Los rayos son una de las manifestaciones más poderosas de la naturaleza y de las más frecuentes que podemos contemplar. Cada día se registran unas 44 mil tormentas que generan cerca de cien rayos por segundo. Estas descargas eléctricas producen millones de voltios, un potencial eléctrico suficiente para suministrar luz a una ciudad de miles de habitantes durante un minuto, si es que logramos algún día aprovechar y canalizar su energía.
Los rayos se pueden originar en casi cualquier lugar de la Tierra. No obstante, existe una zona especialmente propensa a la aparición de tormentas eléctricas. Se trata de un cinturón de más de cuarenta mil kilómetros que rodea a nuestro planeta. Los meteorólogos lo conocemos como Zona de convergencia intertropical y está situada entre ambos trópicos, donde el sol calienta la Tierra más que en los polos, haciendo que el aire se eleve y dé lugar a las nubes tormentosas.
Seguro que todos han visto en alguna ocasión un rayo. No obstante: ¿Cómo se forman? ¿Qué daños causan? ¿Cuáles son los más poderosos?
Explicar el funcionamiento de las tormentas en cuyo interior nacen los rayos es un asunto complejo, pero puede resumirse de forma sencilla en tres fases: la de formación, la de maduración y la de disipación. Las tormentas son frecuentes (aunque no exclusivas) en entornos cálidos o durante el verano, ya que necesitan que el sol caliente la superficie de la Tierra. Cuando esto ocurre, el aire cálido que hay junto al suelo aumenta su temperatura, por lo que disminuye su densidad. En ese momento, es reemplazado por aire más frío (que pesa más) y comienza a ascender. Durante esa subida, se va encontrando con temperaturas cada vez más bajas, de manera que termina por condensarse y formar nubes, las cuales al principio son bastante inofensivas. Si asciende más aire cálido, esa nube seguirá creciendo y desarrollándose verticalmente, dando lugar a otras con forma de coliflor llamadas cumulus congestus. Cuando la nube llega a su máximo crecimiento, forma el famoso cumulonimbo, caracterizado por tener forma de yunque en su parte superior y generar en su interior rayos que pueden ir de la nube a la tierra, a otra nube o quedarse dentro de la misma nube.
Todas las descargas eléctricas, incluidos los rayos, necesitan de un campo eléctrico. La atmósfera en sí misma actúa como un dieléctrico, es decir, un aislante, pero está expuesta a radiaciones solares y cósmicas. Estas radiaciones la ionizan, de modo que puede ser más o menos conductora en función de la ionización que reciba en cada región. Este proceso ocurre en la capa de la atmósfera conocida como ionósfera, que cuenta con una carga neta de partículas positivas. En situaciones de tiempo estable, la carga de la superficie terrestre es opuesta a la de la ionósfera y, por lo tanto, negativa. Nuestro planeta puede considerarse entonces como un enorme condensador eléctrico formado por la superficie terrestre y la ionósfera ejerciendo de láminas, y el aire entre ellas como aislante. La redistribución de cargas entre ambas corre a cuenta de las tormentas. De no existir, este condensador natural se descargaría en unos diez minutos, ya que la carga positiva fluiría hacia la negativa.
Dentro de las tormentas se distribuyen las cargas eléctricas, de forma que las negativas se acumulan en la parte inferior y las positivas en la superior. Al ocurrir este proceso, la superficie terrestre también adquiere mayor carga. Esta diferencia de potencial eléctrico genera una descarga eléctrica, es decir, un rayo, el cual termina impactando en la superficie tras pasar por el camino donde menos resistencia encuentra.
Los rayos alcanzan velocidades muy elevadas y calientan el aire circundante a más de 20,000ºC e incluso a veces su temperatura puede llegar a los 30,000ºC. Hay que tener en cuenta que un rayo detona una gran cantidad de energía en cuestión de microsegundos. Por ello, cuando se producen, generan una expansión del aire que da lugar al estruendo que escuchamos con los relámpagos: los truenos.
Es importante resaltar que los relámpagos que vemos en el interior de las tormentas son también rayos, solo que en este caso la descarga eléctrica no llega al suelo sino que se da entre dos zonas de la misma nube, entre dos nubes de tormenta o, a veces, entre la nube y una zona de cielo abierto. Esta luz asociada al relámpago es más tenue que la del rayo que va desde la nube a la tierra porque en parte es interceptada por las gotitas y el granizo que hay dentro de la nube de tormenta.
Por otro lado, los rayos tienen un olor bastante característico, asociado al ozono. El ozono es una forma alotrópica del oxígeno, es decir, que este elemento tiene la propiedad de mostrarse en la naturaleza bajo una estructura química diferente. Es un gas constituido por tres átomos de oxígeno y se puede formar cuando una descarga eléctrica muy intensa disocia las moléculas de oxígeno, generando oxígeno monoatómico (O). De este modo, el oxígeno que compone el aire (O2) se combina con el monoatómico formando el ozono (O3). Aunque se genera en el transcurso de la tormenta, es fácil que llegue hasta nosotros gracias al viento y nos anticipe que la tempestad está por venir. Y es que no es casualidad que la palabra ozono, procedente del griego ozein, signifique ‘enviar olor’.
