La línea de ombligo

Orígenes / dossier / Febrero de 2019

Marisol García Walls

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If everything about us is the effect of historical accident rather than will or design, then we are, paradoxically, both more severely historical and also more plastic than we might otherwise seem. Wendy Brown


Explicar el nombre propio es una de las primeras cosas que se aprende en la escuela. Rendir cuentas a los otros sobre una historia personal e íntima afianza las ideas sobre el origen, la procedencia. Yo aprendí, por ejemplo, a explicar que me llamo Marisol porque así me puso mi abuela, a quien le parecía que era un nombre auspicioso porque tenía siete letras y unía dos símbolos poderosos: lo masculino del sol con lo femenino del mar, el arriba y el abajo. También aprendí a explicar que mi apellido materno, Walls, que mi abuela adoptó durante toda su vida de casada, es una falta de ortografía: cuando los papás de mi abuelo Fernando llegaron a México desde España, el apellido originalmente era Valls —Valles, pues— pero en el registro civil, a la hora de transcribirlo, la “uve” se transformó en una “uv” que mutó en la “w” que ahora lo precede. Cuando era niña me gustaba contar esta historia. Ahora que la escribo sospecho que es más una ficción que otra cosa, pero me gustaba contarla así, manteniendo la idea de que mis orígenes se encontraban en una errata.

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La genealogía como disciplina convierte las relaciones familiares en materia de investigación: da seguimiento a estas relaciones y las diagrama siguiendo esquemas, pautas, que muestran la filiación de forma ascendente o descendente. Siguiendo usualmente el modelo de un árbol, los genealogistas proyectan los matrimonios, los nacimientos y las muertes en el interior de una familia, para lo cual es necesario realizar una investigación minuciosa que los aleja cada vez más de las generaciones nuevas y los conecta directamente con el pasado. Recuerdo haber hecho, en los primeros años de la primaria, este mismo ejercicio. Recuerdo los breves espacios. Ajustar la letra para que cupieran en un huequito los nombres, trazarlos con la punta chata de un lápiz esgrimido con fuerza contra el papel para registrar a todas esas personas que no había conocido, pero que de alguna manera habían incidido en mi historia y sin las cuales yo no estaría aquí. El que estuviera dibujando sus retratos sobre las hojas de mi árbol y las fechas en las que habían nacido y muerto era la comprobación de este hecho. En su ensayo “Grandmother Spider” (2014), compilado en Men Explain Things to Me, la escritora estadounidense Rebecca Solnit observa que los árboles genealógicos suelen ser buenos para registrar las historias de los varones, pero que suelen incurrir en un borramiento sistemático de la historia de las mujeres. Botón de muestra son las genealogías bíblicas, que suelen seguir patrones consistentes en esta línea. Un ejemplo:

Éstas son las generaciones de Sem, Cam y Jafet, hijos de Noé, a quienes les nacieron hijos después del diluvio. Los hijos de Jafet: Gomer, Magog, Madai, Javán, Tubal, Mesec y Tiras. Los hijos de Gomer: Askenaz, Rifat y Torgamá. (Génesis, 10:1-32).

No se mencionan los nombres de las mujeres. Es casi como si no jugaran ningún papel en el proceso de engendrar y criar niños. La narración encadena las vidas de los padres con las de los hijos para asegurar el linaje, pero ahí donde deberían de estar los nombres femeninos no hay nada. Un silencio, un hueco. En las representaciones medievales del árbol de Jesé —el nombre que recibe tradicionalmente la genealogía de Jesús— las figuras masculinas dominan todas las representaciones. En los vitrales e ilustraciones rara vez aparece, si acaso, la virgen sola, como si su presencia en el cuadro familiar fuera una especie de accidente y su intervención en el nacimiento de Jesús meramente instrumental. Por tradición se considera que el árbol de Jesé es el modelo del cual deriva el árbol genealógico tal como lo conocemos hoy en día. Solnit comenta lo siguiente: “la coherencia —del patriarcado, del linaje, de la narrativa— se asegura por medio del borramiento y la exclusión”.1 ¿De quién? De las madres, de las abuelas, de las hermanas.

