El camino a México

Mexamérica / dossier / Mayo de 2018

Paul Theroux

Traducción de: Diego Olavarría

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Rumbo a la frontera

La frontera mexicana es el límite del mundo conocido; más allá de ella sólo hay oscuridad y peligro; figuras al acecho —enemigos hambrientos, criminales, fanáticos, depredadores de colmillos afilados— esperan su oportunidad de saltar sobre viajeros incautos. Y los policías federales:1 entes diabólicos y armados hasta los dientes; pasan de un momento a otro de la obstinación y la melancolía, a un estado furioso de gritos y regaños, los rostros enrojecidos por el odio. ¡No vayas! ¡Morirás! Pero no acaba ahí. Si te adentras en México (ondulantes sombreros, la música del mariachi, el fragor de las trompetas, sonrisas de par en par) encontrarás los estériles hot spots a los que puedes tomar un avión y pasar una semana. Ahí podrás emborracharte con tequila, pescar una diarrea o comprar un poncho urdido en telar o una calavera de cerámica pintada de colores. Y, por aquí y por allá, te encontrarás con esos tiraderos adonde los jubilados estadounidenses van a tomar el sol: asentamientos permanentes de gringos playeros, residenciales amurallados y, en el interior del país, colonias de artistas. Te encontrarás a los ricachones de la Ciudad de México —treinta de ellos con fortunas superiores a los mil millones de dólares, uno de ellos entre los hombres más ricos del mundo, el señor Carlos Slim—, y descubrirás estados en el sur del país, como Oaxaca y Chiapas, donde el ingreso por persona los hace más pobres que en Kenia o Bangladesh, y que languidecen en un estancamiento melancólico que se interrumpe en ciertas épocas con mascaradas de color y fantasía. Hambrientos, bandoleros y hedonistas conviven, más o menos, en un mismo lugar. Y, en los meses fríos, enormes asentamientos de canadienses insulsos y bronceados, y los remanentes de quince colonias de mormones polígamos que escaparon de Utah hacia México para mantener ahí sus harenes de mujeres dóciles y encapuzadas; y en Zacatecas y Chihuahua, bandas aisladas de menonitas que hablan bajo alemán y van con sus rebaños y ordeñan a sus vacas y producen un queso de consistencia fofa que llaman queso menonita. Baja es lujosa y también paupérrima, y la Frontera pertenece a los cárteles. Bandas de narcotraficantes controlan Guerrero, y Chiapas está dominada por zapatistas moralistas. Y en lugares al margen: los spring breakers, mochileros, jubilados cochambrosos, desertores sociales, fugitivos, traficantes de armas, y de pronto va por ahí, en un auto, un gringo viejo, los ojos sobre la carretera y piensa: México no es un país, México es un mundo, y es demasiado mundo para entenderse, y cada estado es tan distinto en cultura y temperamento y comida, y hasta en su forma de ser mexicano, que es un ejemplo perfecto de thatness, eso. Ese gringo viejo era yo. Conducía rumbo al sur, bajo el sol mexicano, siguiendo una carretera recta y angulada que atravesaba los valles de la Sierra Madre: paisajes amplios pero austeros, habitados por miles de árboles idénticos, las llamadas palmas chinas (yucca filifera). Me estacioné un momento para mirarlas de cerca y apunté en mi libreta: No logro explicar por qué, en estos kilómetros de carretera y vacuidad, me siento joven. En su novela En el camino, Jack Kerouac describe así su llegada a México: “Atrás quedó Estados Unidos y todo lo que Dean y yo conocíamos de la vida y de la vida en el camino. Finalmente encontramos la tierra mágica al final del camino y nunca imaginamos el tamaño de esa magia”.

