Cuando estás sola y demasiado cansada como para encender alguno de tus dispositivos, te dejas llevar por un pasado almacenado entre tus almohadas. Generalmente estás acurrucada bajo las cobijas y la casa está vacía. A veces la luna está ausente y, más allá de las ventanas, ese otro techo gris y bajo parece alcanzable. Su luz oscura se atenúa gradualmente, según la densidad de las nubes, y vuelves a caer en lo que se reconstruye como metáfora.
A menudo, la ruta es asociativa. Hueles bien. Tienes doce años y asistes a la escuela Saints Philip and James en la calle White Plains y la niña sentada en el asiento de atrás te pide que te inclines hacia la derecha durante los exámenes para poder copiar lo que escribiste. Sor Evelyn acostumbra pegar las mejores calificaciones y las reprobadas en las puertas del ropero. La niña es católica y el pelo largo castaño le llega hasta la cintura. No puedes recordar su nombre: ¿Mary? ¿Catherine?
Nunca platican realmente, salvo por la vez que te hace su petición, y más tarde, cuando te dice que hueles bien y que tus rasgos son más como de persona blanca. Asumes que te está dando las gracias por dejarla hacer trampa y que se siente mejor copiándole a una persona casi blanca.
Sor Evelyn nunca descubre el acuerdo entre ustedes, tal vez porque tú nunca volteas para copiar las respuestas de Mary Catherine. Sor Evelyn debe pensar que estas dos chicas piensan igual o será que le importa menos que copien y más la humillación o será que ni siquiera se percató de que estabas sentada allí.
Ciertos momentos envían adrenalina al corazón, secan la lengua y tapan los pulmones. Como un trueno, te ahogan en el sonido; no, más como un rayo, te atraviesan la laringe. Tos. Después de que sucedió, me quedé sin palabras. ¿Que no has dicho esto tú misma? ¿No le has dicho esto a una amiga cercana, que al principio de su amistad, cuando estaba distraída, te llamaba por el nombre de su ama de llaves negra? Supusiste que ustedes dos eran las únicas personas negras en su vida. Finalmente dejó de hacerlo, aunque nunca reconociera su desliz. Tú nunca le llamaste la atención (¿por qué no?) y, sin embargo, no lo olvidas. Si esto fuera una tragedia doméstica, y bien podría serlo, este sería tu defecto fatal: tu memoria, contenedor de tus sentimientos. ¿Te sientes herida porque es uno de esos momentos de “todos los negros se ven iguales” o porque te confunden con alguien más incluso siendo tan cercanas?
Una sensación de inquietud mantiene el cuerpo al frente y al centro. Las palabras incorrectas entran en tu día como un huevo podrido en la boca y el vómito se escurre por tu blusa, una humedad que jala tu estómago hacia la caja torácica. Cuando miras alrededor solo quedas tú. Tu asco por cómo hueles, por lo que sientes, no te levanta, no de inmediato, porque reunir energía se ha convertido en una tarea en sí misma, con necesidad de su propio argumento. Algo te recuerda una conversación reciente, en la que comparabas las ventajas de las oraciones construidas implícitamente con “sí, y”, en lugar de “sí, pero”. Tú y tu amiga decidieron que “sí, y” es testimonio de una vida sin salidas, sin rutas alternas: te fuerzas a levantarte, pronto la blusa ya está enjuagada, es otra semana, la blusa está debajo de tu suéter, contra tu piel, y hueles bien.
La lluvia de esta mañana baja desde las canaletas y en todas las demás partes se pierde entre los árboles. Necesitas tus lentes para señalar lo que sabes que está allí porque la duda es implacable; te pones tus lentes. Los árboles, su corteza, sus hojas, incluso las muertas, resplandecen más ya húmedas. Sí, y está lloviendo. Cada momento es así: antes de que pueda ser conocido, categorizado como similar a otra cosa y descartado, tiene que vivirse, tiene que ser visto. ¿Qué acaba de decir él? ¿Realmente ella acaba de decir eso? ¿Habré escuchado lo que creo que escuché? ¿Eso acaba de salir de mi boca, su boca, tu boca? El momento apesta. Aun así quieres dejar de mirar los árboles. Quieres salir y pararte entre ellos. Y aunque la lluvia parece ligera, te llueve sobre mojado.
