Tengo más de treinta, no soy de fiar.
A cincuenta años del movimiento estudiantil del 68, ¿qué significa la política? Al imaginar la vida pública, hoy se queda corta la imagen de un hombre en un podio, en el Congreso, ante una audiencia sentada frente a la televisión. Entonces cómo hacer política, no desde la diestra ni desde de la zurda, sino desde la manca. Tomarla por otro lado que no reproduzca esquemas de poder —verticales, patriarcales, falocráticos, de élite— contra los que se ha luchado por lo menos durante 50 años. Tomarla por el ano, recomendarían las teóricas queer para forzar la apertura hacia la diferencia, hacia los que siempre han quedado fuera de la política, incluso fuera de las políticas de izquierda. Antes de revisar algunas de las fricciones que durante y después del 68 se dieron entre la militancia comunista y las reivindicaciones por la diversidad sexual, un poco de contexto. En Guerrero y Chihuahua había guerrilleros luchando contra el cacicazgo priista. Los jóvenes en las ciudades protestaban contra la Guerra de Vietnam y el autoritarismo en todas sus formas. Una de las demandas del pliego petitorio de los estudiantes era la derogación del artículo 145 bis del Código Penal que tipificaba el delito de “disolución social”. La crítica era antipatriótica, un atentado contra la pax olímpica. Ante el disenso, el poder optó por la contención, la represión y finalmente por la masacre. Las tensiones de la Guerra Fría mutilaron la imaginación. Orillaron a encajonar las más diversas inquietudes en capitalismo o comunismo, derecha o izquierda, hombre o mujer, gay o buga. Sospechar y temer los unos de los otros. Homosexual o revolucionario. Nunca “y”, siempre “o”. Los sesentayocheros de todo el mundo no sólo estaban oponiéndose a un régimen visiblemente opresor en sus discursos y sus macanas, sino también enquistado en la familia. Combatirlo requería una autocrítica que apenas estamos empezando a comprender. La urgencia de los tiempos llevó a los líderes estudiantiles a reproducir actitudes patriarcales características del régimen. Un hombre en un podio, frente a una asamblea donde el más beligerante monopoliza la palabra.
“En la Facultad de Filosofía y Letras sólo una mujer hablaba en las asambleas”, recuerda la investigadora Eli Bartra. “Nos poníamos nerviosas y, en aras de la eficiencia, los hombres tomaban la palabra”. En el 68 “estábamos en el montón pero no en la dirigencia”. Coordinadora del Doctorado en Estudios Feministas que inició este año en la UAM, Bartra afirma que tanto en la guerrilla como en las ciudades, a las mujeres en la militancia nos tocaba estar tras el mimeógrafo o en la cocina. Lo que se ha escrito del 68 privilegia la voz y la mirada de los líderes hombres. “No había conciencia feminista”: incluso a Eli Bartra el feminismo la remitía a unas sufragistas sombrías y amargadas. Al conocer a las feministas de su época, que describe como “hermosas, jóvenes y vibrantes”, se dio cuenta de que el movimiento podía ser un espacio de lucha actual. La primera literatura feminista que llegó a México fue El segundo sexo de Simone de Beauvoir, que se leía junto con la tesis de Rosario Castellanos Sobre cultura femenina. Eran populares los textos de Wilhelm Reich sobre el orgasmo y en general sobre el placer femenino. “Nos impresionó saber que teníamos sexualidad —ríe Bartra, pero aclara—: no eran más de diez libros los que circulaban sobre los temas que ya estaban en ebullición.”
