Últimamente me ha dado por pensar que detrás de cada tabú siempre hay otro tabú: un segundo tabú oculto que hace las veces de motor ideológico y libidinal y que, misteriosamente, logra conservar todo su poder y su influencia cuando el tabú más visible, aquel que le servía de fachada, se derrumba con la evolución de las costumbres. Sin duda, hay algo de sublime en el colapso de un tabú, un evento acaso comparable al espectáculo de la demolición de un edificio gigantesco, aunque, por otro lado, habría que preguntarse si no es al revés, que el placer de la demolición arquitectónica sea un efecto derivado del placer primitivo asociado a la caída del tabú. Y, sin embargo, a esa sensación de disfrute irracional se une la sospecha de que algo póstumo, una leve sombra, una fragancia del tabú derribado, se conserva en el mismo acto de la destrucción. Uno intuye que el tabú invisible se escabulle intacto, reptando entre las ruinas del visible. La profanación del tabú, por tanto, nunca es completa. Jamás quedamos totalmente satisfechos con la demolición. Algo queda ahí, en pie, en el fondo de nuestros corazones. Ahora bien, en los tiempos que corren, la gestualidad de la profanación del tabú parece haber perdido algo de su disfrute elemental. Ya no nos emocionamos con la imagen de las estatuas de caudillos derribadas por pueblos “liberados”, o con los muros molidos a martillazo limpio. Todo eso se volvió banal, quizá porque la épica de la “liberación” se consumió lentamente en el paso de una forma de servidumbre a la siguiente. De hecho, parece que la tendencia ya no consiste en derribar los muros sino en construirlos. Incluso la prohibición ha cambiado de signo, pues ya no parece provenir de un poder soberano y supremo, sino de una ritualidad sin fe, hecha de gestos burocráticos y administrativos igualmente arbitrarios pero cobijados por un dudoso manto de legalidad. Las imágenes de los bombardeos en Siria, Gaza o Libia se volvieron cotidianas, mecánicas, iconos muertos de la historia natural de la destrucción. La impresión general es la de un mundo donde ya no queda ningún tabú por derribar, o mejor, un mundo donde los tabús visibles han quedado reducidos a escombros. Sin embargo, deambulamos entre las ruinas con la sospecha de que algo esencial ha sobrevivido: como si el mundo que nos tocó en suerte estuviera habitado por tabús invisibles y, sobre todo, innombrables, ideología en su estado más puro, con el agravante de que en este nuevo mundo ya ni siquiera vale la pena derribar nada. Hasta los poderes de la profanación han quedado cancelados temporalmente. En ese sentido, ocurre algo peculiar con el tabú de las clases sociales. Durante las décadas en que el neoliberalismo se paseó triunfante por el mundo, se nos adiestró para creer que la mesa de los nuevos señores feudales pronto estaría tan llena que las monedas acabarían por caer sobre los nuevos siervos, de modo que no tenía ningún sentido hablar de “clases”. Según el credo de aquellos años, bajo el imperio mágico del libre mercado todos estábamos en igualdad de condiciones para volvernos millonarios y el fracaso sólo podía achacarse a una falla individual. El término “clase” pasó a considerarse anticuado, propio de la jerga anacrónica de una izquierda derrotada. De la noche a la mañana, su uso se condenaba en las reuniones sociales con una mirada de soslayo o una sonrisa condescendiente. Hablar de “clases” se había convertido en una especie de tabú. Pese a que la crisis financiera de 2008 y los posteriores movimientos sociales a escala global significaron la demolición de las bases teóricas del neoliberalismo como proyecto viable, sus técnicas siguen operando bajo una suerte de inercia, sencillamente porque todavía no han sido reemplazadas por otra cosa. Nos hallamos, pues, en una extraña zona de tránsito donde, para decirlo con Gramsci, lo viejo no ha acabado de morir y lo nuevo no ha nacido aún. Y es en medio de esta zona extraña donde el tabú neoliberal de las clases sociales ha sido nombrado nuevamente. Desde las acampadas de la Puerta del Sol en Madrid hasta el movimiento Occupy en Estados Unidos, pasando por la campaña de Bernie Sanders, en todo el mundo parece haberse reactivado la noción de “clase”, esa vieja palabra que ahora, de golpe, otra vez resulta sumamente operativa y eficaz para describir el modo en que el neoliberalismo multiplicó los niveles de inequidad social. Ya no es tabú hablar de la brecha creciente entre ricos y pobres, y eso nos alegra, claro. Sin embargo, ¿esta gran toma de conciencia mundial sobre la desigualdad ha tenido algún efecto real en la reducción de esa brecha? ¿Qué tabú invisible se estará escabullendo intacto mientras nos dedicamos a explorar discursivamente las nuevas formas de clasismo? ¿No hay algo sospechosamente paradójico en el hecho de que todo el mundo esté hablando del tabú de la desigualdad?
