Debo ir a Medellín. No sale un solo vuelo a tiempo. Lo único divertido es ver a la gente con tapabocas. Por lo menos así se limpia el aire de tanto mal aliento. Por lo menos así el silencio parece reinar y no se escucha toda esa bazofia narcoparamilitar clasemediera ni las ínfulas clasistas y obtusas de los nuevos ricos. Estornudar es un privilegio: es como hacerse de una burbuja que no solo acelera los cargantes filtros aeroportuarios, sino que también impide que te toquen, incluso en las multitudes y así, sin darte cuenta, te vuelves objeto de trato preferencial: un jugo de naranja gratis, me dieron, pero ya me hicieron mala cara cuando les pedí completar el apoyo a mis macilentas defensas con un croissant.
En Medellín no pasa nada extraordinario. Nadie parece estar al tanto de la paranoia, esa bogotana. El valle, como siempre, huele a esmog, frituras y porro. Las mujeres más jóvenes, macizas y epicúreas, siguen su ya acostumbrado guion de fábula fitness. Por su parte, los hombres jóvenes permanecen inmersos en ese reggaetón en el que se les convirtió la vida, con sus respectivas gorras visera plana y cadenas y relojes de kilo. Yo ya vengo con el chip de la demencia. Camino por el centro pensando en la palabra pandemia. Pan-de-mi-a. Pan de mí a… todos ustedes. Es el cuerpo de cristo ¿no? Hallo un sentido concreto a la infección, a la toxina invisible. De repente alguien estornuda en la calle Junín. Cinco veces. La cuadra entera se paraliza ante el escándalo descomunal que termina con ojos rojos y manos restregando los mocos en la carraspera de un poste de luz. Aunque soy un escéptico consagrado algo en mi cabeza ruge como la chimenea de un barco: contagio. Para olvidar la escena, apresuro mi paso al Parque de los periodistas. Compro aguardiente y me siento en medio de la muchedumbre que tanto se parece a mí. Ningún virus puede entrarle a uno cuando se lleva puesta una borrachera de aguardiente.
Amigos llegan de Santa Marta. Ponemos punto de encuentro. La verdad es que los tapabocas no maridan muy bien con el calor. Puede ser que esta sea la razón por la cual nadie, en esta ciudad, los lleva puestos. Acertijo resuelto. Mis amigos me dicen que en su vuelo venían dos hombres orientales. Silencio. ¿Pero eran chinos? Pregunto. Sí. Tenían los ojos rasgados. Responden. Vamos a un restaurante y ellos se lavan rigurosamente manos, brazos y rostros. Exagerados. Me piden que haga lo mismo. Lo hago, pero no exagero. En el noticiero del mediodía la palabra que me hostiga, escrita y rutilante, en amarillo en rojo en verde, y dicha, repetida y recalcada por una veintena de voces: pandemia. Almorzamos repasando la paranoia de mis amigos: cada movimiento por parte de los hombres orientales fue detallado, desmenuzado y analizado. Alguien dijo que la palidez de uno de ellos le parecía sospechosa. Que las ojeras del otro también. Antes de abandonar el restaurante les digo: me parece que dramatizan, los tipos podían ser colombianos de ascendencia japonesa o coreana. No, eran chinos. Aseguran. ¿Cómo saben, los escucharon hablar? No, pero eran chinos. Insisten. ¿Cómo putas lo saben? Subrayo. A ver: olían mal, a podrido, como a sopa de murciélago.
La vida no es más que esto, chiques. Dice Jero, con una copa de aguardiente en la mano derecha, mientras con la izquierda nos señala a todos, uno por uno. Después sigue hablando, emocionado, sobre el incalculable valor de la amistad y la cofradía. De un momento a otro le surge un poderoso y seco tosido. Lo ataja con su puño derecho. La copita de aguardiente sale a volar. En silencio todos descubrimos que tiene razón. Que la vida no es más que funesta soledad.
En el barrio Antioquia, despensa narcótica de Medellín, un gringo meloso quiere comprar cocaína y el vendedor (primera persona que veo con tapabocas desde que llegué) le grita “don’t touch me, stay away, ¿how many grams do you want?” El mismo tipo me atiende. Yo guardo distancia. Conmigo es más amable e incluso intenta tirarme conversación mientras organiza la tranza. Hay que cuidarse de esa plaga sucia que viene de afuera, me dice. Sí, claro, hay que cuidarse, le respondo, pensando en por qué carajos no llevo tapabocas. El tipo cierra, fenomenal: usted no es de acá ¿cierto?
Mi teléfono se quedó sin batería. Pasamos la tarde en una fonda tradicional del Barrio Buenos Aires, la primera parte de la noche en un granero de Carlos E. Restrepo y rematamos hasta la madrugada en un bar de Provenza. La vida cotidiana sigue su curso normal, sin alteraciones: la gente en las calles, copando todo tipo de comercios, abrazándose, besándose, pasándose cigarrillos y bebiendo de los mismos vasos. Cuando vuelvo al departamento y conecto mi teléfono choco con la realidad, esa realidad que, parece, ha superado irremediablemente la ficción. De la ducha me sacan obligado.
El vuelo de vuelta a Bogotá se retrasa cuatro horas. Cuando era chico mi madre me decía: al que no le gusta la sopa, se le dan dos tazas. De algo estoy seguro, una sola cosa: actuamos por miedo. Los miedos y los peligros se manipulan y es así como se mueve esta triste humanidad.
G. Jaramillo Rojas nació en Bogotá, el primer domingo de 1987. Es sociólogo, periodista y profesor. Básicamente, un vago. Le gusta el punk, le gusta mucho, pero no tanto como cortar champiñones. Lee porque no tiene nada más interesante que hacer y escribe por evasión.
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Imagen de portada: Aeropuerto El Dorado en Bogotá. Fotografía de Young Shanahan, 2019. CC