El 68 no fue una revolución feminista, pero de sus rebeldías son herederos activismos que mutaron en cuerpos teóricos críticos, filosofías encarnadas y situadas históricamente 1 que han subvertido los esquemas de género, raza, clase, discapacidad… En respuesta al 68 surgió la tercera ola del feminismo que, además del voto, el acceso a la educación y al trabajo, buscó modificar las estructuras que convertían a las mujeres en objeto y no sujeto del deseo. La escritora Francesca Gargallo considera que la liberación de las mujeres “se vivenció desde un cuerpo que se de-sexuaba en el trabajo y el estudio y se re-sexuaba en la reflexión de sí mismo”.2 Los feminismos abrevan en el marxismo pero le cuestionan su poca atención al cuerpo (y eso que al pobre de Marx lo carcomían las hemorroides). El marxismo no considera el trabajo reproductivo como parte esencial del capital. Son las revueltas de los sesenta y setenta que develan este mecanismo. Silvia Federici explica que el trabajo del hogar, trabajo esclavo no remunerado, es “un inmenso circuito de plantaciones domésticas y de cadenas de montaje” 3 en el que el producto es la mano de obra que surge del parto. Las tres luchas principales del movimiento eran la legalización del aborto, legislación específica contra la violación y contra la violencia doméstica. Uno de los logros del feminismo es que la violación se castigue de oficio, nadie puede salir con fianza. Esto no significa que el sistema funcione bien, la mayoría de las mujeres son revictimizadas en el proceso de denuncia. En cuanto al aborto: el 10 de mayo de 1971, el grupo Mujeres en Acción Solidaria (MAS) organizó una manifestación frente a la Cámara de Diputados que exigía “aborto libre para no morir” y “anticonceptivos para no abortar”; 47 años después aún no se resuelve por completo esta demanda. El GIRE publicó un informe en donde se muestra que a partir de la despenalización del aborto en la Ciudad de México en 2007, las legislaciones locales han endurecido sus penas, en la mayoría de cárcel, contra las mujeres que abortan y el personal médico que las auxilia. Sólo en 2018 van 114 averiguaciones previas. Otro reto del feminismo es evitar el blanqueamiento: recordar que las luchas de las mujeres no se concentran en las clases medias de las ciudades ni se limitan a la equidad de salario o la representación política. El horror de los feminicidios y las violaciones, tan innumerables que a veces ni siquiera son considerados noticia, ha requerido de un feminismo más radical. Hace falta defender nuestra libertad de tránsito y, sobre todo, el derecho a vivir. “Verga violadora, a la licuadora”, es una de las consignas que se han escuchado en fechas recientes. Las zapatistas han organizado dos encuentros de mujeres para compartir experiencias sobre este “mal sistema […] que nos desprecia como seres humanos […] nos asesina. Y a los asesinos, que siempre son el sistema con cara de macho…”. En la convocatoria de 2017, las comandantas Jessica, Esmeralda, Lucía y Zenaida escriben: “A los varones zapatistas los vamos a poner a hacer lo necesario para que podamos jugar, platicar, cantar, bailar, decir poesías, y cualquier forma de arte y cultura que tengamos para compartir sin pena. Ellos se encargarán de la cocina y de limpiar y de lo que se necesite”. De tener miedo a participar en una asamblea en 1968, de ser cien por mucho en las primeras manifestaciones, hoy el feminismo es multitudinario y diverso. Sigue siendo incómodo para el sistema y todavía le queda trabajo por delante.
