En la época de las colonias los europeos intentaron cultivar pinos en América del Sur y África. Por su tronco recto y su rápido crecimiento, eran ideales para construir los mástiles de los buques de aquel entonces. Sin embargo, las semillas germinaban y se morían o vegetaban sin llegar a crecer nunca… Vigorosos pioneros en el hemisferio norte, donde colonizan rápidamente páramos o suelos deficientes, en los trópicos los pinos eran víctimas de clorosis, lo cual les impedía nutrirse. Más adelante se descubrió que su desarrollo se normalizaba al importar de Europa tierra o plantas jóvenes ya enraizadas. Sin saberlo, ¡se estaban introduciendo los hongos de suelo, indispensables para alimentar a estos árboles! Acompañados por los hongos, los pinos terminaron por volverse una especie invasora en diversas regiones tropicales.
Esta anécdota revela un hecho poco evidente para nosotros incluso hoy, cuando estos hongos abundan en los suelos y nunca son limitantes: la mayoría de las plantas dependen de los hongos para sobrevivir. A decir verdad, hace más de cuatrocientos millones de años que las plantas no pueden aprovechar el suelo si no es con su ayuda.
Vayamos a la era en que las algas salieron del agua. Como las algas encuentran en el agua todo lo que necesitan, carecen de raíces. En contraparte, vivir en tierra firme supuso adaptarse a un entorno donde el origen de los recursos está dividido: el gas y la luz vienen del aire, mientras que el agua y las sales minerales están en el sustrato, son poco accesibles y a veces escasean. En la superficie de las rocas siempre hubo biopelículas: delgadas capas constituidas por microorganismos fotosintéticos (microalgas unicelulares o filamentosas) o de otro tipo (como bacterias), que se alimentan de los primeros.
Las biopelículas se forman en la interfaz del aire y el sustrato: por un lado, tienen acceso a los minerales y, por el otro, a los gases y la luz. No obstante, el espacio que ocupaban y la biomasa resultante no dejaban de ser limitados. Hace unos quinientos millones de años, los descendientes de las algas se establecieron en el medio terrestre, probablemente provenientes del agua dulce, donde habitan los que hoy son sus parientes más cercanos. ¿Pero cómo iban a aprovechar el suelo para desarrollar un mayor tamaño estando desprovistos de raíces, al igual que las algas? La respuesta estriba, precisamente, en la asociación con los hongos.
Las plantas más antiguas que se han conservado lo suficiente para estudiar sus tejidos se hallaron en Rhynie Chert, poblado escocés donde hace cuatrocientos millones de años la rápida precipitación de aguas hidrotermales cargadas de sílice las petrificó. Al cortar las rocas que las albergan, inalteradas y sin deformación alguna, se aprecian tallos de tejidos perfectamente fosilizados en lo que los paleontólogos llaman “posición de vida”… y carentes de raíces. En los tejidos periféricos de los tallos trepadores y la base de ejes erguidos, se observan filamentos de hongos que atraviesan y penetran ciertas células vivas y se ramifican en una estructura intracelular arborescente denominada arbúsculo. ¡Lo mismo que vemos en las raíces de las plantas actuales! Ya entonces los hongos de suelo vivían en las plantas y como ahora, aportaban agua y sales minerales a los vegetales, lo que permitía un crecimiento muy superior al que favorecían las biopelículas.
Hasta nuestros días, hay hongos que colonizan las raíces de las plantas, desarrollando arbúsculos similares en las células y aprovechando los recursos que contiene el suelo. Más del ochenta por ciento de las especies vegetales se asocian con estos hongos pertenecientes al grupo de los glomeromicetos, el cual reúne especies discretas que se reproducen a través de esporas en el suelo y dependen para su supervivencia de los azúcares y lípidos aportados por las plantas. A su vez, ellos exploran el suelo, del que recolectan agua y sales minerales.
