Este poema narra en más de cuatro mil versos el encuentro entre el pastor Endimión y la Luna (llamada Diana, Cintia o Febe, según el contexto de su aparición). El romance entre un hombre llano y la divinidad se explora en una reelaboración del mito clásico del sueño de Endimión, que sirve al poeta como alegoría de la búsqueda artística de la verdad y la belleza ideal. La selección que presentamos proviene del primer canto del poema, en el que se describe una fiesta en honor al dios Pan. En ese contexto, pero alejado del bullicio y afligido por su experiencia, Endimión le narra a su hermana Peona el viaje que hizo por el cielo nocturno y el primer encuentro con la Luna, ocurridos mientras dormía.
“Mas no fue sino un sueño, un sueño tal como el que lengua alguna, aunque en dulces acentos pródiga, cual manantial de caverna, podría expresar ni traerme a la mente cuanto vi entonces y sentí. Creí estar, mirando el cénit, donde la Vía Láctea se esparce, entre estrellas, con virginal esplendor, y lo recorrí con la vista, hasta que las puertas del cielo parecieron abrirse ante mi vuelo, y me inquieté, y temí caer de tan alto ascenso por una mirada que hacia abajo diera; así que seguí inmóvil, por el aire, en aquel trance, y extendí anchurosamente imaginarias alas. Mas, de pronto, empezaron a resbalar estrellas y a apagarse ante mis ojos encendidos. Y entonces suspiré porque no podía seguirlas y bajé mi vista hasta el confín del horizonte, y, ¡mira! por hendidura de nubes vi emerger la más hermosa luna, que hubiera podido siempre platear conchas para la copa de Neptuno. Alzóse tan vivamente encendida, que mi alma, alucinada, con sus esferas argentadas confundida,1 giró con ellas por el cielo despejado y las nubes, hasta que al fin llegó a un pabellón de vapores, oscuro, en que —pensé— el cortejo de los planetas, ojos sin párpado, de nuevo entraba en el azul. Para unirme a tales astros dirigí otra vez hacia arriba la mirada, pero estaba del todo deslumbrado por algo luminoso que fluía, velozmente, desde abajo, y que con presteza ojos y rostro me velaba. Y miré de nuevo y, ¡oh deidades del Olimpo que guardáis nuestros destinos! ¿De dónde surgió aquella forma perfecta por todas las perfecciones, de dónde aquella excelencia consumada de todas las delicias? ¡Habla, tosca tierra, y dime dónde, oh dónde tienes tú un símbolo de sus cabellos dorados! Ni gavillas de avena que al sol crepuscular se inclinan… ¡Trae tu suave mano, encantadora hermana! ¡Y déjame que aparte tal delirio ante ti! Y en verdad que sus bucles eran como para hacerme enloquecer, sencillamente anudados en trenzas,2 dejaban, en su grácil desnudez, al descubierto sus orejas redondas como perlas y su blanco cuello, su rotunda frente, y todo ello estaba confundido, no sé cómo, con tal paraíso de labios y de ojos, de rubor de mejillas, tenues sonrisas y débiles suspiros, que, si los traigo a la mente, mi espíritu allí se queda y con su fantasía juega hasta que agujas de humana proximidad lo emponzoñan todo. ¿A qué poder temible invocaré? ¿A qué templo eminente? Ah, mira sus pies airosos, más suaves y azulvenados, más tiernos y blancos que los de Venus, de la mar nacida, al erguirse en su cuna de concha:3 ráfagas de viento convierten su manto en alada tienda; es azul y un millón de ojos diminutos la engalanan como si fueras a esparcir sobre el más sombrío, fresco prado de campánulas azules, margaritas a puñados.”
“¡Endimión, qué extraño! ¡Un sueño dentro de un sueño!”
“Emprendió entonces aérea senda y me miró como una mortal doncella, y, sonrojándose, menguando, decidida y temerosa, estrechó mi mano y, ¡ah, fue demasiado!, creí desvanecerme ante su magia al tocarla mas no perdí el sentido, así el que se sumerge tres brazas en un mar cuyas aguas fluyen, rumorosas, por arbustos de coral; pues de nuevo me sentí remontado a aquella región en que las estrellas errantes disponen su artillería y las águilas contienden con el áspero cierzo que empuja la pesada masa pétrea de un meteoro; y tampoco me sentí solitario ni espantado, sino acunado, mecido por veredas de cielo peligroso. Y, al parecer, luego, dejamos de errar por las alturas y bajamos en dirección a unos torbellinos terribles, como aunados donde el gris tiempo hubiera excavado vastos antros y cavernas, en la falda de una montaña. Y unos hondos retumbos allí oí y suspiré otra vez, desfalleciendo, al ser espectador de mi celeste ventura, y fui transportado. Besé locamente los brazos seductores que me ceñían y mis ojos di a la muerte, mas fue para vivir; para beber a sorbos la vida en la fuente de oro del éxtasis amable y apasionado y contar y contar los instantes en virtud de algún ávido auxilio que me pareciera a mí mismo semejante, que pudiera redimir a todos y despojarlos de su carga de felicidad. ¡Ah, desesperado mortal! Aún osé posar en sus mejillas mis labios coronados4 y en aquel momento sentí mi cuerpo hundirse en un más cálido aire y pisaron luego nuestros pies suave unas flores y hubo acopio de renovados goces en aquel monte. A veces un perfume de violetas y limeros floridos a nuestro alrededor se prodigaba, y de las melifluas celdas, con tanta delicadeza consumadas, de las blancas campanillas; y, de pronto, en el borde de nuestro cobijo, asomó un pícaro rostro; adiviné a una oréade”.5
John Keats, Endimión, Pedro Ugalde (ed. y trad.), Visor, Madrid, 2015 [1818]. Se reproduce con autorización.
Imagen de portada: Endymion, mural de Henry O. Walker. Library of Congress [Dominio público]
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Según la antigua astronomía, las esferas eran concéntricas, huecas y transparentes y giraban en torno a cada planeta. ↩
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Literalmente: “gordianados”, derivado del nudo llamado “gordiano”, porque lo intrincó el rey frigio Gordio y que cortó Alejandro Magno. La imagen de Diana descalza y con un manto en la cabeza ondeando al viento, Keats la tomó, al parecer, de los grabados del “Polymetis”, de Spence. ↩
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La semejanza de esta descripción con algunos detalles de la obra de Botticelli es totalmente fortuita, ya que en 1817 no era conocida en Inglaterra ni había sido allí difundida. ↩
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Tan honrados por su toque que se vuelven reales o regios. ↩
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Ninfas que vivían en las montañas y acompañaban a Diana en sus cacerías. ↩