Morir haciendo algo que amas no es tan trágico Mark Foo, surfista de olas gigantes1
Llevo dos horas pataleando para mantenerme a flote en el océano; a kilómetros de la costa, sin que nadie sepa que estoy aquí, sin esperanza de ser rescatada. No tengo más que un remo de plástico del que me sujeto pero no es lo suficientemente denso para sostener todo mi peso, en especial en aguas tan agitadas como estas. Desde hace unos minutos, las olas me han estado noqueando al jalarme hacia el fondo, y apenas logro despertar para escupir agua de mar, antes de perder de nuevo la conciencia.
Se acabó. El agua ya no es agua, sino unas fauces hambrientas que me han estado esperando aquí, pacientemente, desde el día en que nací. Me hundo una y otra vez, más débil y más cerca del final mientras un solo pensamiento gira en mi mente:
Qué idiota eres. Vas a morir y ni siquiera será una buena historia.
Claro que en su momento parecía una buena idea.
Era 2011. Mi madre y mi padrastro se habían jubilado y mudado a Sosúa, un pequeño pueblo playero en República Dominicana, y me invitaron a pasar con ellos un mes.
Acepté.
Porque en ese momento vivía en San Francisco con un gran tipo. Y aun así quería dejarlo.
Porque no había cumplido con la fecha de entrega de un guión y, usando la lógica clásica de los escritores, pensé que estar en un lugar alejado de la rutina me liberaría del bloqueo mental.
Porque a pesar de haber tomado tantas clases cada que estaba cerca del mar y no obstante que veía la película Punto de quiebre religiosamente dos veces al año, todavía no había logrado surfear una ola.
Porque me encantaba la romántica historia que contaba mi madre sobre cómo Sosúa había sido un refugio para los judíos durante la Segunda Guerra Mundial, dado que la República Dominicana fue uno de los pocos países en aceptar judíos refugiados del holocausto. El relato incluía la construcción del templo en la bahía de Sosúa, muy cerca de donde nos hospedaríamos. Qué metáfora tan adecuada: un refugio para los judíos perdidos de aquel entonces, un refugio para una judía contemporánea extraviada.
Al llegar supe que el general Rafael Leónidas Trujillo, un dictador obsesionado con temas raciales, había invitado a los judíos en parte porque esperaba que le ayudaran a hacer más blanco el país. Y descubrí que la fama actual de Sosúa no era por sus templos sino por el turismo sexual.
Voltearas a donde voltearas, veías viejos blancos con la piel quemada y mujeres muy, muy jóvenes a su lado. O al revés: mujeres blancas con hombres jóvenes. Dos días después de haber llegado, vi cómo un musculoso joven haitiano ayudaba a bajar de una combi a su al menos sexagenaria compañera con rastas; la sujetaba galantemente de un seno desnudo.
Sosúa era transparente en su transaccionalidad. Había muchas sonrisas pero poco fingimiento: los turistas obtenían lo que estuvieran dispuestos a pagar. Gestionaban estos arreglos con intermediarios que en su momento también fueron turistas y se quedaron a vivir de esta manera, repartiendo entre los pobladores originales lo que sobra en este comercio.
En el complejo donde mis padres habían adquirido su condominio, muchos de los visitantes —demasiados— parecían haber viajado en busca de lo que sobraba, y yo los evitaba.
La única persona que me caía bien era un francés al que llamaré Max, sobre todo porque yo desconfiaba de las sonrisas en ese lugar y él casi no sonreía. Tenía un trabajo de oficina en el condominio y se le consideraba poco amigable; nunca lo veías conviviendo antes ni después del trabajo. Pasaba su tiempo libre con su familia o surfeando en una playa cercana. Diez años antes, en Hawái, yo había logrado ponerme de pie en una tabla durante siete segundos. Fueron los mejores siete segundos de mi vida, y estaba segura de que Max había aceptado este trabajo tan raro en este sitio tan extraño porque, como cualquier creyente, necesitaba estar cerca de su lugar sagrado.
Aunque esto solo lo suponía, porque nunca cruzamos palabra.
En mi tercer día en el pueblo, me apunté para tomar una clase de surf en una playa cercana. La impartía un adolescente con un afro decolorado por el sol y ojos verde claro. Era un mago en las olas pero casi no hablaba inglés, ni siquiera lo suficiente para instruirme en la postura o en cómo calcular el momento adecuado para erguirme; apenas lo suficiente para hacerme saber con amabilidad que también estaba disponible para servicios en horarios nocturnos.