Pablo López Luz, Baja California-Imperial County VI, 2014

Tardé cuatro días y medio en llegar de Cape Cod a la frontera. Dejé mi hogar a media tarde, con premura e impaciencia, un día antes de la fecha de partida. Volqué los contenidos de mi refrigerador en un baúl para tener qué comer durante el viaje. Ya era de noche cuando llegué a Nyack, en el estado de Nueva York. Al día siguiente recorrí mil kilómetros de paisaje otoñal en el Dixie: tristes postales del sur estadounidense, melancólicas ante el tamaño de mi desapego. Y arribé a Carolina del Norte. En mi tercer día recorrí 800 kilómetros hasta las afueras de Montgomery, Alabama, donde dediqué las altas horas de la noche a cocinar tallarines en el microondas del hotel y a ver un partido de futbol americano. Atravesé el paisaje somnoliento e indolente del Deep South rumbo al Golfo: pasé por Biloxi y Pascagoula y Nueva Orleans, un paisaje encharcado por los bayous, hasta llegar a Beaumont, Texas, donde los moteles grandes y pequeños habían sido ocupados por quienes perdieron sus casas en los recientes huracanes: siluetas que esperaban ociosas en las cocheras, jóvenes descamisados y familias que llenaban los vestíbulos, cofradías de fumadores reunidos en el estacionamiento. No parecían desesperados; sólo perdidos, patéticos, fatalistas, como peregrinos del Día del Juicio Final, una estampa de lo que será el fin del mundo: gente pobre y hambrienta, hacinada en hoteles, sin otro lugar a dónde ir.
En las proximidades de Houston —en ese lugar difuso llamado Winnie— me detuve en un hotel un tanto lejos de la carretera principal. Ahí me aleccionó un motociclista proveniente de Billings, Montana. “¿Dices que vas a la frontera? Una vez estuve en Laredo y me equivoqué de carretera. De pronto vi el letrero que decía ‘México’ y me di la vuelta en U, no me importó que la carretera fuera de un solo sentido o que me agarrara un policía. Ni loco me acerco a ese maldito lugar. Los mexicanos me habrían robado la motocicleta y me habrían hecho mierda. Ni idiota cruzaría esa frontera”. Al tipo le quedaban pocos dientes y estaba todo tatuado. Tenía el cabello grasoso y los hombros encorvados de tanto andar en motocicleta. Lo observé recargado en su Harley- Davidson, empinándose una botella de cerveza en el estacionamiento de un hotel de paso: era el tipo más rudo que había visto en toda la semana, y me quedé pensando en sus palabras: “¿Manejar a México? Estás loco, amigo. ¡No vayas! ¡Te van a matar!” Otra lección: quien confiesa que anhela viajar comete un error, pues todo el mundo le dará diez razones para no hacerlo: todos quieren que te quedes en tu casa, que es lo que ellos hacen. Al día siguiente me volvieron a regañar en Corpus Christi. Tenía los ojos asoleados luego de cruzar el desierto de matorrales entre Victoria y Refugio. Después de equivocarme de carretera, me detuve en una gasolinería y pregunté cómo llegar a McAllen. El hombre era regordete, de mirada cerrada. También era un tipo rudo, aunque estaba sobrio, y le estaba echando gasolina a su monster truck. Me espetó una advertencia: “No cruces en Brownsville. Es más, no cruces. Los cárteles te pondrán el dedo, te seguirán. Si tienes suerte te detendrán y te quitarán el coche. Si no tienes suerte, te quitarán la vida. Aléjate de Mex”. “Sólo matan diez personas al día”, me dijo con estulticia Jorge (“llámame George”), el mesero que me sirvió el desayuno en el hotel de McAllen. “Eso pasaba en Juárez”, le dije. “Pero sé que las cosas se calmaron un poco.” En ese entonces, los primeros diez meses de 2017, en México hubo 17,063 asesinatos; en Ciudad Juárez había en promedio uno al día: ya se contaban más de 300 a causa de la disputa territorial entre los cárteles de Juárez y Sinaloa, ambos buscando controlar el trasiego de droga. Pero los relatos extranjeros que dan cuenta de mexicanos sanguinarios datan de tiempos de los primeros cronistas. En su ensayo “Sobre la moderación”, Montaigne cita la Historia de la conquista de México (1554) de Francisco López de Gómara, donde relata que “los ídolos son rociados con sangre humana”. “Y hubo una señora que chocó”, añadió Jorge, alzándome su dedo, “porque un cadáver que colgaba de un puente le cayó en el auto.” “Entiendo lo que dices, George. Pero de todos modos voy a cruzar.” “Mucha suerte, señor.” Entre más te acercas a la frontera, más fuertes son los gritos de advertencia. La experiencia culminó cuando, sobre la frontera, un agente migratorio de Estados Unidos respondió una de mis preguntas con las siguientes palabras: “No tengo idea. No sé nada. Nunca he ido”. Su antebrazo recubierto de azul y la uña amarillenta de su dedo peludo señalaban un punto a quince metros de nosotros: la soleada carretera mexicana.

