En este ensayo la pregunta que nos convoca es de índole psicológica: ¿hasta qué punto podremos desarrollar relaciones afectivas con dispositivos tecnológicos o máquinas?, ¿qué dicen estos vínculos no solo de nosotros, sino de la evolución social y psicológica que ocurre en el presente?, ¿qué dicen de cómo la tecnología permite crear soluciones (incluso si son imaginarias) a los problemas que percibimos en las relaciones humanas? A modo de confesión debo reconocer que me es muy difícil pensar este tema. Tampoco se trata de la ya muy debatida cuestión del surgimiento de una sexualidad humana únicamente conectada a dispositivos tecnológicos u objetos (juguetes sexuales), aunque estas preguntas se superponen, puesto que la sexualidad nunca es por completo disociable de una forma de vida afectiva.
Las relaciones humanas con las máquinas (“the human-machine interface”)
El perfeccionamiento de la inteligencia artificial está cambiando radicalmente la definición de lo humano, en particular, de lo que consideramos específicamente humano. Esta redefinición tiene un impacto profundísimo en la sociedad, en la economía y, por supuesto, en la vida afectiva. Hay formas de relación y comunicación que en la actualidad están dejando de ser exclusivas de la esfera humana para entrar en un nuevo “espacio relacional” (llamémoslo así) con entidades artificiales que pueden interactuar significativamente con personas.
El surgimiento de estas nuevas entidades plantea no solo que la frontera de las capacidades exclusivas de los humanos se desplazó (algo que ocurre desde que los robots asumieron un rol central en la producción industrial), sino que, además, el ámbito hasta hace poco más preservado de la automatización (el lenguaje, el sentido y las capacidades cognitivas) se abrió a un nuevo universo. De hecho, definir lo esencialmente humano (explorar su ontología, aunque con sentidos diferentes para la filosofía y para la informática) a través de las relaciones con los animales y los objetos era una de las premisas explícitas de la “cibernética” enunciada por Norbert Wiener en su célebre libro de 1948 Cybernetics, Or Control and Communication in the Animal and the Machine, y que él llamó “the human-machine interface”.
Nuestra interacción o nuestras relaciones con artefactos creados por humanos funcionaban en el marco de una distinción ontológica entre humanos y máquinas. Esa diferenciación implicaba que las máquinas no podrían nunca emular capacidades u operaciones humanas en la esfera del sentido y la sensibilidad. Las máquinas se situaban en el mundo de la acción y, más generalmente, en el de la materia. El “modo de existencia de los objetos técnicos”, para retomar una expresión de Gilbert Simondon, permitía a los humanos preservar varias esferas de independencia. Pensar en una relación distinta era hasta entonces una especulación propia de la ciencia ficción.
El cambio en esta dimensión ya es real. La posibilidad de que tengamos vínculos psico-afectivos con entidades no humanas —artificiales, creadas, funcionales y asociadas a dispositivos tecnológicos inteligentes— es bastante nueva, pues hasta ahora no podían interactuar con nosotros de manera enteramente autónoma. Aunque nuestra facultad para desarrollar dichos vínculos se apoya en hechos establecidos desde hace tiempo y en buena parte explicados por la psicología, estas relaciones eran vistas como sucesos extraordinarios y, en el caso sexual, como perversiones.
El mito de Pigmalión, que explica la antigua disposición humana a crear un ser a su semejanza, cambia hoy radicalmente su estatuto de verdad. Pregunta: ¿es Pigmalión un delirante? Para Freud se trataba del ejemplo clásico de la capacidad de sublimación, cuando el artista deposita su energía erótica o vital en la creación. Jacobo Lantier, quien vive enamorado de la locomotora que conduce en la novela de Émile Zola La bestia humana, y Boriska, quien se obsesiona con una campana en la última parte de Andrei Rublev (1966), de Andrei Tarkovsky, son dos ejemplos entre miles que ilustran esta conocida característica humana.
Las vueltas del afecto
Veamos brevemente lo que ya sabemos del funcionamiento humano en términos psicoafectivos:
- Hay una amplia evidencia antropológica, etnográfica, psicológica e histórica sobre la capacidad humana para crear vínculos afectivos con entidades vivientes no humanas (animales, árboles, bosques, ríos, la tierra, etcétera). Es más, desde la teoría antropológica de la religión se propone que esta capacidad es la raíz fundamental de todo fenómeno simbólico.