Pienso en Pedro Lemebel desequilibrando con su mero existir al “hombre nuevo”, esa figura mítica concebida por el Che Guevara. “Defiendo lo que soy / Y no soy tan raro / Me apesta la injusticia / Y sospecho de esta cueca democrática / Pero no me hable de proletariado / que ser pobre y marica es peor / hay que ser ácido para soportarlo”: dice en su manifiesto Hablo por mi diferencia.[^5] Pienso en los homosexuales perseguidos en Cuba porque había un adentro y un afuera de la Revolución. Los que han tenido que esperar su turno en la fila de la emancipación: el punto ciego de la izquierda aquí y en Cuba, Francia, Estados Unidos; hasta Martin Luther King perpetuó esta lógica. Bayard Rustin,[^6] asesor de Martin Luther King en temas de desobediencia civil y el principal artífice de sus históricas movilizaciones, era abiertamente homosexual. A King le preocupaba que la mirada ajena debilitara la lucha, que le inventaran una relación con él. Terminó por pedirle que se retirara del movimiento, deslindándose de la causa gay y de cualquier tendencia “comunista”. No conocía la interseccionalidad feminista que explica la interrelación de las opresiones y la potencia de unir diferentes causas en un mismo frente. En México durante el 68, las fundadoras de El Clóset de Sor Juana asistieron a asambleas estudiantiles y mítines en espera de que en algún momento en la agenda surgieran los derechos de las lesbianas. Tuvieron que articular su lucha fuera de la izquierda que no las representaba del todo. Años después, en el 73, fundaron este espacio de reunión para defender sus derechos. El documental Y es así, de Ana Chinos Salgado, cuenta cómo podían encarcelar a dos mujeres de dos a seis años si las veían de la mano en la calle, como parte del Artículo 145 bis. La revolución gay la inició Silvia Rivera, famosa por su papel en la batalla de Stonewall en el Nueva York de 1969. Casi medio siglo después, los y las transexuales como ella apenas comienzan a vislumbrar el reconocimiento y el acceso a derechos básicos. La discusión ha avanzado pero persisten los crímenes de odio contra la población LGBTTTQI. Con su estilo terrorista, en el sentido barthiano de exceder las leyes y ampliar los marcos de percepción, Paul Preciado afirma: “La rebelión había unido a los trabajadores de la fábrica, a los periodistas y a los niños lectores. Pero la revolución que enunciaban, basada en el fin de la lucha de clases, era cosa de hombres y no una simple mariconada. La izquierda define sus límites: ni maricas, ni travestis, ni drogas, sólo alcohol, su masculinidad y sus chicas”.[^8] El hombre nuevo planteado por el Che —masculino, rebelde con fusil en mano—, los hombres acaparando el micrófono en una asamblea, forman parte del modelo falocrático. Algunos de los líderes del 68 se integraron a partidos y se convirtieron en parte del sistema, otros se volvieron Marcelinos Perrellós. La falocracia es el gobierno de los hombres, pero también la hegemonía de valores que se asocian con lo masculino: la virilidad de la competencia, el imperialismo extractivista, la guerra, la violencia física y simbólica. En respuesta, una de las consignas del movimiento queer ha sido “el ano nos une”. Se trata del punto donde se disuelven los géneros y se democratiza el placer; donde no hay espacio para la Iglesia que ha frenado por décadas la despenalización del aborto, ni para el Estado con sus intereses reproductivos; del culo no nacen ni soldados ni trabajadores. Rumbo a la “Cuarta Transformación” habría que derrumbar la falocracia y el caudillismo. Desde el 68 y el 94 (transformaciones cuarta y quinta en el calendario de abajo, como dirían en el sureste) sabemos que los cambios profundos no vienen de la cabeza, sino de los pies, y eso obliga a reinventar lo público, lo privado y las posibilidades del desacuerdo como única forma de la política. Si algo debería caracterizar a la izquierda es la virtud de estar en contra. De no fijar verdades últimas, mantener la discusión vital conforme cambian los tiempos.
Imagen de portada: Mujeres zapatistas en San Cristobal de Las Casas. Foto de archivo.
Chela Sandoval, Methodology of the Oppressed, University of Minnesota Press, 1991 ↩
Francesca Gargallo, “1968: una revolución en la que se manifestó un nuevo feminismo”, francescagargallo.wordpress.com. También se publicó en Le Monde Diplomatique Colombia, año VI, núm. 65, marzo de 2008. ↩
Silvia Federici, Revolución en punto cero, Traficantes de sueños, 2013, pp. 153-160. ↩
Con zapatos de tacón, Pedro Lemebel leyó por primera vez su manifiesto Hablo por mi diferencia en una reunión clandestina de izquierdas en la estación de ferrocarril Mapocho de Santiago de Chile en 1986. ↩