Estás en la oscuridad, en el auto, viendo cómo la velocidad se traga la calle negra de chapopote; él te dice que su decano lo obliga a contratar a una persona de color cuando hay tantos buenos escritores en el mundo.
Piensas que tal vez esto es un experimento y que te están probando o que te están insultando retroactivamente o que has hecho algo que comunica que esta es una conversación aceptable.
¿Por qué te sientes cómodo diciéndome esto? Desearías que el semáforo cambiara a rojo o que sonara una sirena de policía para poder frenar de golpe, chocar contra el auto de enfrente, salir volando hacia adelante tan rápido que de golpe sus dos caras quedaran expuestas al viento.
Como de costumbre dejas pasar el momento; como es de esperarse, se retracta de lo que fue dicho anteriormente. No es solo que la confrontación produzca dolor de cabeza; también es que tienes un destino que no incluye actuar como si este momento no pudiera ser habitable, como si no hubiera sucedido antes y como si el antes no fuera parte del ahora, cuando la noche oscurece y el tiempo entre donde estamos y hacia dónde vamos se acorta.
Cuando llegas a la entrada de tu casa y apagas el automóvil, te quedas detrás del volante otros diez minutos. Temes que la noche se guarde y se codifique a un nivel celular y deseas que el tiempo funcione como un lavado a presión. Sentada allí mirando la puerta cerrada del garaje, te acuerdas de que un amigo te contó que existe un término médico —John Henryismo— para las personas expuestas al estrés derivado del racismo. Se superan a sí mismos hasta la muerte, intentando sacudirse la acumulación de la borradura. Sherman James, el investigador que inventó el término, afirmó que los costos fisiológicos eran altos. Esperas que al sentarte en silencio contrarrestes la tendencia.
Como después de un año de viajes alcanzaste el estatus élite en la aerolínea, ya te acomodaste en el asiento de la ventanilla de United Airlines, cuando una hija y su madre llegan a tu fila. La hija, mirándote, le dice a su madre: Aquí están nuestros asientos, pero esto no es lo que esperaba. La respuesta de la madre es apenas audible: Ya veo —le dice—, yo me siento en medio.
Una mujer que no conoces quiere almorzar contigo. Estás visitando su campus. En la cafetería las dos piden ensalada César. Esta coincidencia no es el comienzo de nada porque inmediatamente señala que ella, su padre, su abuelo y tú asistieron a la misma universidad. Ella también quería que su hijo fuera allí, pero por culpa de la acción afirmativa, o por no sé qué de las minorías —no está segura de cómo se le dice hoy en día, y ¿no se supone que ya iban a superar eso?— su hijo no fue aceptado. No estás segura de si se supone que debes disculparte por esta falla del “programa de legado” de tu alma máter. Mejor preguntas dónde terminó su hijo. La prestigiosa escuela que menciona no parece aliviar su irritación. Este intercambio verbal, en efecto, termina su almuerzo. Las ensaladas llegan.
Una amiga argumenta que los estadounidenses luchan entre el “ser histórico” y el “ser ser”. Con esto quiere decir que ustedes interactúan principalmente como amigas con intereses similares y, en gran parte, personalidades compatibles; sin embargo, algunas veces sus seres históricos, su existencia como blanca y tu existencia como negra, o su existencia como negra y tu existencia como blanca, llegan con toda la fuerza del posicionamiento estadounidense de ambas. Entonces se encuentran cara a cara en segundos que les borran las sonrisas agradables de las bocas. ¿Qué dijiste? Instantáneamente su vínculo parece frágil, endeble, sujeto a cualquier transgresión de su ser histórico. Y aunque se supone que la unión de sus historias personales debería salvarlas de malentendidos, generalmente hace que entiendas perfectamente bien lo que se quiere decir.
