Me dejaría llevar por las incitaciones de María del Carmen Huerta, por su sed incontenible de fiesta, su talento para apreciar los brillos cambiantes de la noche, su gracia para pendular entre excesos irreconciliables. Me dejaría arrastrar por la Peladita, aquella rubia, rubísima, que es como un torbellino de insaciabilidad en ¡Que viva la música! y, jalonado por su inocencia tiránica, por ese olfato para saber en qué dirección se mueve la ola, nos enfilaríamos por los rumbos de la rumba, dispuestos al derrumbamiento si es preciso, pues la responsabilidad y sus tiesuras solo se dejan atrás huyendo, saltando de fiesta en fiesta, bailando hasta caer rendidos. Desde luego la fiesta comenzaría mucho antes de la fiesta, con el runrún de imaginarla y la danza de los preparativos. Después de días entregados a la contención y el deber, con el esqueleto entumido por las obligaciones y la abstinencia, la sola perspectiva de un sábado por la noche de estruendo se saborea ya en cada pisada, el cuerpo lo sabe y se desplaza en una suerte de baile secreto, con pasitos imperceptibles de estiramiento, propiciatorios, que hacen que la rutina se vuelva elástica y hasta las monsergas se antojen de pronto dispensables.
No, no es la fiesta la que es interminable; lo interminable es la ensoñación de la fiesta, el proceso inconsciente de desearla, de advertir que la necesitan los pies y la garganta, el espíritu y las terminaciones nerviosas, y que es provechosa incluso para el equilibrio social. Hay otra fiesta en anticipar la fiesta, en marcarla en rojo en el calendario y saborear la cuenta regresiva acumulando tensión hasta el colmo de la catarsis. Hay otra fiesta que antecede y hace más apetecible la fiesta, incluso cuando parezca que la fiesta se ha extinguido y durante temporadas de sequía ya no la encontremos por ningún lado. Hay una fiesta oculta en el acto de suscitarla, de darse cita y arreglarse para ella; una fiesta incluso en esperar hasta las tantas a que la Pelada esté lista y radiante: habría dicho que en cuarenta minutos, pero ya pasarían de dos horas de mirar por dónde llega, vigilando el reloj y dando vueltas en el mismo sitio, como custodio de la esquina en que quedamos. Afuera de la fiesta nos recibiría la fiesta de los que van entrando. Me diría lo que ya alguien le habría dicho: “No camines tan rápido. Disfruta de los preámbulos. Además, de paso conocemos gente”. Y aunque algo habría de la emoción de encontrarse con amigos y desconocidos, de esa felicidad elemental de reconocernos y congratularnos porque todavía estamos vivos, la verdad sería que nada la saca más de quicio que llegar antes de tiempo y, como se dice, a barrer: a barrer de arriba abajo a los invitados que vagan sin propósito, que beben sombríamente a sorbitos de tanto no saber qué hacer. En esa zona limítrofe de la fiesta, en esa frontera indecisa alrededor de la puerta, es donde se concentra toda la tensión acumulada a lo largo de semanas; los cuerpos, que ya han dejado atrás sus rutinas, se desplazan con nerviosismo, transformados en los espantapájaros con ropa nueva que han de ahuyentar los pesares de la vida diaria. Cada vez que en las torpes presentaciones que se olvidan al instante alguien pronuncia efusivo e insincero la fórmula “¡Encantado!”, me repito que debí haberme quedado en casa, leyendo. Como en la fiesta de La señora Dalloway, andaría saludando cabizbajo con la sensación de que todo va a ser un fiasco, invocando entre dientes el fracaso más horrible que, para colmo, nos sorprendería intoxicados y ridículos en los trajes de la diversión. Pese a mi pesimismo, la antesala de la fiesta tendría ese aire entusiasta aunque acartonado del baile de El gatopardo. Sin importar que estaríamos rodeados de minifaldas, se escucharía el crujido de los pliegues de seda de los vestidos y el choque risueño de los miriñaques. Aromas todavía frescos se elevarían de los escotes y los hombros al descubierto y, con la música a todo volumen a lo lejos, nos detendríamos aquí y allá a chismorrear un rato, a constatar que nada ha cambiado, salvo que lucimos un poco más decrépitos, a sonreír en todas direcciones como antídoto contra la timidez. Un trago al fin, el descorche espumoso de la bienvenida, y así traspasaríamos el umbral ya contoneantes y achispados, súbitamente con prisa porque ya sonarían los acordes que estremecerán el suelo y los cristales con el primer baile multitudinario. Bajaríamos la escalinata corriendo, como si hubiéramos acordado una cita con esa canción, pero el jardín estaría atiborrado de grupos que se agrandan y disuelven en un mismo aliento, de