Plateado sobre plateado y blanco, catorce metros de pista y ¡qué elegancia!: quien ve en la pantalla hoy algún combate de esgrima no intuye quizá los percheros donde el sudor se acumula musgoso y sereno en los chaquetines viejos y compartidos, las caretas encharcadas, el óxido, el sonido de los aceros al chocar. Los cuerpos levemente asimétricos: un hombro siempre más fuerte que el otro, un muslo, un bíceps. Y el olor, el olor de la lucha incruenta. El blanco de los trajes recuerda el tiempo en que los combates se dirimían a la primera sangre.
En nuestro país levemente tropical a veces es un suplicio cubrirse con cuatro capas de plástico, metal y kevlar contra los golpes de punta y de hoja. La esgrima es un deporte de países fríos. Seguido les pregunto a mis compañeros esgrimistas qué fue lo que los llevó a practicar un deporte tan extraño. A mí me llevó el deseo inconfesado de ser rara. Funcionó. Aunque ya lo era un poco: leía resmas de novelas de aventuras en el pueblo en que crecí, en la selva seca. No había mucho que hacer: ni tele, ni cine, ni muchos amigos cerca. Nutro hasta hoy un corazón de pirata decimonónico que, de vez en cuando, pule su cimitarra, su parang, su sable y se bate en honor de algo. Las respuestas que recibo: Juego de gemelas, Star Wars, el Zorro, algunos títulos de manga. Una de mis grandes amigas quiso entrar al deporte porque vio de niña en una enciclopedia la imagen de un esgrimista volando por los cielos. Hay los compañeros menos fantasiosos que simplemente quisieron entrenar porque sí. Porque vieron la esgrima tal cual, en su forma real y moderna, y se deslumbraron. O porque iban pasando por allí y les dio curiosidad.
Todavía recuerdo el primer día que entré en contacto con la esgrima. Una amiga de la secundaria me dijo que por donde ella vivía —en otro pueblo de Morelos— había unas caballerizas donde daban clases. Vibré. Mis padres, medio azorados, soportaron: era bueno que me moviera: me la pasaba echada en el cuarto leyendo a Salgari en Sepan Cuantos. El capitán Tormenta batiéndose en duelo con el León de Damasco bajo los muros de Famagusta. Fui. El choque de los aceros se oía a muchos metros. Una chica se recargaba en el umbral, la mano enguantada apoyada en el pomo del arma y qué bíceps tan delicioso. En ese entonces la esgrima no era un deporte tan caro, porque ni siquiera era posible conseguir equipo: no había esta globalización que hay ahora. El TLCAN apenas ensayaba sus estragos sobre el campo mexicano. Los trajes se hacían con una costurera que ya se sabía la receta: muchas capas de manta. Todo lo demás era prestado.
Mi primer maestro fue un polaco sabio y dulce, de ojos muy vivos, paracaidista del bloque soviético y dibujante eximio. No sé cómo llegó a ese pueblo, pero en aquellas caballerizas me enseñó la belleza de la forma y muchas metáforas vitales. Por ejemplo: en un combate nunca nada está decidido. Hasta el último toque. No hay que confiar en la victoria, aunque parezca ganada por paliza. Ni rendirse cuando vas perdiendo. Mucho menos cuando todo parece muy claro. Sangre fría. Cuando todo parece decidido es cuando más hay que cuidarse. No anuncies los movimientos. Discreción, sorpresa, decisión. Que el otro no te lea antes de tiempo. No hay victoria posible si quien se sube a la pista lleva consigo las tribulaciones del día. Frente al contrincante sólo puede haber aquí y ahora.
La esgrima parece fácil, como las traducciones del portugués: fatal engaño. Los desprevenidos llegan buscándola con jeans y zapatos de vestir, como si se tratara de una clase de danzón. No imaginan la fuerza, el equilibrio, la resistencia que necesita el cuerpo para mantenerse algunos minutos en explosión, en absoluta presencia. La precisión de movimientos no puede existir si no hay vigor en los músculos. Las piernas, constantemente semiplegadas, en guardia, encierran la potencia del fondo o de la flecha, y nutren cuádriceps de hierro. Y el torso nunca se entrega del todo. Siempre en tres cuartos, para ofrecer menos espacio a la hoja del contrario. La esgrima es un deporte de distancias. Podría ganarse un combate con puro juego espacial, sin siquiera cruzar las armas. Si te acercas demasiado, te tocan; si te alejas demasiado, no tocas tú (otra metáfora).