Tú y tu pareja van a ver la película La guerra contra las drogas (2012). Le pides a un amigo que recoja a tu hijo de la escuela. De camino a casa suena tu teléfono. El vecino te dice que está en su ventana viendo a un negro amenazante inspeccionando las casas de ambos. El tipo camina de un lado a otro, habla solo y parece perturbado.
Le dices a tu vecino que tu amigo, a quien él ya conoce, está de niñero. Él dice no, no es él. Conoce a tu amigo y este no es ese agradable joven. De todos modos, quiere que sepas, ya llamó a la policía.
Tu pareja le marca a tu amigo y le pregunta si hay un tipo caminando de un lado a otro en frente de tu casa. Tu amigo dice que si alguien estuviera afuera, lo vería porque él está afuera. Escuchas las sirenas a través del altavoz. Tu amigo está hablando con tu vecino cuando llegas a casa. Las cuatro patrullas ya no están. Tu vecino ya se disculpó con tu amigo y ahora se disculpa contigo. Sintiéndote algo responsable por las acciones de tu vecino, le dices torpemente a tu amigo que la próxima vez que quiera hablar por teléfono debería ir al patio trasero. Él te mira un largo minuto antes de decir que puede hablar por teléfono donde le dé la gana. Sí, por supuesto, dices. Sí, por supuesto.
Cuando el extraño pregunta ¿qué te importa?, solo te quedas mirándolo fijamente. Acaba de referirse a los adolescentes ruidosos en Starbucks como niggers. Oye, ¿qué no me ves aquí parada?, respondiste, sin esperar necesariamente que él se volteara hacia ti.
Él sostiene el vaso desechable con tapa en una mano y una pequeña bolsa de papel en la otra. Solo se están comportando como niños. Oye, no hace falta que te pongas todo Klu Klux Klan con ellos, dices.
Ya vas a empezar, responde.
Las personas que te rodean han dejado de ver sus pantallas. Los adolescentes están en pausa. ¿Ya voy a empezar?, preguntas, sintiendo que la irritación va a desatarse. Sí, y algo de escucharte a ti misma repitiendo la acusación de este extraño en una voz generalmente reservada para tu pareja, te hace sonreír.
Un hombre aventó a su hijo en el metro. Sientes tu propio cuerpo estremecerse. Él está bien, pero el hijo de puta siguió caminando como si nada. Ella dice que le agarró el brazo al extraño y le dijo que se disculpara: Le dije que mirara al niño y se disculpara. Sí, y quieres que todo se detenga, quieres que vean al niño empujado en el suelo, que lo ayuden a ponerse de pie, que le quite el polvo la persona que no lo vio, que nunca lo ha visto, que quizás nunca ha visto a nadie que no sea un reflejo de sí mismo. Lo bello de todo esto es que un grupo de hombres se paró detrás de mí, como una cuadrilla de guardaespaldas, dice ella, como tíos y hermanos recién encontrados.
La nueva terapeuta se especializa en terapia para responder al trauma. Solo han hablado por teléfono. Su casa tiene una puerta al costado que conduce a una entrada trasera para los pacientes. Caminas por un sendero bordeado en ambos lados por liendrilla de venado y romero hasta la puerta, que resulta estar cerrada.
En la puerta principal, el timbre es un pequeño disco que presionas con firmeza. Cuando finalmente se abre la puerta, la mujer que está parada allí grita a todo pulmón: ¡Aléjate de mi casa! ¿Qué estás haciendo en mi jardín?
Es como si un dóberman herido o un pastor alemán hubiera adquirido el poder del habla. Y aunque te alejas unos pasos, logras decirle que tienes una cita. ¿Tienes una cita?, te escupe de vuelta. Luego hace una pausa. Todo pausa. Ah, dice ella, y luego, ah, sí, es cierto. Lo siento. Lo siento mucho, lo siento tanto, tanto.
Claudia Rankine, Ciudadana, Antílope / Surplus, Ciudad de México. Próximo a publicarse.
Imagen de portada: Johnny Silvercloud, de la serie Black Life, 2014. Flickr