Los rayos pueden causar graves daños cuando caen sobre terrenos, objetos o personas. Si un rayo impacta en un ser humano puede acabar con su vida o provocarle lesiones severas, por lo cual es muy importante saber dónde refugiarnos si una tormenta nos sorprende. De sobrevivir a su impacto, puede generarse en nuestra piel una especie de tatuajes conocidos como figuras de Lichtenberg, debido a la ruptura de los vasos capilares que se encuentran por debajo de la piel. Normalmente, dichos “tatuajes”, pasado un tiempo, son reabsorbidos por el cuerpo.
Pero además de las descargas eléctricas habituales, existen unos rayos especialmente peligrosos: los dormidos o latentes. Suelen caer en árboles, pero su efecto en ellos no se manifiesta hasta días después y pueden provocar incendios forestales. Esto se produce por la falta de oxígeno presente en el interior del tronco, que ralentiza la combustión.
Los rayos suelen romper sus propios récords. Por ejemplo, el 7 de febrero de 2022 la Organización Meteorológica Mundial (OMM) anunció que un solo megarrayo, caído el 29 de abril de 2020, se extendió a lo largo de 767 kilómetros a través de Texas, Luisiana y Mississippi (Estados Unidos) y se situó en la posición del rayo individual de mayor extensión. El 18 de junio del mismo año, otro megarrayo surcó los cielos de Uruguay y el norte de Argentina durante diecisiete segundos, batiendo el récord del rayo individual de mayor duración.
No obstante, el rayo más poderoso jamás detectado no se ha dirigido hacia la tierra. Para encontrarlo tenemos que mirar por encima de las tormentas, en dirección al espacio. Estos fenómenos pertenecen a una serie de descargas eléctricas más grandes en la atmósfera superior, conocidos como Eventos Luminosos Transitorios. Dentro de ellos podemos hallar los denominados “chorros azules” debido a su color característico: son brillantes, tienen forma de cono y aparecen desde el tope de la tormenta hasta disiparse a unos cuarenta o cincuenta kilómetros de altitud. Pero no es fácil detectarlos, ya que surgen a una velocidad de 100 km/s y se desvanecen en pocas décimas de segundo.
En un estudio publicado este mismo año en la revista Science Advances, los investigadores analizaron un gigantesco chorro azul que salió de una nube sobre Oklahoma (Estados Unidos) en 2018 y llegaron a la conclusión de que esta es la descarga eléctrica más poderosa estudiada hasta la fecha, con un estimado de trescientos culombios (unidad que mide la cantidad de carga eléctrica) que llevó hacia la ionósfera. La cifra es cien veces mayor a la de los rayos típicos.
Este fenómeno, poco habitual e imposible de percibir a simple vista, suele aparecer en entornos tropicales marítimos, sobre el océano y en latitudes bajas durante la temporada de huracanes, cuando las temperaturas de la superficie del mar son cálidas. Hasta la fecha no se había observado nada igual. Se cree que los chorros azules inician en una ruptura eléctrica entre la región superior de una nube cargada positivamente y una capa de carga negativa en el límite entre la nube y el aire de arriba. Sin embargo, todavía hay mucho desconocimiento al respecto, precisamente por lo esquivos y difíciles de detectar que son.
A veces estos chorros azules van acompañados de los llamados elfos y de los duendes que, lejos de ser criaturas mitológicas, aquí definen fenómenos bien reales. Los primeros son anillos que aparecen a unos cien kilómetros de altitud. Pueden llegar a ser enormes, con diámetros de hasta cuatrocientos kilómetros como resultado de los pulsos electromagnéticos producidos por las descargas eléctricas generadas en las tormentas. Los segundos —los duendes o espectros rojos— son fenómenos eléctricos muy luminosos de color rojo y con forma de columna, tentáculo o zanahoria. Se producen por encima de las tormentas severas, en la capa de la atmósfera llamada mesosfera, entre los cincuenta y hasta los noventa kilómetros de altitud, y horizontalmente pueden llegar a medir cincuenta kilómetros de longitud. Con actividad tormentosa muy alta puede producirse uno cada pocos segundos, aunque lo normal es que ocurran entre los dos y los cinco minutos.
Su formación, aún muy desconocida, se basa en la electricidad atmosférica. Como ya sabemos, en las nubes de tormenta hay una cierta diferencia de cargas entre la parte superior (positiva) y la inferior (negativa) que da lugar a los rayos ordinarios. Pero a veces surgen estos rayos con polaridad positiva, que emergen desde el tope de la nube y son mucho más potentes y peligrosos. En los próximos años esperamos conocer mucho más sobre ellos y sobre su propagación hacia las zonas más elevadas de nuestra atmósfera.
Imagen de portada: Sin título, 2020. Fotografía de Timothy Eberly. Unsplash