La disciplina se divide en tres especialidades: sable, florete y espada.1 Aunque en mi adolescencia no existía el sable femenil,2 hace ya algún tiempo que entreno esa arma. Una pronto se da cuenta de que la mayoría de los esgrimistas suelen ser orgullosos en relación con el arma que practican y desprecian un poco a las otras. Espada y sable, podría decirse, se sitúan en los extremos en lo concerniente a la velocidad. Mientras que los espadistas pueden pasar varios minutos dando saltitos, midiéndose, calculando dónde tocar, esperando el momento oportuno para dar el golpe, los sablistas lo resuelven todo en un estallido de pocos segundos. El florete es una especie de término medio. Como en la espada, hay más diálogo, más espacio para la escucha, las fintas y los engaños; para ir probando al adversario y ver cómo responde. En contrapartida, el sable es espectacular: es la única arma en que no sólo cuentan los toques de punta, sino también los que se hacen con el resto de la hoja: el sable es un arma de corte y, aunque ya no se usen monturas, viene de la caballería: sus áreas válidas van de la cintura para arriba: brazos, torso y cabeza; de la cintura para abajo, sería demasiado arriesgado herir al jinete, porque podría perderse la posibilidad de capturar un caballo al enemigo. La espada y el florete son las armas de la infantería y de los duelos, respectivamente. En la primera son válidos los toques en todo el cuerpo; en el segundo, sólo en el torso, donde se encuentran los órganos vitales.
Pero no es la historia de sangre y heridas lo que me gusta del deporte, ahora uno de los más seguros gracias a las tecnologías textiles y el rigor de los reglamentos. La esgrima deportiva ha evolucionado tanto que algunos detractores la acusan de ya no ser un arte marcial ni parecerse en nada a los combates que le dieron origen. Éstos defienden la práctica de la esgrima histórica, que estudia y rescata el arte de blandir espadas roperas, dagas, mandobles, sables y toda una diversidad de otras armas blancas, recreando estocadas y métodos defensivos más cercanos a los que debieron usarse en las viejas técnicas castrenses. Pero pese a sus trajes futuristas metalizados, sus circuitos eléctricos y su velocidad temeraria, la esgrima actual preserva ciertos guiños a su antigua historia de caballerosidad y honor.
Hagamos una pausa. Estos conceptos son problemáticos, claro. Seguido me pregunto por qué acabé entrenando esgrima, un deporte tan europeo, o estudiando latín y griego en este país periférico. Fue lo que alcancé a asuntar en la adolescencia, cuando una se ve obligada a elegir camino, y yo estaba todavía medio intoxicada de caballerías. Con el tiempo he cobrado una mayor consciencia de mi mucha ignorancia respecto al mundo, del sesgo de mis primeras decisiones adultas. Trato de ponerlas en perspectiva, de hacer puentes con otras periferias, pero no reniego de ellas. Nunca de la esgrima, que me ha dado amigos, fuerza y un poco de calma y seguridad. Cuando era adolescente y tenía que discutir sobre algún asunto, al buscar argumentos me visualizaba esgrimiéndolos florete en mano. Llegué a pensar que podría escribirse un breve tratado de retórica de la esgrima. Fumadeces.
El caso es que la esgrima enfrenta a dos personas sobre una pista. En igualdad de circunstancias. Ambas con un sable igual, reconociéndose como sujetos capaces, con derecho a atacar y defenderse. Como deporte procedente de la guerra, deben obedecerse ciertas reglas. No cabe allí la posibilidad de la masacre. No puedes atacar al contrincante por la espalda. No puedes atacarlo cuando está desarmado. Es obligatorio saludarlo antes (con el arma) y, después, con un apretón de manos. Hay penalizaciones cuando estos saludos no se realizan. Si el contrincante cae, lo correcto es ofrecerle el brazo para que se levante. O al menos eso me enseñó mi viejo maestro.