risas y miradas por fin despreocupadas, de figuras errantes que parecen no encajar. Con un pie todavía al margen, tanteando la hilaridad ruidosa y el ambiente impregnado de alcohol, preguntaría de quién es la fiesta, en casa de quién estamos, y la rubia cumbiera me contestaría qué importa, en casa de nadie, aunque todos lo conocen como el gran Gatsby. Olvidada de la urgencia del baile, la rubia me haría revolotear de corrillo en corrillo para deslizarnos por una oleada de rostros y voces, bajo una iluminación intermitente que nos retrataría apurando tragos como si no hubiera mañana. Aquí, un atolondrado acompañaría la melodía con una guitarra imaginaria; allá, una muchacha helaría con su altivez a un pretendiente con avances de moscardón. —¿El gran Gatsby? —le insistiría a la caleña sin darme cuenta de que me estaba presentando a sus amigos gringos. —Pocos lo conocen, en realidad —diría Nick, restándole importancia a mi pregunta—; lo cierto es que al entrar vi que descargaban decenas de cajones de naranjas y limones solo para las bebidas. —La cuestión es que da grandes fiestas —resumiría Jordan, con una copa de champaña del tamaño de un frutero—. Y las grandes fiestas me gustan, son tan íntimas…; las fiestas íntimas carecen de intimidad. La Pelada se lanzaría entonces a bailar como para enredarse a algo, como si no quisiera resbalar hacia el abismo de las conversaciones por compromiso, y agitaría su pelo acariciada por la música, como agradecida de que esa música existiera y se estuviera desbordando por el jardín, y todo se iluminaría de pronto por unas luces raras, por unas luces negras, como si ella le estuviera dando vida a todo aquello, como si no hubiera que abrirse paso hasta la pista de baile, sino tronar los dedos y hacer que apareciera de la nada allí nomás.
Retumbaría “Sympathy for the Devil” de los Rolling Stones; el ritmo se contagiaría como un embrujo surgido de su pelo, y todos volverían a sonreír, aunque al principio solo fuera una sonrisita de expectativa y desconcierto, como si el hechizo del baile se sostuviera por todas esas sonrisas al unísono, que harían que más y más gente se uniera al desparpajo; por fin los cuerpos se relajarían de verdad y festejarían la inusitada elasticidad de sus tendones; invitados que hacía unos segundos parecían cadáveres se levantarían de sus féretros para sumarse al deschongue; momias plomizas balancearían las caderas para zafarse de los tentáculos de la muerte, sacudirían los hombros para liberarse de las cadenas invisibles que las atan a sus escritorios. El ritmo pegajoso de las sonajas y las percusiones se mantendría unos minutos a la espera de que todos estuviéramos a bordo y, una vez que los gritos e invocaciones corrieran de boca en boca a manera de conjuro, el baile estallaría finalmente: brazos ondulantes, tobillos a punto del quiebre, melenas esponjadas; de nuevo inmortales por el baile, nos convertiríamos en una tribu salvaje celebrando el regreso a la vida; del suelo se elevaría un ruido oscuro, un murmullo como de alas batiéndose contra las paredes: la multitud otra vez gozando. De tanto bailar, bailarían hasta los gatos negros. Sin perder el ritmo, la Pelada me presentaría a la rusa Margarita, una bruja un poco bizca con un extraño fuego en los ojos. Detrás de ella, precedido por un estremecimiento, surgiría un hombre vestido de negro, con aspecto de mago; un hombre de dinero y buen gusto al que en primera instancia tomaría por el legendario Jay Gatsby. Él, como si llevara mucho, mucho tiempo rondando por allí, al percatarse del equívoco, disiparía mis dudas con una sonrisa enigmática: —Encantado de conocerte; espero que adivines mi nombre. Yo iría entonces en busca de más elixires, mientras ellos se encargarían de mantener por todo lo alto el aquelarre. Deambularía un rato a la espera de quién sabe qué, oteando los distintos horizontes de la fiesta, las pequeñas islas cambiantes en el vasto archipiélago de la celebración. Sin traspasar el umbral, me asomaría al estudio o biblioteca, un espacio presidido por un sillón de orejas en el que unos invitados selectos, seguramente artistas y escritores, se dedicarían al inspirado ejercicio de destrozarse, lanzándose invectivas y sarcasmos demoledores, desdenes cargados de mala leche e ingenio, cautivos en el ritual de reconocer en conjunto su infelicidad y falta de reconocimiento. Rodando en cámara lenta por la caja laberíntica de luces y estruendo, rebotando contra las paredes como en un juego infinito de pinball, llegaría al salón de banquetes, un domo enorme, de una ostentación desfasada y decadente, en que un