Al día siguiente encontré a otro instructor, otro atleta natural, cuyas habilidades pedagógicas no lograron inyectar confianza en una neoyorquina torpe y ñoña con el equilibrio de una jirafa borracha. Apenas podía nadar, mucho menos dominar una tabla. Tomé tres clases con él y no aprendí nada aparte de lo que ya sabía: que no tenía futuro como surfista.
Al caminar de vuelta a casa por las tardes, los jóvenes me hablaban desde sus motocicletas o recargados contra las paredes. Me observaban, sonreían y susurraban promesas en distintos idiomas. Yo pasaba a su lado de camino a comprar cigarros y sentía cómo su deseo me recorría el cuerpo. Mi mente sabía que el deseo no era dirigido hacia mí, sino hacia el dinero que yo representaba, pero a mi cuerpo no le importaba esta diferencia. En mi terruño, si un grupo de jóvenes te mira con esa mirada, casi siempre significa peligro: sabes que tendrás que correr, pelear o ambos. Aquí, sus miradas eran un baño de miel.
No había cobrado conciencia del temor que me inspiraban los hombres hasta este momento en que dejé de sentirlo. No sentí urgencia por reaccionar, más bien debo decir que en aquellos primeros días fui a comprar más cigarrillos de los que en verdad necesitaba.
Aún así, no podías ir a las playas públicas sola porque la gente daba por sentado que estabas buscando algo y las cosas se volvían incómodas.
Así que ahí estaba yo, fracasando en mis lecciones, incómoda en las playas, estoica ante la atracción principal del lugar. Solo me quedaba una opción. El lugar en el que vivíamos contaba con algunos juguetes para el agua que los residentes podíamos usar. Entre ellos había una vieja tabla de remo que ya no tenía la correa que se ata al tobillo.
En los ratos en los que no estaba en la casa no escribiendo mi guion, sacaba la tabla y practicaba ponerme de pie, aprendiendo a moverme hacia el frente y hacia la parte de atrás de la tabla dependiendo de lo que quisiera, velocidad o estabilidad, y descubriendo cómo dar vuelta. Lo hacía paralela a la costa y me alejaba de las olas oscuras y revueltas que aparecían más allá de la bahía —parecían caóticas y siniestras: un capítulo de Moby Dick para el que no estaba preparada—. Los pescadores, sin embargo, salían en sus botes a mar abierto y podía verlos a la distancia, subiendo y bajando contra el horizonte.
Nunca me preocupé por avisarle a nadie que me iba a meter al mar: el agua cerca de la costa era cristalina; parecía estarme metiendo en una alberca infinita.
Tenía un reproductor de mp3 barato y a prueba de agua que sujetaba detrás de mi oreja; contenía todo un disco de canciones; antes de salir le cargaba un álbum diferente y lo escuchaba una y otra vez mientras me deslizaba sobre el mar de aquí para allá buscando delfines.
Después de tres semanas, me dirigí un día a la bahía para mi sesión. Mi padrastro estaba en el condominio, pegado a su computadora. Experimentaba extraños dolores en el estómago y eso lo tenía de mal humor casi todo el tiempo; se la pasaba peleando en francés con mi madre. Ese día ella se había ido al pueblo.
El disco que elegí fue Kaya, de Bob Marley. Mi canción favorita era “Misty Morning”, en particular por los versos que dicen:
I want you to straighten out my tomorrow
I want you to straighten out my today.2
Quería que alguien hiciera eso por mí. Estaba en una encrucijada en mi vida, en mi trabajo, en el amor, en la ciudad en que residía; a mis cuarenta me sentía vieja de una manera que no te parece boba hasta que llegas a los cincuenta. Y mientras cantaba esos versos que son una maldición y un rezo al mismo tiempo, alcé la mirada y vi un delfín de verdad saltando a la distancia. No solo saltando, sino jugando: realizando arabescos, llamándome, invitándome a integrarme a su danza.
Comencé a remar hacia él lo más rápido que pude. El delfín se quedó en su lugar —un arco grácil y brillante de negro y verde—; surgía directo de mis libros infantiles favoritos mi nuevo mejor amigo. La corriente estaba a mi favor y me ayudaba a acortar la distancia con rapidez.
Nunca me había deslizado sobre el agua tan suavemente, nunca me había sentido tan emocionada.
Cuando estuve más cerca, descubrí dos cosas:
Una: no se trataba de un delfín. Era una gran bolsa de basura vacía.
Dos: ya no estaba en la bahía, sino mar adentro, y el agua había dejado de ser una alberca tranquila para transformarse en una lavadora que se agitaba con furia. Yo estaba justo en medio. Olas que sobrepasaban mis hombros venían hacia mí desde todos lados.
Tan poca idea tenía de lo que estaba pasando que en ese momento pensé que lo peor era la bolsa de basura.