Me gustaría traer un ejemplo tomado de la cultura de masas para mostrar hasta qué punto la discriminación económica y social está presente y se trata con cruda franqueza en el discurso público, incluso con un alto grado de análisis crítico. Me refiero a la película Hell or High Water (2016), de David Mackenzie, un relato con todos los elementos de un western pero enmarcado en una trama de precariedad económica. En el oeste del estado de Texas, dos hermanos empiezan a robar sucursales de un banco. Un viejo ranger a punto de jubilarse (Jeff Bridges) y su compañero de origen indio (Gil Birmingham) emprenden la persecución de los bandidos. Lo que los veteranos policías no saben es que estos dos hermanos están robando los bancos —siempre en cantidades pequeñas y en billetes de baja denominación— para reunir la cantidad de dinero suficiente que les permita salvar la granja familiar, a punto de ser embargada por el mismo banco. Muy pronto entendemos que la madre de los dos hermanos acaba de fallecer y que, a lo largo y ancho de la región, los bancos se han aprovechado de la desesperada situación económica de los pequeños propietarios para endeudarlos y quedarse así con sus terrenos, ricos en petróleo. La fuga de los bandidos tiene lugar en un paisaje donde el horizonte está constantemente interrumpido por las torres de perforación. De hecho, una de las grandes marcas estilísticas de este western es que comenta y, en cierto modo critica, el paisajismo típico del género. Las planicies del desierto tejano parecen infinitas, el territorio idóneo para el crecimiento sin límites del espíritu humano o para emprender una fuga, pero se trata sólo de una apariencia: en realidad los personajes huyen por un laberinto de caminos secundarios, pueblecitos miserables, restaurantes de carretera, incendios, ganado triste y peligrosos escondites en la montaña. La mirada ya no se pierde en un horizonte de sueños de progreso, sino en un vacío desesperanzador, mecánico y absurdo. El panorama del clasismo estructural se da en la superposición entre ese laberinto del paisaje y el laberinto de una legalidad fabricada para castigar a los pobres sólo por el hecho de serlo. No hay escapatoria posible y cada hermano representa la drástica reducción de alternativas laborales y sociales en que se encuentra buena parte de la población estadounidense blanca. El hermano mayor es un expresidiario, delincuente experto; el hermano menor es un padre divorciado que ha renunciado a otra aspiración que no sea dejarles a sus hijos una herencia digna, razón por la cual ha concebido el plan de los robos. Entretanto, el personaje del viejo ranger interpretado por Bridges y su compañero indio son dos figuras anacrónicas: el primero pertenece al mundo desaparecido de los pequeños y prósperos propietarios, un mundo donde la ley parecía servir al pueblo y no a los bancos y donde la labor policial se acercaba un poco más al ideal de hacer justicia; obcecado en sus costumbres de perro policía, el ranger de Bridges actúa como si las cosas siguieran igual que hace cuarenta años y, por tanto, se le escapan las motivaciones de los dos hermanos. Por su parte, el compañero indio interpretado por Gil Birmingham es anacrónico porque concibe el mundo desde un arco de tiempo mucho más amplio y, por tanto, es capaz de atisbar las ironías de la historia universal del despojo. En una secuencia memorable, mientras los dos policías esperan en un pueblo miserable a que lleguen los asaltantes a robar la sucursal del banco, el indio aprovecha uno de los tantos comentarios racistas de su compañero blanco para soltarle una de esas reflexiones que ponen los pelos de punta: “toda esta tierra era nuestra, de los comanches, éramos los amos y señores. Luego vinieron ustedes y nos la quitaron y nos metieron a vivir en reservas diminutas. Y ahora vinieron estos hijos de puta (señalando la sucursal del banco) y les robaron la tierra a ustedes”. El paisaje polvoriento y ruinoso del pueblo acentúa la ironía corrosiva del comentario, tanto más cuanto alude a la posibilidad de que el sistema invente “reservas indias” para blancos, ahora que ya no los necesita ni como mano de obra barata. Bridges parece haber comprendido la profundidad de la idea, pero está demasiado viejo, es decir, demasiado atrapado en su propia temporalidad, para cambiar de costumbres. Su única misión, antes de retirarse, es hacer cumplir la ley. Que la ley sea injusta y arbitraria, un instrumento de dominación al servicio de la desigualdad, es algo que no le compete. Para él sólo hay un enigma, algo que no lo deja descansar, incluso después de haberse jubilado: ¿para qué tomarse la molestia de robar esos bancos, con ese modus operandi? ¿Qué motivos reales, distintos a la codicia, tenían los ladrones? El western de Mackenzie se ajusta a la estética que Mark Fisher definió como “realismo capitalista”, esto es, un espacio ideológico que opera mediante una cancelación de la posibilidad de imaginar nada más allá del capitalismo y que Margaret Thatcher resumió en una famosa sentencia: “No hay alternativa”. Hell or High Water, o sea, el infierno o vivir con el agua al cuello. Usted elije, parece decirnos la película, no hay más opciones. El capitalismo es inevitable y natural, como un fenómeno meteorológico, y al individuo, al consumidor solitario que mira taciturnamente un vacío sin horizonte desde el porche de su vieja casa, sólo le queda sucumbir o adaptarse de algún modo. Porque no hay alternativa.