Y, como cualquier deporte, éste no ha sido ajeno a las guerras. Cuando estalló la guerra de Rusia contra Ucrania, grandes olas agitaron el mundo de la esgrima, pues ambos países son potencias en la disciplina. La ucraniana Olga Kharlan, una de las mejores sablistas del mundo, encabezó un movimiento que exigía la exclusión de los atletas rusos de las competencias internacionales, puesto que, decía, sus conciudadanos, afectados por la guerra, no estaban en condiciones de entrenar en igualdad de circunstancias ante los rusos. Varios esgrimistas de primer nivel se aliaron a la causa. El hecho es que los rusos participarán en las Olimpiadas de París 2024, como se sabe, como atletas neutros y sólo después de que el Comité Olímpico los haya investigado uno por uno, para asegurarse de que no pertenecen al ejército ni han apoyado o promovido de algún modo la invasión de Ucrania.
En julio de 2023, una foto dio la vuelta al mundo: tras vencer a su adversaria rusa Anna Smirnova, Kharlan se negó a darle la mano, presentándole a cambio la hoja del sable para saludarla, entrechocando armas como se había hecho temporalmente durante la pandemia. Smirnova se quedó en la pista casi una hora, esperando a que Kharlan cambiara de opinión. Ambas fueron descalificadas. Kharlan argumentó que el gobierno de Putin utilizaría el apretón de manos como imagen propagandística y que su contendiente había manifestado apoyo a las tropas rusas, de manera que la “neutralidad” estaba en entredicho. La reacción pública obligó a la Federación Internacional de Esgrima (FIE) a asegurarle a Kharlan un puesto en las Olimpiadas.
Tras octubre de 2023, he esperado ver muestras de solidaridad equivalentes con los atletas palestinos. No he tenido mucha suerte. Las grandes estrellas del deporte que apoyaron fervorosamente a Kharlan no se han pronunciado. Algunos gestos solidarios, previos al genocidio, pudieron verse en la Copa del Mundo de Estambul 2023, cuando varios atletas iraquíes y el espadista kuwaití Abdulaziz Alshatti se retiraron de la competencia al saber que les tocaría enfrentarse con contrincantes de Israel. No hubo, en su caso, enmiendas de la FIE: los esgrimistas perdieron los puntos clasificatorios que podrían haber ganado para París 2024.
En contrapartida, el espadista israelí Yuval Freilich ganó un oro en el Grand Prix de Qatar 2024, con derecho a himno nacional en el podio y portando en el brazo la frase “el pueblo de Israel vive”, una consigna de la llamada “guerra contra Hamas”. El gobierno de Israel utilizó este triunfo como herramienta propagandística, exactamente como temió Kharlan que hiciera Putin.
Por lo que se ve, Israel, con su apartheid, no sufrirá lo que Sudáfrica en la segunda mitad del siglo XX y participará en las Olimpiadas con todos los derechos: himno y bandera desplegada, sin que el Comité Olímpico Internacional escudriñe la posición ideológica de sus atletas.
Este doble rasero ¿no contraviene por completo el espíritu olímpico? ¿No prueba que la discriminación se abre paso en las pistas, canchas y albercas, desoyendo “el respeto por los principios éticos fundamentales universales”?3 Ni las normas del deporte ni las leyes humanitarias deberían aplicarse discrecionalmente, por mucho que uno de los polos tenga un poder aplastante.
Habrá que ver qué señales de esperanza, lucha y solidaridad brotan, si no en las pistas o en los podios, en las calles de París durante las próximas semanas.
Mientras tanto, yo intento prepararme para volver a la esgrima tras una larga separación forzosa.
—A la esgrima siempre se vuelve —me dice un compañero que la dejó por muchos años (el que llegó a ella por el Zorro)—. Este deporte no te suelta.