Los arbúsculos son la superficie dentro de las células de las plantas, donde la materia orgánica vegetal se intercambia por recursos minerales. En los grupos de plantas simples cuyo linaje se individualizó en una etapa temprana de la evolución de las especies terrestres (como las hepáticas o los antoceros), la colonización se extendió a todo el organismo, formando láminas clorofílicas rastreras.
En las plantas con raíces, que aparecieron después, el órgano mixto constituido por la raíz y el hongo colonizador, denominado micorriza (del griego myco-, hongo, y -rhiza, raíz), nutre a ambos simbiontes y es herencia de una colonización ancestral. El estudio de los mecanismos que usa la planta para reconocer a los glomeromicetos cuando se establece la interacción ha revelado grandes semejanzas entre grupos. Los hongos “anuncian” su llegada a la planta mediante pequeñas moléculas de quitina (los factores myc) que diseminan a su alrededor en el suelo. Hay receptores vegetales que perciben estos factores cuya activación desencadena reacciones celulares y prepara el desarrollo de la asociación. Así pues, la flora terrestre logró subsistir y cubrir sus necesidades gracias a una simbiosis con los hongos glomeromicetos. Los filamentos microscópicos de estos hongos exploran el suelo a distancia y se abren paso entre los obstáculos, pagando un costo muy reducido en biomasa si se compara con los órganos masivos de las plantas (pensemos, por ejemplo, en una raíz). Pero la alianza no es solo para fines de nutrición, sino también de protección.
Algunos glomeromicetos almacenan sus reservas en las raíces. Se ha observado que las plantas desprovistas experimentalmente de hongos son más sensibles a los parásitos, lo cual se debe no solo a que su nutrición no es tan buena, sino a que el hongo protege activamente a las plantas. Algunos hongos producen toxinas y antibióticos, y todos constituyen un obstáculo al ocupar el espacio y los recursos disponibles en la raíz y alrededor de ella. Sin embargo, su efecto es también indirecto, pues mejoran la reacción de las plantas.
Volvamos a la evolución de la flora terrestre: la simbiosis con los hongos dio paso a la diversificación de plantas similares a las que hoy conocemos, reemplazando a las biopelículas iniciales. En la segunda mitad de la era primaria, los árboles emparentados con los licopodios y los helechos que originaron las capas de carbón en el Carbonífero (entre trescientos y 360 millones de años atrás) se asociaron con este tipo de hongos. Este hecho se había subestimado anteriormente, pues los micólogos no miran a menudo los fósiles… ni los paleontólogos buscan hongos.
La mejor absorción de recursos minerales gracias a los hongos pronto se facilitaría más con la aparición de ejes subterráneos que aumentaron los puntos de interacción e intercambio: se trata de las raíces que surgieron en varios grupos de manera independiente.
Este aprovechamiento más intenso del suelo originó los ecosistemas terrestres modernos, hace cuatrocientos millones de años. Las espesas biomasas vegetales permitieron que salieran del agua animales de gran tamaño que necesitaban mucho alimento, ¡nuestros ancestros, que no se habrían vuelto terrestres de no haber sido por la simbiosis micorrícica! Además, la biomasa acumulada generó una producción simultánea de oxígeno, que alcanzó niveles cercanos a los actuales.
Estas acumulaciones conjuntas desencadenaron los primeros incendios, que son ahora importantes actores de los ecosistemas terrestres. En especial, la mayor alteración de las rocas formó los primeros suelos verdaderos, es decir, la suma de restos orgánicos y minerales retenidos por las raíces y los filamentos de los hongos. Ellos, alimentados por la fotosíntesis de sus simbiontes, modificaron más que nunca el sustrato rocoso, ayudados por las raíces.
Esto tuvo una consecuencia climática, pues bajo el ataque de los hongos las rocas liberaron minerales arrastrados por los escurrimientos. El calcio y el magnesio, que llegaron al océano, se combinaron con carbonatos (derivados del CO2 atmosférico) y formaron una mayor sedimentación calcárea. Este mecanismo, sumado a la fotosíntesis terrestre, disminuyó el efecto invernadero. El enfriamiento culminó con las glaciaciones del Ordovícico (hace 460 millones de años) y del Devónico (hace 360 millones de años), que conllevaron la extinción de numerosas especies.