- La teoría general de la sublimación propuesta por Freud valida que somos capaces de desarrollar vínculos afectivos con ideas o ficciones y, por extensión, con entidades ficcionales o reales cuya cualidad esencial es no ser concretas (la religión, el arte o las ciencias). La teoría junguiana de la posesión ideológica da algunas claves para ahondar en esta relación (el paso de “people have ideas” a “ideas have people”).
- Desde el siglo pasado hay un amplio debate sobre si los seres humanos somos capaces de gozar de una sexualidad activa únicamente con objetos (sin necesidad de personas), de la misma manera en que somos capaces de construir una vida sexual sin ningún tipo de relación afectiva.
- Los vínculos psico-afectivos que las personas desarrollan con ciertos objetos existen y están condicionados por vivencias, pero la forma relacional es —o lo fue hasta ahora— unívoca (y va del humano al objeto, ¡según observadores exteriores!). Hay una interacción, pero no es autónoma desde el punto de vista del objeto. Aquí aparece uno de los cambios radicales que acompañan la llegada de la IA, aunque los casos donde los objetos cumplen un rol tradicionalmente ligado a las relaciones humanas (como el cuidado o el enamoramiento) todavía tienen una posición marginal en la sociedad.
- Somos capaces de crear universos simbólicos autosuficientes que nos permiten dar coherencia y sentido a situaciones extremas, absurdas, de destrucción, de violencia o a la soledad más absoluta; es decir, de generar nuestra propia respuesta a necesidades psico-afectivas fundamentales (tema explorado por el psiquiatra austriaco Viktor Frankl en El hombre en busca de sentido). Aquí aparece otro elemento incierto, pero que claramente jugará un papel importante: en la medida que los dispositivos tecnológicos empiecen a ganar importancia de cara a las infancias del futuro, cambiará el tipo de relación posible como horizonte psico-afectivo.
- Tenemos la capacidad de desarrollar relaciones afectivas extremadamente fuertes con entidades no humanas y no vivientes que no nos contestan ni interaccionan de otra forma con nosotros (el caso de los animales o de las muñecas sexuales es claramente diferente). Es decir, que pueden existir relaciones significativas que prescindan de interacción.
Lo que hoy se plantea es la posibilidad de que se generalicen relaciones mediadas por la interacción con la IA de dispositivos tecnológicos inteligentes. El punto central es si estas relaciones podrían compararse con las que creamos con humanos. La mayoría de nosotros respondería intuitivamente que no. La razón, creo yo, sigue siendo la premisa ontológica de que una relación solo puede darse con una entidad animada (un ser viviente).
Sin embargo, la evidencia disponible refuerza la idea de que somos totalmente capaces de generar, buscar, crear y mantener relaciones con entidades no humanas. Esto plantea la necesidad de hacer varias distinciones. Por ejemplo, en la mayoría de los casos que enumeramos, estas relaciones coexisten sin necesariamente suplantarse. Es verdad que el factor clave de la distinción entre un ser viviente y una máquina se mantiene y marca la última frontera. Pero, ¿qué cambia con la IA?
Los posibles usos relacionales y afectivos de la IA
Un empleado le pide a la empresa que lo case con el holograma del sistema de IA que gestiona su vida cotidiana (el matrimonio no tiene valor legal).1 Un hombre construye una relación sentimental con su muñeca sexual (luego decide incluir a otra muñeca como su “amante”), trabaja como freelance y pasa sus ratos libres jugando videojuegos e interactuando en línea con otras personas que tienen relaciones con sus muñecas.2 En Japón se está generalizando el uso de robots en instituciones geriátricas, tendencia acompañada por la evidente degradación de las condiciones laborales del personal especializado en un contexto de falta de mano de obra. En este caso, la robótica conversacional permite proponer nuevos programas para que los robots que interactúan con personas ancianas alivien su soledad. Hay más: los muñecos no solo son un mercado en el área de la sexualidad (en general masculina, pero no únicamente). Existen ahora muñecos de bebés recién nacidos con un uso psicológico para mujeres o parejas que han perdido un embarazo.3
La crisis de la soledad, la desconexión afectiva y la tecnología
La inquietante pregunta sobre el futuro de estas relaciones posibles puede responderse de manera similar a lo que Freud enunciaba en 1914: “Aquel que prometa liberar a la humanidad de la engorrosa sujeción sexual será aclamado como un héroe, poco importan las imbecilidades que decida plantear”.4 Del mismo modo, la promesa tecnológica de simplificar, controlar o reducir la complejidad de las relaciones afectivas y amorosas colabora subterráneamente con las aspiraciones generadas por la IA, en un contexto de crisis de la soledad en la mayoría de los países desarrollados.
