplejidad y encierro por emergencia sanitaria hicieron parecer inesperada e inconexa la invasión, sin embargo, no es así. Desde la llamada Revolución Naranja de Ucrania en 2004, Rusia ha intentado intervenir en las elecciones y los asuntos internos del país vecino, llegando a anexionarse Crimea en 2014. La anexión no fue un hecho aislado, sino parte de una estrategia que sentó las bases del conflicto actual.
Este tenso ambiente político y belicista en Europa oriental coincide, y en buena medida se explica, con la llegada de Vladimir Putin a la presidencia de Rusia en el año 2000. Desde entonces, su nacionalismo expansionista lo llevó a intervenir en Chechenia, Georgia, Libia y Siria, hasta realizar lo que parece una hazaña: intervenir en las elecciones presidenciales de Estados Unidos de 2016 a favor de Donald Trump, con quien compartía importantes afinidades.
La invasión de Ucrania recibió de inmediato la condena mundial, demostrada por la resolución de la Asamblea General de la ONU del pasado 2 de marzo, en la que 141 países aprobaron el requerimiento para que las tropas rusas se retiraran del territorio ucraniano sin condición alguna. Sin embargo, algo muy distinto ocurría en el interior de Rusia, donde los ya de por sí altos índices de aprobación popular de Putin aumentaron hasta llegar al 83 por ciento, una cifra formidable que en el pasado reciente no ha alcanzado ningún otro gobernante en el mundo. Según las estadísticas, el pueblo ruso parece no solo aprobar la invasión, sino también el desempeño de su presidente, quien en más de una ocasión ha sido calificado como populista.
La caracterización del liderazgo de Putin como populista es muy sugerente en más de un sentido. En primer lugar, porque fue en Rusia donde nació el populismo, a mediados del siglo XIX. Por supuesto, aquel no se concebía como el de la actualidad, ya que surgió en una sociedad eminentemente agrícola y atrasada, dominada por lo que parecía una vigorosa autocracia.
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La derrota de Napoleón a manos de los aliados europeos, entre los que sobresalía el Imperio Ruso, no solo ocurrió en el campo de batalla, sino también en el de la ideología. A principios del siglo XIX, Francia era la intimidante potencia militar que construyó el corso, la tierra de la Ilustración, de las libertades y de la Revolución. De ahí que el zar Alejandro I combatiera a los franceses por cuestiones geopolíticas y también para defender los principios conservadores, sociales, políticos y religiosos en los que descansaba su Imperio.
De este modo, cobijado por la Santa Alianza, el régimen zarista se convirtió en baluarte del conservadurismo y los argumentos contrarrevolucionarios, cerrando así el paso a todo proyecto de transformación social e ideológica. Sin embargo, estos principios, que actuaron como salvaguardas del orden político zarista, implicaron un pesado lastre para el avance productivo. Mientras el siglo XIX fue la época que marcó un despegue espectacular en el desarrollo económico y social de Europa occidental, para Rusia representó esencialmente atraso y estancamiento.
La sociedad rusa era profundamente desigual y las clases medias que entonces tomaban forma en Europa y Estados Unidos no parecían siquiera perfilarse en ella. El régimen zarista se limitaba a promover un tipo de aristocracia cerrada y distante, admiradora de la cultura francesa hasta la impostura, tal y como la describe León Tolstói en La guerra y la paz, cuya contraparte era una inmensa masa de campesinos sumidos en la ignorancia, la pobreza y el abandono de sus pueblos apartados, algo de lo que dio cuenta Dostoyevski en Humillados y ofendidos.
En 1825 el zar tuvo que enfrentar la llamada Rebelión Decembrista, que tuvo fuertes toques de conspiración, ya que una gran cantidad de sus integrantes eran miembros de la misma aristocracia rusa. Esta última ya había tenido contacto con el resto de Europa (sobre todo Francia) y, al contrastar esa realidad con la suya, cobró conciencia del enorme atraso en que se encontraba el país. Sin embargo, la reacción de los decembristas y muchos otros ilustrados de su generación ante el choque cultural no fue necesariamente abrazar la cultura occidental. El resultado fue la creación de dos bloques: el de los admiradores del modelo francés, llamados occidentalistas, y el de los que prefirieron ponderar los valores e instituciones de las raíces eslavas del pueblo ruso, y se hicieron llamar, consecuentemente, eslavófilos.
El modelo occidental que defendían los primeros, entre los que destacó Aleksandr Herzen, estaba influenciado por las ideas modernizadoras de la Ilustración, los principios liberales, la tolerancia religiosa e incluso por afanes republicanos. El modelo eslavófilo, por su parte, se nutría del pujante romanticismo alemán, exaltando la comunidad campesina, la iglesia ortodoxa y los esquemas patriarcales de poder político. En la confrontación entre ambas posturas terminaría por definirse el contenido del populismo ruso.
