Autobiografía del espacio
Jordi Soler ha escrito dos libros alrededor de La Portuguesa, una finca cafetalera fundada por refugiados españoles cerca de Córdoba, en Veracruz, donde creció. Primero la novela La última hora del último día (RBA, 2007) y recientemente el libro de relatos Usos rudimentarios de la selva (Alfaguara, 2018). Si el primero es una búsqueda de la memoria del exilio español en una de las tierras más inhóspitas que éste pudo habitar —la boscosa Sierra Madre Oriental mexicana—, el segundo es un elíptico paseo en terracería que surca la selva y su, digamos, feroz magisterio: “La selva nos había enseñado, desde siempre, que matar era un error a menos que lo hicieras para que no te mataran a ti”. Dejemos de lado que la situación que motiva los dos libros resulta extraordinaria en sí misma, que todos los acontecimientos que se derivan del hecho de que un grupo de refugiados catalanes decidiera fundar una plantación de café en Veracruz —a la espera de la muerte de Franco— resultan, por fantásticos, suficientes para un proyecto narrativo. Los dos libros, pienso, coinciden en un hecho que trasciende lo anecdótico: la manera en que el narrador deja de observarse a sí mismo para atender al entorno, o dicho de otra forma, la forma en que el narrador se estudia a sí mismo —pero en segundo plano—, a través de su observación del espacio: “yo era un niño de diez años que desaparecía todas las mañanas, que se iba de la plantación a caminar por la selva sin que nadie se preguntara dónde estaba, así se vivía ahí, sin ninguna preocupación, era la única forma de subsistir a ese entorno hostil, no pensando en todos los peligros que acechaban a un niño en la selva”. Aceptemos una premisa: la vida, a pesar de su ineludible organización temporal, es caos y arbitrio. Alguien podría contar el relato de sus días a partir de un riguroso calendario, y eso no bastaría para hacer un relato afortunado. Acaso la más importante de las paradojas que enfrentan los autobiógrafos es que las traiciones de la memoria no representan el mayor de sus obstáculos; lo representa, en cambio, el tiempo, que no basta para ordenar ninguna vida, o por lo menos no de la forma en que aspiraran a estar organizados los relatos. En ese mismo camino, la mayor argucia de los textos autorreferenciales no consiste en tergiversar la realidad ni la memoria, consiste en inventar una realidad que está siempre unida a otra cosa: que el narrador se revele paulatinamente a partir de una existencia exterior: otra persona, un vicio o un lugar, por mencionar algunos ejemplos. En resumen: algo que existe a pesar del narrador que ordena el relato y de su vida, y que concede verosimilitud a la historia. Yo había comenzado a trabajar en dos proyectos de manera paralela, uno en torno al exilio español en México y otro sobre las autobiografías; como parte de las preparaciones del primero había comenzado a leer La última hora del último día; al inicio, subrayaba aquellos pasajes que referían cómo las familias de republicanos enfrentaban el exilio en la selva veracruzana, cómo uno de los personajes, por ejemplo, izaba una bandera republicana en un asta clavada frente a su casa, porque “La Portuguesa era su país en el exilio, su República, su Cataluña, la España que les quedaba”; o ese pasaje memorable en el que el narrador evoca su afición por el Barça y Johan Cruyff, y cómo podían seguir los resultados de la liga española gracias al dueño gallego del periódico del vecindario más cercano, que por amabilidad con las familas catalanas publicaba el resultado del partido del Barça en medio de las noticias de la liga regional de béisbol: “con mucha frecuencia se trataba de resultados que habían tenido lugar una o dos semanas antes, es decir, que el triunfo o la derrota del equipo llegaba hasta nosotros cuando ya los culés de Barcelona la habían celebrado o digerido, y quizá olvidado porque ya iban dos partidos más adelante. El fenómeno se parecía al de las estrellas, que brillan de noche con una luz que viene de tan lejos”. Luego, conforme avanzaba en mi lectura, el exilio —a pesar de su excepcional existencia— comenzaba a ser tragado por la selva, que primero imponía sus condiciones, hasta que terminaba por reclamar un inevitable protagonismo; el espacio organizaba el relato con mayor vitalidad y precisión que el tiempo, e incluso con mayor precisión que la genealogía de los protagonistas. Mis subrayados, entonces, dejaron de atender, paulatinamente, el asunto del exilio, y cuando llegué a Usos rudimentarios de la selva sólo marcaban la memoria del narrador, esa que a empellones trataba de quitarse la maleza de encima para dar voz y dirección a sus relatos: “Recordé una línea que había leído, hacía poco, en un cuento: ‘una fuerza sorda que absorbía toda la luz’, y pensé que esa fuerza sorda era la selva”. O: “en esa selva no había piedad para nadie, no había forma de escapar de su permanente tiranía”. El mejor cuento de Usos rudimentarios de la selva, “Rencor”, trata sobre la relación entre el narrador y Fulgencio —el caporal que dirige a los peones de La Portuguesa—. Transcurre durante un aguacero, cuando se vuelve imperioso hacer una represa para que el río que baja del volcán no se lleve una buena parte del cafetal. El narrador decide que debe ayudar a Fulgencio y al resto de los hombres a hacer la represa, sin advertir que su decisión, que en principio atribuye a un buen líder, restaría autoridad al caporal, que terminaría por sentirse usurpado de su jerarquía. Incluso en esa relación entre jefe y subordinado, ya compleja debido a cientos de años de historia de relaciones entre España y América, y décadas de historia de relaciones humanas en La Portuguesa, la selva impone su rigor: mientras que todos forman una cadena para pasarse las piedras con las que hacen la represa, con el agua hasta la cintura, el narrador advierte la mirada del caporal, que lo espía esperando el momento en que pierda el piso: “No era cierto que explotábamos a nadie pero a sus ojos sí lo era, y no había forma de convencerlo de lo contrario, por eso estaba yo ahí, pasando una piedra tras otra, con medio cuerpo metido en el río, mordisqueado por los cangrejos”. Soler escribió que los acontecimientos adquieren una lógica contundente una vez que han sucedido, una vez que pueden ser vistos en retrospectiva. Mientras suceden, en cambio, requieren de una lógica de naturaleza más flexible. En este caso la selva, a pesar de su innegable contundencia, de su indiscutible realidad, es también un artificio.
Imagen de portada: Cafetales. Imagen de archivo.