Pablo López Luz, San Diego-Tijuana IX, 2015

El otro lado de la frontera

Dejé mi auto del lado estadounidense y crucé la frontera a pie de McAllen a Reynosa. Mi intención era conocer los requisitos para un permiso de importación vehicular. Tráete tus papeles y tu carro mañana, y te ayudamos, me dijeron. “Aquí no hay trabajo, pero al menos está tranquilo”, me dijo Ignacio en la plaza de Reynosa, mientras me llenaba de plasta negra los zapatos. “¿Cuántos años me calculas? Tengo 58, soy abuelo. Tengo el pelo negro porque soy indio. Y mira, tengo ojos de indio: son verdes. Mira.” “Pues sí, las carreteras están peligrosas. No creo que te pase nada, pero si tienes una camioneta es muy probable que te la roben. Aquí no hay gringos, ¿viste? Ya no vienen. ¡Se acabaron los gabachos!” A causa de la violencia de los cárteles, Reynosa goza de una reputación terrible. Pero los dos grandes hoteles que quedan sobre la plaza de Reynosa me resultaron agradables y no muy caros. También disfruté la comida del restaurante La Estrella. “La calle Dama solía estar llena de chamacas”, me confesó un hombre llamado Ponciano. “Muchos gringos venían buscando mujeres. Ya no vienen tantos. Ahora fabricamos cinturones de seguridad”. Escolares uniformados que caminan por las calles, con libros bajo el brazo; viejos que compran chiles rojos y mujeres que compran harina para hacer tortillas; una población muy joven: muchos portan camisetas idénticas que invitan a votar por un candidato político; parroquianos que entran y salen de la catedral; y, en los callejones adyacentes a la plaza, una calle peatonal donde las personas hacen sus compras y se detienen a conversar en los puestos de tacos. Todo resultaba muy apacible, al menos en apariencia. Tiendas de vejestorios y tiendas de botas y tiendas de sombreros, pero sin compradores estadounidenses: los gringos de McAllen se quedan en sus casas, pues saben que los Zetas controlan Reynosa. Sin embargo, cabe decir que la actividad criminal es nocturna y transfronteriza, y que tiene que ver principalmente con drogas: metanfetaminas, heroína y mariguana. También se trafica con migrantes desesperados e incluso con chicas y mujeres que terminan en los burdeles de Texas y los estados del norte.

A la mañana siguiente crucé la frontera a las nueve de la mañana. El río Bravo era verde y angosto, y ondulaba como gusano en su trayecto al Golfo de México. Mi apariencia destacaba, y eso me hizo sentir incómodo: no había gringos a la vista, ni a bordo de autos ni caminando por la calle. Pagué 450 pesos y otro tanto en cuotas por el permiso de importación vehicular. El trámite tomó una hora, y las personas se mostraron en general amables. Pero no había fila, nadie esperaba. Yo era la única persona que hacía un trámite en este edificio lleno de burócratas y policías.

“Saldrá de aquí y se irá directo a Monterrey, ¡tan lindo Monterrey!”, me cantó el guardia de seguridad del estacionamiento, al tiempo que colocaba el permiso sobre el parabrisas, con gran ceremonia, a la expectativa de la propina que me observó frotar entre mis dedos. “¡Qué bonito día para salir de viaje, señor!” A los diez minutos, Reynosa me dio un golpe de realidad: esto no era ya la abúlica plaza principal sino los caminos agujereados y los callejones y las chozas de esa ciudad llamada Reynosa, un pueblo de mala muerte con casas construidas en ambas orillas de un canal estancado, que me resultó más triste y destartalado que había visto esa mañana. Me di cuenta de que la bonita plaza allá por la frontera, con su iglesia y callejones de tiendas y taquerías, resultaba engañosa por ser tan inofensiva y decorosa. La mezcolanza y el horror verdadero de esa ciudad no estaban a la vista del caminante que cruza el puente en busca de Viagra o de un dentista barato. El horror estaba oculto en un lugar más profundo: en el desorden, los edificios destartalados, la basura, los burros que mastican el pasto que crece entre las grietas de la carretera. Reynosa no era su plaza principal sino otra cosa: un pueblo fronterizo de mexicanos endurecidos por la carencia, de gente que ha pasado su vida asomándose por los huecos entre un barrote y otro de la cerca fronteriza, comprobando que del otro lado hay un país en el que las casas son mejores, los comercios son más brillantes, los autos son más nuevos y las calles están más limpias. Y donde no hay burros. A los pocos minutos había dejado atrás Reynosa y ya avanzaba hacia el campo; el paisaje era el mismo que el de Texas: árboles de mezquite, cactáceas, vacas pastando. Era el lado opuesto de un río, un valle fluvial que, gracias a un tratado firmado en 1836 y una guerra librada en 1847, se convirtió en dos países que, en tiempos recientes, asemejan la zona de guerra que alguna vez fue, una donde la gente salta bardas, donde mexicanos cruzan el río furiosamente, donde se trafica con humanos, donde se trasiegan drogas, donde se mata gente sin razón, donde los cárteles pelean por dominarlo todo.