Recordé mis enseñanzas y para mejorar el equilibrio me senté con una pierna a cada lado de la tabla, en lugar de seguir de pie, y comencé a remar en paralelo a la costa, tan intensamente como pude para desprenderme de la corriente que me alejaba de tierra firme.
Se sintió como una eternidad, aunque fueron más o menos treinta y seis minutos, lo que duraba el disco Kaya, que tenía en repetición automática. Estaba escuchando el verso que decía “no puedes huir de ti mismo” por segunda vez desde que me había alejado de la seguridad de la bahía.
Y no tenía correa.
Una ola enorme me tiró de la tabla. Me revolcó y tosí; después de escupir sal, salí a tomar aire mientras veía cómo la tabla flotaba a un metro de mí pero se alejaba con velocidad. Llena de adrenalina, aún sujetando el remo, logré impulsarme hacia ella y alcanzarla.
Me subí resoplando y decidí no remar más. Solo me quedé acostada y concentrada en no perder la tabla.
Por un momento, las olas me empujaron hacia un lado y pude ver la costa: estaba dos veces más lejos que unos minutos antes.
Pero sentí esperanza; contaba con que sería vista desde alguno de los botes de pescadores que poblaban el mar más allá de la bahía.
Y entonces recordé que era domingo.
Una ola me golpeó y la tabla salió disparada debajo de mí como si fuera un corcho. Grité angustiada. Nadé para alcanzarla y solté el remo en un instante de pánico. La tabla se alejó de mí con cadencia dentro de ese mar oscuro. Cinco metros, luego diez, y veinte.
Algo me golpeó la cabeza. Fuerte. Era el remo. Decidí ponerme a flotar de espaldas y sostenerlo en alto con la esperanza de que si alguien me buscaba, lo podría ver. Mientras tanto, todavía tenía a Bob Marley cantándome al oído.
One of my good friend said,
in a reggae riddim,
Don’t jump in the water,
if you can’t swim.3
Volví a la pesada labor, con el remo en la mano, de intentar respirar mientras me sacudían lo que parecían torbellinos dentro de remolinos. De milagro, o como maldición, los audífonos se mantuvieron firmemente sujetos a mis orejas y funcionaron como cronómetros. Sonó todo el álbum y volvió de nuevo mi canción. Otros treinta y siete minutos dentro del agua.
Sí, lo que tú digas Bob, ya sé. Me lancé al agua sin saber nadar. No podía mover los brazos; mi garganta parecía forrada de lija.
Caí en cuenta de lo triste que sería la historia de mi muerte. La gente llevaba años burlándose de mi mala vista. Y ahora resulta que había confundido una bolsa de basura con un delfín.
Y fue entonces cuando pensé que mi historia moriría conmigo, quizá mis seres queridos inventarían una mejor. Murió haciendo algo que amaba, dirían asintiendo, sin saber la verdad.
Porque yo no amaba hacer esto, ni un poquito. Mi cuerpo era un grito mudo. Entraba y salía de la conciencia. El terror seguía ahí, pero sofocado, porque el miedo depende de la esperanza y yo la había perdido hacía unas seis canciones de reggae.
El agua seguía alzándose, lanzándome de un lugar a otro. Apenas sabía dónde estaba mientras continuaba sosteniendo el remo en lo alto, pero todo parecía suceder tras un cristal, y yo no dejaba de tragar espuma y agua de mar.
Otro ciclo de Bob Marley. Esta vez, cuando lo escuché burlarse de mí por no saber nadar, me quité los audífonos y dejé que se los quedara el mar. Esta música no es la banda sonora que elegí para mi muerte.
Y después de eso, nada.
Dos pares de manos, cada uno sujetándome un brazo. Me jalaban para meterme a un bote. Después, yo de espaldas y el cielo tan azul sobre de mí.
En ese entonces todavía no hablaba español, pero recuerdo la frase dios mío repetida varias veces. Luego la sensación de metal: me habían acercado una cantimplora a los labios.
Me disculpé una y otra vez —deliraba— por haber perdido la tabla. Los hombres del bote me ignoraron. Me desmayé.
Me despertaron al sacarme del bote y llevarme a la playa. Una pequeña multitud se había reunido y cuando dos brazos fornidos me alzaron, vi a mi padrastro, un ateo militante, hincado en la arena rezando en árabe. Nunca me perdonó haberlo orillado a eso.
“Imbécile!”, me solía decir después. “Tu m’as fait trahir ma foi!”4
Él sí se había dado cuenta de que yo no estaba y rentó una lancha para buscarme. Parece que el capitán le cobró una cantidad enorme por salvarme la vida. Dadas las circunstancias, Josue sintió que no podía regatearle, y el regateo era su verdadera religión. Nunca me perdonó eso tampoco.