grupo de bailarines y flautistas harían las veces de camareros. Me acercaría en el momento en que el anfitrión, envuelto en un manto escarlata, dejaría caer sobre la mesa, entre las bandejas y las ánforas de vino, un esqueleto articulado de plata, al que haría tomar distintas actitudes en medio de los pollos jugosos, encima del cerdo relleno con embutidos y salchichas, de las liebres con alas de paloma en forma de Pegaso, de los dulces de ciruela y dátil con gajos de granada. Con ademanes calculados para lucir su anillo en el dedo meñique, su brazalete de oro, su medallón engarzado en marfil, el magnate daría de beber al esqueleto en nuevas poses extrañas a fin de atraer la atención hacia su discurso, que pronunciaría en un tono que lo mismo podría ser de guasa que de gravedad: —¡Qué poquita cosa es el hombre! ¡He aquí en lo que pararemos todos nosotros cuando el Orco nos lleve! Yo me acercaría para probar un poco de aquellas delicias: un trozo de lechón de jabalí, huevos de pavo rellenos de langosta, arroz con leche de gallina… En la mesa contigua —si cabe, aún más fantástica—, me sentiría cohibido ante el platillo descomunal del cordero asado, en especial después de que su cadáver bañado en especias me fuera presentado, con gran reverencia, como si se tratara de un invitado más. ¿Habrían puesto acaso algo en mi bebida? Casi creería que entre los comensales había pájaros vivos y otros animales, por no hablar de las flores sentadas cómodamente en sus sillas. En el jardín no quedaría sino la estela del perfume sudoroso de María del Carmen, que se habría esfumado con sus amigos nocturnos. A tropiezos, disimuladamente, como si quisiera aparentar que no la buscaba, atravesaría el jardín hasta el extremo opuesto, en donde las farolas colgantes de los árboles producirían un juego de formas indefinibles en la alberca. La superficie tendría un color dorado, atractivo y oscuro, como si en vez de agua fuera coñac, y el grupo de mujeres sentadas en la orilla, mojándose los pies y salpicándose, comentaría que esas burbujas que venían de lo hondo eran porque un gato se había caído al agua, aunque una de ellas juraría que no, que nada de gato, que había sido un borracho, un borracho desarreglado y triste. A la Pelada la reencontraría más tarde, bailando ahora con Lazuli y Lil en una habitación de luz oscilante. Me explicarían a gritos, o eso alcanzaría a entender entre los espasmos de música, que habían cambiado las lámparas por una emisión de rayos X de baja intensidad, y que lo que se proyectaba en las paredes era la imagen ampliada del corazón. Cuando bailabas con alguien podía saberse qué tanto te sentías atraído o incluso si lo amabas. Sus corazones, hermosos e hipnotizantes, aunque muy distintos entre sí, palpitarían a mi lado distraídos e indiferentes, solo agitados por los giros y saltos de la danza. Al salir de esa habitación onírica, de esa auténtica cámara de desnudamiento, la Pelada me diría que nos fuéramos; así, con una mano en la cintura, que nos fuéramos a seguirla, como si hubiera abundancia de celebraciones y pudiéramos dejar la fiesta a las primeras señales de declive para salir en pos de otra en donde la espuma estuviera en su apogeo. Yo aceptaría con desgana, acusándola de bacante incorregible, de golosa de la fiesta fugitiva. Para calmar sus ansias, le hablaría de lugares del globo en donde la fiesta fue abolida; de los tiempos, en Cuba, en que la fiesta se tuvo que replegar hacia un margen de sombras, y el desenfreno y la ebriedad debían desarrollarse en el máximo de los secretos, en medio de agentes encubiertos y espías que sacaban chispas a la pista de baile. Mi perorata fuera de lugar, de borracho aturdido por los estragos del banquete, surtiría un efecto contrario: ella querría ahora asistir a una fiesta clandestina, se moriría de ganas de sacudir su pelo en una atmósfera tensa de sospecha y dobles intenciones, abriéndose paso entre el tropel de parrandistas vigilantes. Y mientras ella se despediría interminablemente, lo que significaría más baile y más libaciones, me acercaría tambaleante a la salida, guardando el equilibrio por el borde de la noche, y pasaría al lado de tres hombres que llevarían horas disertando sobre la naturaleza del amor, bebiendo vino de una gran copa común, a pesar de que dos de ellos, presas del hipo y balbucientes, apenas si se sostendrían de pie, en contraste con el tercero, más filosofante y argumentoso que, tras brindar por enésima vez a la salud de Eros, se mantendría fresco, tan lúcido y campante.
Imagen de portada: Fotograma de la película El gran Gatsby de Baz Luhrmann, 2013