Pablo López Luz, San Diego County-Tijuana VII, 2015

En mi cabeza sentía un zumbido de ansiedad —era culpa de todas esas advertencias— pero el alivio llegó convertido en mariposas. No estaba preparado para ellas ni para su extraña intrusión. Primero vi los pequeños racimos amarillos revoloteando y batiéndose con lentitud y aturdimiento sobre la carretera. Luego vi los enjambres: una fuerza de aleteos que forcejeaban y latían. Al poco tiempo me envolvió un nubarrón de mariposas tan espeso que, por momentos, quedé cegado. Embestí algunos de estos insectos, que se embarraron en los vidrios de mi auto y dejaron en el cofre los restos de sus polvosas escamas. Durante varios kilómetros vi la multitud de mariposas aleteando paralela a la carretera a Monterrey; atravesaba los valles abiertos, alentada por el templado aire y el sol. Este confeti salvaje y torpe continuó arremolinándose, flotando casi a ras del suelo. Era un vuelo que avanzaba poco e incierto, y fracasaba en su intento de ir recto; sin embargo, quedaba claro que el esfuerzo de las mariposas era titánico. Hace mucho que leí sobre esta migración de mariposas, el viaje estacional de las monarcas, pero me había olvidado de ella. No fue hasta verlas regadas por todas partes, sus franjas amarillas brotando entre los árboles de mezquite, que recordé que cada año parten del norte de los Estados Unidos, convergen en Texas, y huyen hacia el interior mexicano. Tuve la suerte de cruzarme con ellas en el momento exacto y verlas me emocionó. “Muchas culturas asocian a la mariposa con el alma humana”, leí más tarde. También leí que algunas religiones consideran la mariposa metáfora de la resurrección, y que ciertos pueblos “ven la mariposa como un símbolo de la resistencia, el cambio, la esperanza y la vida”. Las ondulantes mariposas no cesaron su viaje; las vi revoloteando y aleteando hasta llegar a Monterrey. Y Monterrey fue otra sorpresa. Las mariposas embellecían la planta del fraccionamiento de petróleo, se posaban sobre las torres metalúrgicas y en los edificios del campus del Tec de Monterrey, la escuela que permitió que esta ciudad pasara de ser un nodo industrial a una ciudad líder en desarrollo de software: hay más de 400 empresas de informática en la ciudad y la industria está creciendo. Ésta es una de tantas razones que hacen a los mexicanos sentirse incomprendidos y despreciados: Monterrey es la tercera ciudad más grande de México, y queda a una hora y poco del poblado estadounidense más cercano. Ese poblado sería Roma, Texas —o su ciudad hermana, Rio Grande City—, lugares donde las escuelas carecen de recursos, las universidades técnicas son inexistentes, y no hay nada que se compare con Monterrey, que prospera detrás de una montaña con forma de silla de montar. La demanda de mano de obra en Monterrey ha generado una crisis de vivienda. Por ende, este valle de montaña está retacado, de un extremo a otro, con casas de dos pisos. A lo lejos, esas casas de yeso lavado parecen un conjunto de terrones de azúcar; de cerca son como sobrios mausoleos en un cementerio cuadriculado. De un lado está el Cerro de la Silla y, del lado norte, están el cerro San Miguel y un conjunto de montañas llamadas Sierra El Fraile. No asemejan frailes ni santos, sino más bien dos escoriales gigantes: yermos, pedregosos, afilados. No obstante sus hoteles cinco estrellas y la altura de sus edificios, Monterrey parecía lesionada y lastimada: una ciudad mexicana que tuvo que partir piedras para existir.