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Durante las primeras décadas del siglo XX, en las que el acto fotográfico era una conmemoración de eventos sociales fuertemente arraigados a la vida familiar, los retratos de nacimientos, bodas, y muertes estaban revestidos por una solemnidad que se adivina en el rostro de las personas. En las fotografías de esta época es común encontrar, en segundo plano, una figura completamente cubierta de tela negra: la madre. En inglés se les conoce como hidden mothers, mientras que en español se habla de madres fantasma. Sus figuras son visibles para quienes tienen el ojo entrenado y saben buscarlas bajo el textil, los pliegues de la ropa. De lo contrario pasan desapercibidas, como si adoptaran las características de las cortinas del fondo o del mobiliario del estudio fotográfico para fundirse en el vacío. Estas siluetas ominosas son el producto de una de esas instancias en las que se cruza la técnica con la ideología: tener a las madres ocultas bajo una tela era la única forma de lograr que los bebés y niños, que eran el sujeto principal del retrato, se mantuvieran quietos durante el tiempo que necesitaban las incipientes cámaras para capturar su imagen y que no saliera movida la foto. No importaba que las madres no aparecieran o que aparecieran a medias. Ellas eran una tecnología doméstica que aseguraba la visibilidad y la presencia de los hijos, incluso a costa de la visibilidad propia. Excluir a las mujeres de la vida familiar —aun cuando se encuentran, paradójicamente, en el centro de ésta al ser quienes por lo común realizan todas las tareas domésticas y de cuidado emocional— es un hecho que se replica en los sistemas que adoptamos para expresar nuestros nombres. En español, una mujer siempre lleva pospuesto a su nombre el apellido de un varón, su padre o su pareja. Aún siento perplejidad cuando recuerdo la primera vez que comprendí que mi apellido materno era, en realidad, el apellido de mi abuelo.

Louise Bourgeois, Self Portrait, 1990

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Dependiendo de la finalidad que se le quiera dar a un árbol genealógico, éste puede reflejar sólo la filiación y la sucesión masculina, llamada línea de sangre o la filiación y la sucesión femenina, llamada línea de ombligo. Ambas son abstracciones, pero mientras que la línea de sangre fluye en la continuidad, la línea de ombligo es atravesada por interrupciones, nudos y discontinuidades. Hay un performance realizado por la artista estadounidense Nancy Wilson-Pajic que refleja bien los brincos generacionales que marcan una de las características principales de la línea de ombligo. La documentación de este performance consiste en once fotos dispuestas en una cuadrícula en las que la artista apoya la cara sobre sus manos en variaciones de un gesto que es y no es el mismo: a veces la barbilla queda sobre la palma; otras, los dientes se ocultan detrás de sus dedos. En el espacio donde debería estar la última foto, en la esquina inferior izquierda, hay un texto que explica lo siguiente:

Cuando era niña, mi madre me reprimía con frecuencia por tocarme la cara. Mis manos, que usualmente estaban sucias, se encontraban en la cercanía de mi boca y corrían el riesgo de arruinar mi piel. Nadie entendía por qué yo hacía esto. Recientemente me di cuenta de que mis gestos eran idénticos a los de mi abuela, quien había sobrevivido a una delicada operación de los nervios que le había paralizado la mitad de la cara. Ella se sentía especialmente consciente de la comisura de su boca, donde imaginaba que la saliva o restos de comida podían acumularse y pasar desapercibidos por la falta de sensibilidad.

La pauta que conecta los gestos de la abuela con los de la nieta y las inseguridades de una con los mandatos que se le imponen a la otra recuerda la forma en la que las feministas se han relacionado con su propia historia política. Es común encontrar gestos, ideas y debates que migran de una generación a otra como herencias insospechadas: igual que en la genética, algunas de estas herencias se hacen visibles en las generaciones nuevas, mientras que otras, aparentemente ocultas, brotan cuando se creía que estaban extintas.