Al final no había mucho más que decir. Deshidratación, una quemada terrible y el ego vapuleado: cómo se me ocurrió que alguien como yo podía surfear, estar a la altura de algo tan infinito e implacable como el océano.
Me arrastré, derrotada, y me tumbé en el futón de mi estudio, muerta para el mundo. Podría haber dormido días, meses… pero después de unas horas escuché que tocaban a la puerta y gritaban mi nombre.
Era Max, el francés. Golpeaba la puerta con urgencia.
—Tenemos que hablar —dijo.
Intenté ignorarlo.
—¡Ahora! —gritó.
Pensé que estaba en problemas por haber perdido la tabla, así que me puse de pie, abrí la puerta y cuando me hizo señas para que lo siguiera, lo hice sin protestar. Caminamos juntos en silencio hasta su oficina, al otro lado del complejo.
Acercó dos sillas a su escritorio, me pidió que me sentara en una, él se sentó en la otra y desenrolló un mapa.
—Revisemos tu trabajo.
—¿Mi qué?
—Tu trabajo. Tu surfeo.
—No estaba surfeando —seguía deshidratada y sentía como si mi cabeza fuera de papel maché—. Me fui en la dirección equivocada cuando quise perseguir algo que no estaba ahí y casi muero.
Gruñó, cruzó los brazos. Después de un momento, por fin dijo:
—¿Qué crees que es surfear?
Juntos revisamos los mapas. Me pidió que señalara dónde había abandonado la seguridad de la bahía. Me hizo mostrarle con exactitud el ángulo en el que remé hacia la costa cuando me di cuenta de mi error. Me mostró lo que había hecho bien y en qué me había equivocado; las cosas que debía corregir para la próxima.
Como si fuera a haber una próxima vez.
Me ofreció una botella de agua. Me la acabé en treinta segundos.
—El mar te perdonó, ¿sabes? Ahora estás en deuda.
Aquí vamos, pensé, ya salió la verdad. Empecé a calcular cuánto costaría una tabla, cuánto tenía en el banco.
Se levantó y señaló su propia tabla recargada contra la pared.
—Tienes que prometer que tomarás esta tabla y saldrás al mar mañana a primera hora, pase lo que pase.
Lo miré fijamente. Encogió los hombros.
—Perdiste la tuya. Si no sales mañana, quizá nunca más lo hagas. Así funciona el miedo —sonó su teléfono—. Tengo que tomar esta llamada —y me dio la espalda.
Al día siguiente tomé la tabla y enfilé hacia la bahía. Sentía como si me hubieran arrancado los músculos. Estuve remando horas. Fue horrible, pero lo hice.
Salí a surfear todos los días que restaban de mi visita. Max no me volvió a hablar, pero cuando me veía salir temprano, algunas veces me saludaba con un gesto.
Catorce años y muchas demandas después, mi madre se deshizo de los departamentos en República Dominicana. Juró que jamás volvería a esa “playa maldita”, y nunca lo ha hecho.
Resultó que los dolores de estómago de mi padrastro eran síntomas de un cáncer que descubriríamos demasiado tarde y que lo mataría cuatro años después. Esas semanas en la playa fueron las últimas que pasamos como familia antes del diagnóstico. Cada instante era un regalo, aunque en ese momento no lo supiéramos.
Supe que Max se fue al poco tiempo. Tiene sentido porque no pertenecía a ese lugar, donde todo estaba a la venta. Él, que me ofreció las cosas gratis. Me esfuerzo por no olvidar sus dos lecciones: comparte lo que amas y regresa a lo que temes. Después de todo, casi muero antes de recibir esas enseñanzas. Y al final le hice caso a Bob y tomé clases de natación, aunque no creo que vuelva a escuchar su disco Kaya.
En lo que se refiere al hecho de que sobreviví pese a la serie de errores colosales, sigo anonadada. No merecía ser rescatada por esa lancha como tampoco merecía la generosidad de Max. Pero supongo que ese es el punto de todo esto: si mereciéramos las cosas, no serían una bendición.
Imagen de portada: Arnold Böcklin, En el mar, 1883. Art Institute Chicago
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Nunca sabremos si él se sintió así cuando llegó su final. Murió en Mavericks, California, en 1994. ↩
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Quiero que endereces mi mañana/ Quiero que endereces mi día de hoy. ↩
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Uno de mis buenos amigos dijo,/ al ritmo del reggae,/ no saltes al agua/ si no sabes nadar. ↩
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¡Idiota, hiciste que traicionara mi fe! ↩