En el estado de San Luis Potosí hay un desierto de piedras resquebrajadas y polvo ardiente, que se extiende hasta la provincia de Guanajuato. Ahí, las alturas de la Sierra Madre ofrecen un relieve; flanquean el desierto inútil con sus majestuosos picos de granito resplandeciente: unos como cuchillos rotos y otros como oscuros huesos partidos, salpicados de obsidiana color tinta. Saqué mi auto del estacionamiento del hotel y partí rumbo a San Luis Potosí. En Santa María del Río, donde acaba la carretera de asfalto, comencé mi viaje al sur por los caminos abiertos. El sol brillaba y sentí euforia. Era sábado de mercado. Tomé algunas carreteras secundarias, rumbo al suroeste, hasta llegar a San Diego de la Unión, un pueblito escondido. Luego de haber estado en una ciudad grande, Potosí, disfruté que San Diego fuera pequeño y que estuviera rodeado de los verdes campos del estado de Guanajuato. Estacioné el auto y salí a mirar. Lo hice con curiosidad y ocio, atributos que en México se pueden disfrutar si tienes un auto y careces de un destino fijo. La imagen que dominaba —que resplandecía— en la calle principal del pueblo era la de varias niñas, de nueve o diez años, que portaban relucientes vestidos con velos blancos, sus cabelleras negras peinadas con esmero. Algunas portaban también guantes blancos y se habían maquillado con polvos blancos, los ojos delineados con maquillaje negro, los labios pintados de rojo. De tan maquilladas asemejaban pequeñas novias; tropezaban con las piedras del empedrado y las resguardaban sus vigías: mujeres adultas —sus madres, sus tías— y sus hermanas mayores que servían de chaperonas. Estas últimas, vestidas con humildes ropas de calle, resultaban más humildes aún por su cercanía a tan espléndidas princesas. Fascinado, caminé detrás de las niñas. En el camino conversé con los habitantes del pueblo. Me informaron, llenos de admiración por las pequeñas, que iban rumbo a su primera comunión, que se celebraría en la Parroquia de San Diego de Alcalá, una iglesia de dos torres que adorna el centro de la ciudad, bautizada en honor al santo patrón del pueblo.