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Las artistas mujeres han trabajado activamente para replantear cómo se entiende el concepto de genealogía desde una perspectiva feminista. Artistas mexicanas como Lorena Wolffer, Ana Victoria Jiménez y Mónica Mayer han buscado formas de expresar en su trabajo la idea de que la historia del feminismo no es sólo su pasado, sino que también es la forma en la que imaginamos este pasado en el presente. El tendedero, probablemente la obra más conocida de Mónica Mayer, consiste en una línea para colgar la ropa en la cual se exponen las respuestas de mujeres a preguntas guiadas por la artista. La dinámica de esta pieza, presentada por primera vez en 1987 en el Museo de Arte Moderno, se ha ido modificando con los años a partir de nuevas preguntas detonadas por contextos específicos (desde la violencia y el acoso callejero hasta la experiencia de trabajadoras domésticas, así como por coyunturas políticas como los feminicidios en Puebla), pero mantiene la idea central de poner en público lo que se considera como propio de la esfera privada. Al poner en una línea horizontal los textos escritos por varias mujeres, El tendedero ha creado una suerte de archivo de experiencias que contribuye a visibilizar la gravedad de los problemas que son invisibilizados socialmente. Puesto que esta pieza se encuentra en constante reactivación es posible trazar puentes entre las experiencias de las mujeres a finales de la década de los ochenta con las de las nuevas generaciones a partir de los mismos reclamos. Otra obra que opera en esta línea es Cuaderno de tareas, de la fotógrafa y editora Ana Victoria Jiménez. Entre 1978 y 1981, Jiménez siguió las tareas habituales de una trabajadora doméstica. En un gesto similar que vincula esta pieza con el performance de Nancy Wilson-Pajic, sólo las manos de la trabajadora son visibles: las vemos estirando sábanas contra la luz, lavando un baño, secando la ropa. La idea original de Jiménez era hacer una agenda para trabajadoras domésticas en la que el paso de los días, las tareas habituales, estuviera acompañado por las fotografías y por textos elegidos por ella. En esta obra, conceptos centrales en el arte como la idea de trabajo e inspiración adquieren un giro de vuelta a lo doméstico. Las experiencias de la fotógrafa y de la trabajadora doméstica se vinculan en el mismo acto, ambas trabajan sobre una misma materia: lavar la ropa, secarla, colgarla, cocinar y tender la cama son labores femeninas que frecuentemente se dan por sentado. La pieza devuelve estas tareas al dominio de la visibilidad al elegir enfocarse en ellas, al tiempo que plantea una equivalencia horizontal entre la labor fotográfica y la labor doméstica. El archivo es el principio que guía estas tres obras, pero me parece que también trabajan, simultáneamente, con el concepto de genealogía en tanto que son efectivas para trazar puentes entre las distintas facetas de la lucha por la igualdad de las mujeres y la propia práctica artística. Siguiendo las ideas de Kate Eichhorn en su libro The Archival Turn in Feminism: Outrage in Order, si el archivo se ha convertido en un tema de búsqueda así como en un lugar propicio para el activismo es en parte por su habilidad para restaurar lo que el pensamiento neoliberal nos ha quitado con respecto a la historia: no la historia misma, sino la capacidad para entender que las formas de opresión que sufrimos atraviesan horizontalmente a otras mujeres de distintos modos en las intersecciones de género, raza y clase, así como la de entender que somos agentes de un cambio que puede suceder no sólo en el futuro, sino en el transcurso de nuestras propias vidas. El trabajo de archivo también ha sido fundamental para romper con la idea de las genealogías artísticas como una sucesión de nombres y ha contribuido a ensanchar sus límites. Frente a las historias del arte que siguen el modelo de la línea de sangre, el arte feminista sigue el modelo de la línea de ombligo. No niega sus inspiraciones, pero se rehúsa a seguir el modelo de maestros y discípulos: artistas individuales que hacen escuela y heredan sus modos de hacer a los menos capaces, que se convertirán pronto en los maestros de generaciones venideras. Por el contrario, el arte feminista recupera formas de trabajo colectivas, insiste en la importancia de formar redes estéticas y de lucha y reconoce una vinculación especial entre los aspectos cotidianos de la vida y el trabajo artístico, borrando separaciones arbitrarias, como las que existen entre el arte y el activismo. Por eso se ha vuelto cada vez más importante la existencia de colectivas intergeneracionales —como ha teorizado y puesto en práctica la artista e investigadora Julia Antivilo— que reconstruyan la trama y la urdimbre del feminismo dentro de sus propios procesos históricos sin reducir el árbol a una sola de sus ramas.

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Siguiendo a Kate Eichhorn, el trabajo del arte feminista sobre el concepto de genealogía consiste en afirmar que ésta no es solamente un método histórico, sino una intervención política sobre el presente.2 Las genealogías, entendidas de esta forma, se tratan menos de una búsqueda sobre el origen y más sobre una forma de trazar los accidentes, las disparidades y los brincos en un orden histórico que se consideraba como establecido. Quizá por esta razón, varias artistas mujeres han recurrido al archivo como método para la creación. Más allá de las bases historiográficas que hacen del archivo un repositorio para el pasado, estas artistas lo conciben como un lugar de encuentro entre distintas subjetividades y tiempos históricos. En una visión tradicional sobre el archivo, donde se supone que los documentos están organizados según el principio de procedencia —que busca respetar el orden previo de los documentos antes de pasar a formar parte de la colección—, se enfrentan dos ideas sobre las genealogías: la línea de sangre, que busca dar continuidad al linaje buscando en el “origen” una forma de justificar la propiedad, y la línea de ombligo, que reduce la necesidad de una historia lineal y progresiva, así como las relaciones asumidas de causalidad. Mientras que la primera se revela como una genealogía cerrada y celosa, la otra está abierta. Es una genealogía generosa que no busca el origen ni la propiedad, sino el cuidado de la ascendencia. ¿Qué es lo que se aprende al hacer un árbol genealógico? Pienso que se trata menos de contar la historia de nuestros nombres y apellidos y más de aprender los fundamentos de un modelo para pensar nuestras vidas históricamente. Las narrativas personales se aseguran mediante una línea en la que la sangre parece determinar destinos, pero la trampa reside en pensar que ésta es la única forma posible de contar el mundo. Reclamar la agencia de las mujeres en la historia —empezando por nuestras propias historias familiares— es comenzar a trazar redes y no dibujar solamente las ramas para que habiten junto a los nombres de nuestros abuelos los de nuestras abuelas.

Imagen de portada: Isabelle Arsenault, ilustración para el libro infantil Cloth Lullaby: The Woven Life of Louise Bourgeois

  1. Rebecca Solnit, “Grandmother Spider”, Men Explain Things to Me, Haymarket Books, Chicago, p. 65. 

  2. Kate Eichhorn, The Archival Turn in Feminism. Outrage in Order, Temple University Press, Filadelfia, p. 8.