Cuando Margaret Thatcher lanzó esta afirmación notable, el énfasis caía sobre la preferencia, —explica Fisher—, el capitalismo neoliberal era, a sus ojos, el mejor sistema posible. Las alternativas no eran deseables: el mensaje implícito era que no había ninguna alternativa mejor. Hoy en día, en cambio, la doctrina lleva un peso ontológico distinto: el capitalismo no es ya el mejor sistema posible, sino el único sistema posible. Y las alternativas no son sólo indeseables, sino fantasmáticas, vagas, apenas concebibles sin contradicción. Desde 1989, el éxito rotundo del capitalismo al momento de gestionar a su propia oposición lo ha llevado a consagrar el objetivo final de la ideología: la invisibilidad. En Occidente, en sentido amplio, el capitalismo se propone como la única realidad posible y por lo tanto raramente “aparece” como tal.1
Ese mundo sin alternativas, donde la gente nace y muere pobre, es el laberinto en el que se mueven los personajes del western de Mackenzie.
Ahora bien, cabe preguntarse: si un producto de Hollywood es capaz de tratar con tanta claridad el clasismo estructural, el plan de despojo obrado por los bancos, la irracional persistencia de la economía de los combustibles fósiles, la policía como único rostro visible del Estado y la criminalización de los pobres como único lenguaje posible de la ley, si un producto cultural mainstream habla de estos asuntos sin ninguna censura, ¿cuál es entonces el verdadero tabú oculto bajo los escombros de la prohibición de mencionar las clases sociales? En otras palabras, ¿dónde se encuentra el núcleo operativo de la ideología cuando supuestamente se han expuesto sus mecanismos? Es difícil contestar esta pregunta. Por lo pronto, una posible respuesta está dentro de nosotros, en la extraña circunstancia de que nadie se identifica plenamente con una clase determinada o, al menos, con las antiguas descripciones marxistas de las clases, ligadas a unas categorías del trabajo que el neoliberalismo se encargó de destruir o, en algunos casos, de disimular. Lo cierto es que nos hacen falta descripciones para las nuevas divisiones de clase que la economía impuso en todo el mundo y que el régimen estético del realismo capitalista volvió invisibles. Jorge Alemán dice que la característica más notable del neoliberalismo es “la transformación del ser hablante, mortal y sexuado en un ente sólo considerado como capital humano”, lo que ha implicado “la aparición de nuevas figuras históricas en el escenario de la vida social: el consumidor consumido, el empresario de sí mismo, el deudor permanente de su propia vida, la lógica del ganador-perdedor en todos los pliegos más íntimos del vínculo social, la vida matable sin luto y sin duelo y el sacrificio colectivo sin causa alguna, sólo provocado por exigencias financieras”.2 Quizás esta caracterización de los tipos de sujeto neoliberal sea una guía útil para entender la conformación de las nuevas clases. A nosotros, como les sucede a los personajes de Hell or High Water, nos han vaciado el horizonte, pero nuestra mirada sigue allí, deseosa de futuro. Aguardando, como le escuché decir al propio Alemán en una conferencia, sin esperar nada.
Imagen de portada: Fotograma de la película Hell or High Water, 2016