Viajes tranquilos, días soleados, carreteras apacibles: sobre todo las carreteras rurales de Guanajuato, los verdes campos poblados por meditativas vacas, los corrales de madera vieja y los ranchitos con techos de teja. Flores silvestres, mariposas, halcones que planean en un cielo sin nubes. Así es México de día. Pero sería engañoso que un viajero en este país creyera que no hay nada más allá. Entre susurros, indirectas y advertencias entendí —como cualquiera lo entiende— que existe un sustrato oculto de criminalidad, incluso en los lugares prósperos —sobre todo en los lugares prósperos—, uno que adquiere formas inesperadas. San Miguel de Allende peca de pintoresca. Algunas partes de la ciudad se han restaurado con gracia, otras se han preservado con decoro. Se mantiene la cultura, pero también la belleza: por ello es refugio de artistas y de capitalinos que pasan aquí el fin de semana, y de hordas de turistas mexicanos y extranjeros. A su manera, el pueblo es la apoteosis del color a la mexicana. Hay una hermosa plaza con árboles que llaman El Jardín y una catedral gótica. Abundan las galerías de arte y tiendas de recuerditos. Hay restaurantes excelentes, bares donde te sonríen, jardines botánicos, conciertos casi cada tarde y algunos hoteles de cuatro y cinco estrellas. Todo esto, aunado a un centro urbano en buen estado de conservación, da como resultado un pueblo que trata bien a quienes quieren comer y beber, a quienes quieren hacer paseos y compras. También hay miles de jubilados, gringos la mayoría. “Los gringos vinieron por montones después de la Segunda Guerra Mundial”, me dijo Lupita, la gerente de mi hotel. “Tenían el apoyo de la ley de veteranos, vinieron aquí y les gustó el ambiente y el clima.” Era fácil darse cuenta por qué a la gente le gustaba venir a este pueblo: era un lugar lleno de energía y entusiasmo. “Reposado, tranquilidad”, dijo mi casera, alabando el lugar. Pero yo no buscaba reposo ni tranquilidad. Haber pasado un fin de semana tan risueño me resultaba aberrante pues no había venido a México a descansar. El lunes por la mañana tomé rumbo hacia la Ciudad de México. Me sentía tranquilo y opté por las carreteras secundarias a fin de no atravesar otra ciudad grande, Querétaro. Luego de 80 kilómetros de camino me hallé de nuevo en la carretera de cuota, una pista como de autódromo donde aceleraba hacia la ciudad de 23 millones. De todas esas personas, la mitad vive en la pobreza, algunos gozan de riqueza extrema, y se estima que unos 15,000 niños viven en la calle. Conforme me acercaba a la periferia, la ciudad aparecía enorme y confusa, el aire lleno de polvo; a la distancia, los edificios se borraban. A simple vista la ciudad resultaba decrépita y sobrepoblada; un fárrago inimaginable de las peores versiones de la vida urbana. Un letrero que rezaba “Buenavista” se me ancló a la memoria, no sólo porque el paisaje ahí era desagradable, sino también porque fue cerca de esa salida que un policía motorizado se me acercó a la ventana y me indicó, con su mano enguantada y un dedo obeso, que debía seguirlo. La maniobra resultó complicada debido al tráfico —pasaban camiones, autobuses, autos veloces— y se complicó aún más cuando el policía me guió hasta una rampa de vehículos y, luego, a una calle contigua. No fue hasta que me introdujo en los callejones de una ciudad perdida que optó por detenerse y ondear la mano para que me estacionara detrás suyo. Unos cuantos peatones —malvestidos y con mala pinta— me observaron con desconcierto. Tan pronto vieron al policía, se escabulleron detrás de unas rejas y se perdieron en los callejones. Me di cuenta de que estaban más enterados de lo que iba a pasar que yo. Cuando el policía desmontó y caminó orgulloso hacia mi carro vi que no era muy alto, y que estaba panzón. A pesar de que yo estaba sentado, el rostro del policía quedó a la altura del mío. El casco le enmarcaba las facciones y parecía apretarle la cara, condensando así la furia de sus fibrosas mejillas y el reptil resplandor de sus ojos negros. Desde el momento que empezó a acercarse —patizambo, botas enormes— ya me gritaba a todo pulmón. Bajé la ventanilla y le dije: “Buena tarde, señor”. Sus gritos ahogaron mis palabras. Al principio no tenía idea de lo que me estaba diciendo. “Mi español es malo. Por favor hable despacio”, le dije. Me interrumpió con un alarido. “Le estoy diciendo que sus placas son ilegales. ¿Me entiende? No puede manejar en estas calles, está violando la ley.” “Tengo un permiso”, le dije. El hombre echaba espuma de la furia. Mientras gritaba, caí en cuenta de que estaba envuelto en cinturones. En uno llevaba una pistola enfundada; en otro, sus esposas, una cachiporra y unas cadenas. Su uniforme estrangulaba su cuerpo macizo y gordo, y tanto enojo parecía causarle hinchazón y hacerlo más amenazador, cosa que ocurre con ciertos animales propensos al nerviosismo. Sentí un golpe en la nariz: era la ardiente peste de esta zona decadente de la ciudad. El policía se reclinó sobre mí con rostro amenazante, y me gritó: “¿Sabes qué te puedo hacer?” —en ese momento señaló con la mano el callejón al que habían huido los pobladores—. “Me puedo llevar tu auto. Puedo hacer lo que quiera.” Puedo hacer lo que