Fue así como la simbiosis de la micorriza configuró los ecosistemas terrestres modernos. Posteriormente, la flora terrestre se diversificó. Algunos vegetales dejaron de interactuar con los hongos; los musgos, por ejemplo, limitan su desarrollo y crecen pegados a la superficie del suelo. Otras plantas utilizaron sus raíces para explotar por sí solas los suelos, sin recurrir a los hongos. Algunas familias tienen pocas micorrizas, o ninguna, como la quinoa, perteneciente a las quenopodiáceas, o la col, de la familia de las brasicáceas. Estas últimas incluyen a la Arabidopsis thaliana, conocida como berro de Thale, planta muy estudiada por los fisiólogos, cuyo uso como modelo no ayudó a entender el papel de las micorrizas, que durante un largo tiempo ha sido relegado por la ecología de los hongos. Las plantas carentes de micorriza, apenas el diez por ciento, restringen su hábitat básicamente a suelos ricos, donde tienen fácil acceso a los recursos, o medios vírgenes donde no hay hongos. El berro de Thale es un ejemplo de planta pionera en la naturaleza.
Alrededor del ochenta por ciento de las plantas mantuvo su asociación con los hongos, pero entre ciertas coníferas y plantas con flores surgieron nuevos tipos de micorrizas. La más común de ellas es la ectomicorriza, en la que el hongo envuelve la raíz de la planta formando una especie de manga y penetra entre sus células superficiales, pero sin introducirse en ellas.
Las investigaciones ecológicas actuales muestran que la interacción micorrícica trasciende las simples parejas planta-hongo. La identificación de los hongos en las raíces, mediante el estudio de su ADN, ha revelado la complejidad de este fenómeno. Cada planta se asocia a varios hongos, ¡puede haber más de doscientas especies ectomicorrícicas para un solo árbol! Además, al desarrollarse en el suelo, un hongo establece micorrizas en varias plantas, de tal modo que cada hongo tiene también múltiples simbiontes, en ocasiones de especies diferentes, pues son raros los que interactúan con una sola especie vegetal. Así se establecen redes en las que varias plantas se asocian con los mismos hongos.
La prueba concreta de la existencia de estas redes es que ciertas plantas las utilizan como fuente de carbono. Esas especies han modificado la interacción habitual recolectando materia orgánica a través del hongo y agregándola a su proceso fotosintético. Hay incluso plantas que han perdido la clorofila y se mantienen con vida gracias a la red. Se trata de especies que se adaptan así a la penumbra boscosa, donde se dificulta la fotosíntesis, y recogen indirectamente recursos producidos por otras plantas e incorporados a la red en colaboración con los hongos.
Un hecho aún más asombroso es que ciertas plantas reciben señales a través de la red. Cuando una planta que forma parte de una red micorrícica es agredida por patógenos o herbívoros, las plantas vecinas conectadas a la red generan respuestas bioquímicas preventivas contra posibles agresores. Desconocemos todavía la magnitud de este fenómeno (solo se ha estudiado en invernaderos) y el mecanismo de transmisión de las señales. Sin embargo, estas observaciones demuestran que la interacción micorrícica, más allá de los hongos, en ocasiones genera interacciones con las plantas vecinas.