Entreno con adolescentes brillantes, adorables y veloces como rayos, con compañeras más jóvenes, con algunos hombres de mi edad. Sé que existen esgrimistas veteranas, pero yo no tengo ninguna cerca: ¿las mujeres de mi edad, qué se ficieron? La esgrima parece haberlas dejado. Tuvieron hijos. Doblan jornadas. Mis coetáneas están sentadas en las bancas, ejerciendo el cuidado: viendo cómo sus hijos entrenan, crecen, ganan medallas, aplomo, coordinación, ética y pensamiento estratégico, mientras los hombres tienen tiempo para ellos mismos. Nunca fui más que una esgrimista mediocre y anónima. Evité competir a toda costa. Tengo la edad exacta que mi madre tenía cuando me llevó por primera vez a entrenar a las caballerizas de un pueblo morelense. Pero no quisiera dejar ya la alegría del combate ni perderme de esos momentos en los que todo el mundo desaparece y estoy sola allí, arma en mano, tratando de descifrar los ritmos, distancias, tiempos, y los engaños del otro. En el fondo, confesémoslo, también me sigue gustando la idea de ser una señora de armas tomar, como Yolanda de Ventimiglia, pues. Sigo siendo rara.
Hace poco, el sablista húngaro Lumír Král dejó caer el arma en pleno asalto frente al sudcoreano Lim Sungmin.4 Con esto anuló el contraataque de su adversario, que habría sido decisivo: éste volaba ya con contundencia, directo a su yugular. La refriega era reñida: 14-14, y el siguiente punto sería el de la victoria. Entre rechiflas, el húngaro trató de convencer a su rival de que aquello había sido un error involuntario. Para probarlo, decidió cederle al otro el derecho a atacar primero cuando se reiniciara el combate. Con ello, Král cedió la victoria. La cuenta de Instagram @cyrusofchaos, fuente de esta anécdota, condena, por otra parte, los actos violentos o vengativos que, en su opinión, empiezan a quedar cada vez más impunes en el deporte. No todo es miel sobre hojuelas: la esgrima ha sido también escenario de corrupción, golpes e insultos. Como sea, quiero pensar que guarda, al menos en la memoria, la idea de que quien puede herir (todos podemos) debe ser responsable de sus actos: obrar con cuidado y respeto, dentro de ciertas normas que permiten la coexistencia y reconocen en el otro a un igual. Recordar esos principios, tenderle la mano al caído, es fundamental en los días que vivimos. No sólo en el deporte. Cuando veo cosas como ésta, mi corazón adolescente resucita y se emociona; se quita el empolvado chambergo que lleva en el alma de pirata y hace reverencias ante el paso fugaz y contundente del honor.
Imagen de portada: Georges Demeny, Esgrimista, 1906. Metropolitan Museum of Art
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El sable recuerda el arma utilizada en la caballería; su agarre y manejo es de filo y punta. La zona válida abarca de la chaquetilla hasta la cabeza; la velocidad es un elemento fundamental en su ejecución. El florete desarrolla la precisión y la destreza del ataque; su zona de toque válida corresponde al área de la chaquetilla. Uno de los combatientes inicia el ataque ganando así la prioridad; su rival debe parar el ataque y contraatacar. Por último, la zona válida de la espada corresponde al cuerpo en general; la estrategia consiste en hacer la mayor cantidad de contactos sin ser tocado; es válido el toque simultáneo. [N. de los E.] ↩
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La espada femenil se aprobó en los Juegos Olímpicos de Atlanta 1996; el sable femenil no se incluyó en las Olimpiadas sino hasta Atenas 2004. ↩
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El punto 6 de los principios fundamentales del olimpismo señala que “cualquier forma de discriminación hacia un país o persona con base en la raza, religión, política, género o cualquier otra razón es incompatible con la pertenencia al movimiento olímpico” (traducción de la autora). Ver Carta Olímpica del Comité Olímpico Internacional. ↩
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El video puede verse aquí: . Lo descrito ocurre en el minuto trece. [N. de los E.] ↩