La principal característica de los populistas era su confianza ilimitada en la comuna campesina, una sólida convicción que se basaba en el arraigo a sus tradiciones y en el potencial de estas para sentar las bases de un orden social justo. Los populistas no solo exageraban las bondades de esa estructura social, sino que la idealizaban en extremo, casi hasta la sacralización. Paradójicamente, todo esto desembocaba en un paternalismo y un patronazgo complacientes, pues consideraban al campesino como un ser bueno, ingenuo y confiado.
De este modo, hay dos aspectos del populismo ruso que es necesario considerar: su vertiente organizativa y su veta ideológica. Como organización, destaca el grupo que se autodenominó Zemlia i volia (Tierra y libertad), fundado en 1874 e integrado en gran medida por jóvenes estudiantes universitarios que se dedicaban a la agitación revolucionaria, basándose en la defensa de la comuna campesina y de su modo de vida. Esto inspiró también una enorme variedad de proyectos e imágenes anarquistas.
Esa mezcla de populismo, anarquismo y urgentes afanes revolucionarios condujo a muchos de estos grupos al terrorismo y al asesinato político, de los cuales el más dramático y memorable es el del zar Alejandro II en 1881. Aunque el auge de las organizaciones populistas se podría localizar entre 1860 y 1890, todavía en los primeros años del siglo XX muchos de sus integrantes se vieron involucrados en numerosos atentados. Semejante radicalismo revolucionario terminaría por alimentar la animadversión de una gran parte de la sociedad rusa hacia ellos, incluida la del propio Lenin, quien descalificó tanto sus métodos como las bases mismas de sus concepciones ideológicas.
En cuanto a su vertiente ideológica, el populismo rechazaba el modelo de desarrollo económico y social ofrecido por la modernidad capitalista, que ya se había asentado plenamente en Europa occidental. Entre los aspectos más criticados por los populistas estaba la división del trabajo, que según uno de sus teóricos más reconocidos, Nikolái Mijailovski, permitía la fragmentación de la personalidad del individuo, arrancándole todo su potencial creativo e incluso anulando cualquier posibilidad de autonomía.
Los populistas y los marxistas coincidieron en más de un punto. De hecho, fueron los populistas los primeros en acoger al marxismo en Rusia, aunque no sin rechazar algunas de sus implicaciones políticas más distintivas. Al llegar los tiempos de la Revolución, los marxistas se desmarcaron completamente del populismo, y si bien el régimen soviético siguió ponderando las potencialidades y bondades del pueblo ruso, la comuna campesina fue destruida en un apresurado intento por alcanzar e instaurar la industrialización del país.
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Tras la caída del Muro de Berlín parecía evidente el triunfo de la ideología y las instituciones características de la democracia occidental sobre los regímenes del antiguo bloque socialista. Muchos de estos países iniciaron una transición acelerada y determinante de su organización social, que en términos políticos implicaba un rumbo hacia la democracia. Algunos tuvieron cierto éxito en este proceso, pero otros, como Rusia, fracasaron.
Como presidente de la nueva Federación Rusa, Boris Yeltsin trató de llevar a cabo tres proyectos de transformación: la creación de una economía de mercado capitalista, una democracia liberal y la inserción del país en el sistema internacional de manera funcional y consensuada. Estos proyectos descansaban sobre un nuevo sustrato ideológico: incorporar a Rusia finalmente a la cultura occidental. Sin embargo, ninguna de las iniciativas de Yeltsin germinó exitosamente, de manera que el nuevo basamento cultural tampoco se consolidó. Los intentos de transformación duraron, como mucho, una década, pues en el año 2000 fue elegido presidente Vladimir Putin, quien no solo los abandonó, sino que emprendió deliberadamente otro camino.
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Antes de llegar a la presidencia, Putin parecía una persona discreta, moderada y profesionalmente eficiente. Pero desde 2003 comenzó a mostrarse como alguien que aspiraba a trastornar las débiles coordenadas del sistema político ruso, atrayendo y centralizando todo el poder posible. Ello quedó demostrado cuando se presentó a la reelección en 2004, y más tarde, en 2008, cuando usó su influencia para que lo sucediera en el cargo su protegido, Dmitri Medvédev. Este último reformó la constitución para permitir que Putin pudiera reelegirse en 2012 y amplió el periodo presidencial a seis años. Putin asumió nuevamente el mando del Kremlin en 2018 con un amplísimo margen respecto a sus oponentes (un 77 por ciento de votos a favor), lo cual levantó sospechas dentro y fuera del país. Apenas dos años después llevó a cabo un referéndum constitucional que le garantizó su postulación a las presidenciales de 2024 y 2030. En sus intervenciones a veces parece rememorar a los populistas del siglo XIX cuando invoca al pueblo ruso y con frecuencia afirma la pureza, nobleza y autenticidad tradicional de este. Sus estrategias discursivas, incluso, le han servido para justificar y legitimar la invasión a Ucrania, pues ambas naciones comparten una misma raíz histórica y, por tanto, son “un mismo pueblo”.