Otro aspecto de esta complejidad es la estabilidad de la asociación entre hongos y plantas, la cual implica un costo para cada uno de los simbiontes: el hongo proporciona recursos minerales y la planta, azúcares, pero cada uno podría utilizar esos recursos para sí. Podría haber una selección de simbiontes que hacen “trampa”, por ejemplo, hongos menos generosos a la hora de proporcionar minerales o plantas que entregan menos carbono. Si dedican más recursos a su propia descendencia, estos organismos “tramposos” podrían reemplazar paulatinamente a los individuos o las especies “altruistas”, que llevan la carga de ayudar a su simbionte. Tan es así que la existencia de redes permite a los participantes nutrirse de otros; por ejemplo, si un hongo no aporta sales minerales a una raíz, ésta podrá obtenerlas de otro hongo más generoso. Se ha observado incluso que ciertos hongos, lejos de ayudar a determinada planta, merman su crecimiento con respecto a esa misma planta sin micorriza. Concluyamos nuestro recorrido evolutivo con los suelos cultivados, que aparecieron con la agricultura: desde hace mucho tiempo, la fertilidad de los suelos se ha mejorado con insumos. En la agricultura occidental hoy se usan compuestos industriales, pero se comenzó con el estiércol. La técnica de fertilización actual tiene dos caras. Desde luego ayuda a la nutrición de las plantas y ha erradicado el hambre en diversas regiones. Sin embargo, produce un fuerte impacto ecológico, pues los fertilizantes aplicados en abundancia, no solo son caros, sino que a veces terminan en las aguas de los ríos o los litorales, lo que favorece la proliferación de algas.
Además, las plantas dejan de tener micorriza: en un medio rico en nutrientes, evitan asociarse con hongos, pues pueden alimentarse por sí mismas y se ahorran el costo de la asociación. No obstante, se pierden los efectos protectores de los hongos micorrícicos que hemos descrito. Al ser más sensibles a los patógenos, las plantas se vuelven más dependientes de los agroquímicos, los cuales se conjugan con la ausencia de micorrizas para inhibir a los hongos. La lógica agrícola moderna es la de una mayor independencia de los hongos y se olvida que, durante cientos de millones de años, los hongos han alimentado y protegido a las plantas.
¿Podemos entonces pensar en una “agricultura micorrícica” que reduzca los insumos, por ejemplo, inoculando cepas eficaces de hongos? Consideremos que el uso de fertilizantes no se eliminaría por completo, pero se reduciría en gran medida si las plantas pudieran aprovechar los suelos deficientes con ayuda de hongos micorrícicos. Como las cosechas extraen nitrógeno, fosfato y potasio, tarde o temprano estos elementos se le tienen que devolver al suelo. Sin embargo, se trata de renovar las reservas en pequeñas dosis, para que no “escapen” del suelo, y de recuperar los efectos protectores de la asociación micorrícica.
En los suelos agrícolas la adopción de sistemas de micorriza enfrentaría dos restricciones. En primer lugar, la riqueza residual de estos suelos limita de entrada el interés y la estabilidad de una inoculación de hongos, pues la planta se alimenta sola. En segundo lugar, las variedades de plantas actuales que se han venido seleccionando desde hace mucho tiempo para suelos a menudo pierden o no contemplan sus capacidades para interactuar con los hongos y evitar a los “tramposos”. Por consiguiente, no tiene sentido pensar en una agricultura micorrícica si no se replantean las variedades utilizadas. Habría que hacer pruebas con parejas de hongos y plantas, observar su estabilidad y eficacia en el campo, formular itinerarios técnicos adaptados… en fin, volver a andar un largo camino, similar al que llevó a la optimización de los fertilizantes y los plaguicidas a lo largo del siglo pasado. No obstante, vale la pena explorar la posibilidad de dar este viraje con más convicción de lo que lo hacemos ahora.
Como hemos visto, la vegetación terrestre es una simbiosis entre plantas y hongos. Recuperar la herencia de millones de años de coevolución para gestionar mejor los entornos naturales significa embarcarse en una difícil empresa. Sin embargo, probablemente ganemos más mejorando la interacción micorrícica, que nunca se ha intentado, y no los plaguicidas y la selección de variedades, que ya han sido objeto de grandes mejoras.
Imagen de portada: Fotografía de Kaja Sariwating, 2020. Unsplash