En efecto, desde hace más de quince años, en muchos países los indicadores más cruciales de salud mental se han disparado, sobre todo en niños y adolescentes: depresión, crisis de angustia, ataques de pánico, automutilaciones, suicidio, abulia, adicciones, aislamiento, obesidad, trastornos de imagen y dificultades relacionales graves.5 El contexto histórico de esta evolución se podría resumir de una manera simple: vivimos durante siglos encerrados y a la vez cobijados por estructuras familiares rígidas que aplastaban a los individuos, mientras que con la sociedad moderna se han afianzado la autonomía económica y psicológica del individuo, y se transforman los tipos de vínculos afectivos tal como se concebían en el mundo tradicional.
En algunos lugares se ganaron diversas batallas en cuanto a intimidad, control de la reproducción, libertad sexual y vocación profesional. En algunos países y en ciertas clases sociales también se ha logrado vivir una vida que no sea completamente dictada por la lógica de la familia patriarcal. La explosión de la familia en el mundo moderno y la creciente autonomía o atomización conllevan nuevas formas de libertad, pero también de soledad. Somos más libres, pero estamos también mucho más solos con respecto a los sucesos centrales de la existencia (crianza de los hijos, enfermedades, vejez). El sociólogo Alain Ehrenberg analiza esta crisis de la soledad desde la perspectiva de la explosión social de la depresión (que, por supuesto, también impacta en las relaciones amorosas) y traza una evolución de la violencia y las limitaciones que producían las estructuras sociales tradicionales sobre los sujetos respecto a las “patologías de la relación”, donde todos los vínculos parecen rotos, inciertos, inestables o pendientes de redefinir.6
En este marco, la tecnología ya juega el rol crucial de paliativo ante la dificultad de las relaciones, y de agravante ante la imposibilidad de aprenderlas, puesto que uno de los efectos más directos del consumo de dispositivos tecnológicos como el teléfono inteligente es el de bloquear el desarrollo psicoafectivo normal ligado a las interacciones y las experiencias intersubjetivas.
Los psicólogos nombran “teoría del apego” a los diferentes modelos relacionales que podemos desarrollar en función de las formas de socialización afectiva en nuestra infancia. No es difícil suponer que, para niños que crezcan en ámbitos muy impactados por la tecnología digital y hayan estado en contacto prolongado desde su infancia con las pantallas, el vínculo con la IA sea de una naturaleza distinta al de otras generaciones.
La película Her, de Spike Jonze (2013), cuenta precisamente una historia de amor entre un hombre y una IA, horizonte posible que nos espera en un contexto global de alta complejidad relacional —derivada de la lógica de la autonomía de las sociedades abiertas y de la crisis de la soledad—. Lo interesante es que no se nos muestra la situación como algo perverso, marginal o patológico.
Si la tendencia al aislamiento, la interacción cada vez más temprana con las tecnologías digitales y la atomización se refuerzan, las nuevas relaciones con la IA podrían alterar la manera en que concebimos los vínculos afectivos en el futuro. En ese caso, paradójicamente, pertenecer a una sociedad pobre y poco tecnologizada, donde se mantengan las viejas estructuras afectivas, podría representar una oportunidad de conservar vínculos significativos.
Imagen de portada: ©Zalathiel Vargas, El toro cibernético, 1977. Cortesía del artista
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Ver Emiko Jozuka, “Beyond dimensions: The man who married ↩
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Ver Julie Beck, “Married to a Doll: Why One Man Advocates Synthetic Love”. Disponible aquí ↩
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Citado por Ernest Jones en La vie et l’œuvre de Sigmund Freud, Basic Books, París, vol. 2, 2006, p. 161. ↩
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Recomiendo las estadísticas elaboradas por Greg Lukianoff y Jonathan Haidt en The Coddling of the American Mind, Penguin Press, Nueva York, 2018. ↩
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Ver Alain Ehrenberg, La fatigue d’être soi. Dépression et société, Odile Jacob, París, 1998. ↩