quiera son palabras que, en boca de un policía mexicano, atizan de inmediato la atención. El miedo es una sensación de debilidad física: la certeza de que estás atrapado, indefenso y en peligro. Y lo que avivó esa sensación fue que, al tiempo que el policía me lanzaba alaridos, los pobladores locales —hombres paupérrimos, niños descalzos, mujeres con bultos a cuestas— pasaban, me observaban de reojo y seguían de largo. Sabían qué me estaba pasando y, por ello, su reacción me alarmó: el miedo ajeno se sumó al propio. “Me puedo llevar el coche al corralón.” Desconocía la palabra, que él no dejaba de repetir. La debí haber inferido: en inglés también existe corral, que da a entender un lugar confinado. Más tarde descubriría que el corralón es el sitio a donde se remolcan los autos. No basta, sin embargo, con pagar una multa y recoger tu auto. Primero debes comprobar que el auto te pertenece: para ello requieres de documentos firmados por un notario, asistencia jurídica, hacer un trámite y, finalmente, pagar una multa de más de 500 pesos a cuenta de haber molestado al departamento de policía y a los oficiales del corralón. Dadas mis circunstancias —tenía a un policía pegándome de gritos en un callejón de una ciudad perdida— aún no sabía los peligros que deparaba el corralón. De cualquier modo, estaba alarmado. En México, la forma aceptada de tocar el tema de un soborno es preguntando: “¿Cómo podemos resolver esto?” Pero mi mente estaba adormecida y no alcancé a recordar tan sutil proposición. En lugar de ello fui directo al grano y pregunté: “¿Qué quieres?” “Dame trescientos.” Sus dientes eran chatos y estaban manchados de tanto fumar. Su rostro regordete estaba carcomido por las cicatrices del acné. “¿Trescientos pesos?” “Trescientos dólares.” “¿Cómo se llama usted, señor?” A veces esas palabras sirven para enfriar los ánimos durante una confrontación. “¡Antonio!”, me gritó. “Trescientos dólares!” “Gracias, Antonio. Yo soy Paul” —a esas alturas el hombre no había visto mis papeles, ni me había pedido la licencia—. “Estoy de visita en México. Tengo una visa y un permiso vehicular. Soy un pensionado. No tengo trabajo. Soy un gringo viejo: un gabacho. No soy rico. No puedo regalarle 300 dólares”. “Tienes tarjetas en la cartera. Saca dinero del cajero automático.” “No es posible.” Su respiración se tornó pesada. “¡Vas a ir al banco!” “No puedo hacerlo”. Además, la idea de que habría un banco en este rincón paupérrimo de la Ciudad de México resultaba risible. Esto le hizo estallar en gritos de rabia intraducibles. Yo sólo pensaba: este hombre tiene una pistola, esposas y una cachiporra. Él es la ley. Me puede arrestar alegando cualquier cargo o inventarse uno. Puede sembrarme drogas. Si me meten a la cárcel, es posible que pierda mi auto. “Con permiso”, dije, y bajé del auto. No dio un paso hacia atrás. Me siguió como un buitre. Los mirones nos estudiaban a la distancia, desde el muro que separaba la colonia y desde unos montículos de basura. Caminé hacia la cajuela del auto y, con un movimiento discreto, saqué un billete de cincuenta dólares de un sobre escondido en un maletín. Acto seguido, cerré la cajuela con llave y le entregué el billete de 50, uno de 20, y otros de menor valor. “¡Te dije que trescientos!” “Le dije que no los tengo.” ¿Por qué no darle los trescientos? Razoné que, si se los daba, me exigiría más. Tampoco fui lo bastante perspicaz para caer en cuenta que la amenaza de llevarme al corralón era de lo más común, y que a mucha gente le ha pasado. Las palabras puedo hacer lo que quiera eran motivo de preocupación, sin duda. Pero en ese momento, anestesiado física y mentalmente por el miedo, reaccioné con lentitud y creo que el policía se lo tomó como muestra de obstinación. Pasaron quince o veinte minutos, que en otras circunstancias no son mucho tiempo, pero que resultan tortuosos cuando te están interrogando en un callejón del cinturón de miseria de la Ciudad de México. Frustrado, me gritó: “¡Su billetera!” La saqué del bolsillo. “¡Ábrala!” La abrí y de inmediato vi los dedos rechonchos tomarlo todo: noventa o cien dólares, y un fajo de pesos. Unos 200 en total, que acto seguido se embolsó. Arranqué el auto. Estaba trémulo, me faltaba el aire. El aturdimiento me hizo tomar la carretera equivocada. Seguí conduciendo a la espera de que manejar me tranquilizara, pero dos horas después me di cuenta de que avanzaba por la carretera a Toluca, al poniente de la Ciudad de México. El policía me había quitado todos mis pesos, así que no pude tomar el camino de cuota (costo: 40 pesos) que me llevaría de vuelta a la ciudad. No tuve más remedio que formarme en una fila de autos que serpenteaban en un tráfico indeciblemente lento. Llegué al hotel La Casona, en la colonia Roma, seis horas después de lo previsto. “Qué vergüenza”, dijo el dueño del hotel, luego de escuchar mi historia. Se llamaba Rudi Roth y su familia era de origen suizo, pero él había nacido y estudiado en México. “No es común que eso pase, pero tiene que ser cuidadoso, don Pablo”, me dijo. “México es un país surrealista.”

Imagen de portada: Pablo López Luz, San Diego-Tijuana IX, 2015.

  1. Las palabras en español en cursivas aparecen en español en el original. [N. del T.]