Tal vez el antielitismo y el cortoplacismo no sean los elementos más sobresalientes de la postura de Putin, sin embargo, su antiinstitucionalismo es contundente. Como muchos otros líderes populistas, desplazó y despreció a los partidos políticos tradicionales para crear el propio, Rusia Unida. Claro, hablar de partidos políticos tradicionales en Rusia puede ser engañoso, pues hasta inicios de la década de los noventa su sistema político defendía la existencia de un solo partido de Estado. No obstante, durante las dos décadas que lleva en la jefatura del Kremlin, Putin ha sometido a los otros poderes del gobierno ruso. Incluso ha reorganizado la estructura federal del país con la excusa de su simplificación, pero con el fin ya descubierto de lograr que los delegados federales dependan directamente de él. Además, ha anulado la disidencia política, reduciendo a los partidos rivales a una función prácticamente testimonial y desencadenando una persecución criminal en contra de los opositores a su régimen, entre los que se encuentra Alexei Navalny, quien fue envenenado en 2020 y, aunque sobrevivió, fue condenado a enfrentar una larga pena de reclusión.
También es muy notable el antipluralismo de Putin. Bajo su mandato, la sociedad civil rusa que comenzaba a construirse prácticamente ha desaparecido. Su hostilidad hacia las organizaciones no gubernamentales críticas con su gobierno que reciben recursos del exterior ha llegado al grado de clasificarlas legalmente como “agentes extranjeros”.
En los últimos años, su discurso maniqueo ha ido refinándose, polarizando la sociedad rusa entre los que apoyan o se oponen a su régimen, automáticamente acusados de ser aliados de los enemigos del pueblo. Sin embargo, tal vez uno de los rasgos más característicos de Putin sea su hostigamiento a la escasa prensa independiente rusa. Desde que asumió el poder se ha fortalecido el sistema de medios públicos de comunicación, a la vez que se ejerce una censura clara, pública y continuada sobre las principales redes de comunicación social. Así, plataformas como Google, Facebook, YouTube o Twitter han recibido órdenes directas del Estado para suprimir determinados contenidos cuando las autoridades consideran que atentan o lastiman los principios y valores de la sociedad rusa. Incluso las diferentes agencias de seguridad estatales han montado un sistema de videovigilancia masivo, tal vez solo comparado al de China o Estados Unidos, haciendo realidad la ficción que George Orwell imaginó en 1984.
Otra conexión directa con el populismo del siglo XIX y con varios de los populismos contemporáneos europeos es la exaltación del nacionalismo hasta llegar a considerar como valor supremo la “pureza de sangre”. De este modo, aquella confrontación entre occidentalistas y eslavófilos típica del populismo decimonónico renace con inusitada fuerza en el discurso de Putin, lleno de referencias a las intenciones y acciones malévolas de las potencias occidentales, reviviendo incluso la confrontación directa con Estados Unidos, que parecía comenzar a diluirse en los años noventa, del siglo pasado.
Finalmente, el régimen de Putin no ha resistido la tentación de recurrir a la posverdad, al ocultamiento y distorsión de los acontecimientos sociales y económicos, a la manipulación flagrante y escandalosa de los hechos objetivos. Apoyado en un poderoso sistema público de comunicación masiva, el gobierno ruso selecciona, interpreta o suprime contenidos informativos de acuerdo a su criterio de lo que es provechoso o dañino para la mentalidad del pueblo ruso.
En el siglo XXI, incluso desde finales del siglo XX, al terminar la Guerra Fría, el populismo se ha extendido prácticamente a todas las zonas del planeta, como si la desaparición de los dogmas ideológicos opuestos radicalmente a la democracia liberal animara este tipo de posturas. Podría decirse que es una especie de parásito de la democracia representativa, pues para existir necesita de un huésped que goce de cabal salud. Contando con ello, los populistas aprovechan el desgaste natural de todo sistema democrático y su tolerancia a la existencia de una oposición crítica con sus políticas públicas. Las dificultades, limitaciones o ineficiencias de la democracia también son explotadas por los populistas para atacar indiscriminadamente a los representantes democráticos, culpándolos de alejarse del pueblo y de darle la espalda, ofreciéndose ellos como alternativa para reparar esta falla. Así suelen disfrazarse las aspiraciones antisistémicas que buscan socavar las bases de la pluralidad democrática: de regímenes que de una vez y para siempre garanticen el gobierno del pueblo.
Desde que Putin llegó al poder, Rusia carece de un sistema democrático medianamente sólido y estable. La supuesta democracia que comenzó a presentarse como soberana en el discurso legitimador del régimen desde 2006 no es tal; si acaso, como han dicho algunos críticos, constituye una democracia Potemkin. Eso ha permitido que el gobierno ruso haya transitado de una democracia en ciernes a un régimen autoritario. Más aún, desde las elecciones de 2018, el referéndum de 2020 y la invasión a Ucrania en 2022, lo que se perfila es el gobierno de un solo hombre en un país que por siglos ha hospedado, uno tras otro, a distintos autócratas.
Imagen de portada: ©Evgeny Maloletka, del proyecto Russia Ukraine War, 2022