Antes de situar la nueva novela de Emiliano Monge (Ciudad de México, 1978) en el panorama literario reciente en nuestro país, conviene hacerlo dentro del ámbito más asequible, más definitorio y menos movedizo de la propia obra del autor.
En sus primeros libros, Monge tanteó sus preocupaciones y definió su estilo. La prosa de los relatos de Arrastrar esa sombra (2008) y de la novela Morirse de memoria (2009) se distingue por una poderosa carga de imágenes, un ritmo lentificado y la voluntad de reconocer a tientas los contornos del mundo. En ambas ficciones laten, además, las preguntas “¿quién soy yo?” y “¿quiénes son los otros?”. Luego Monge se desmarcó de lo estrictamente privado, adentrándose en lo colectivo. El protagonista de El cielo árido (2012) pone en juego una herencia de desgracias (las penas del individuo, las carencias sociales) y trenza con ellas un inevitable destino de sufrimiento y violencia, metáfora de un sino nacional. Las tierras arrasadas (2015) fue un rotundo do de pecho: testimonio del país fallido, denuncia de la brutalidad y el horror, novela de migrantes. Monge inocula sus páginas con otras escrituras y voces, y delata una búsqueda que ya no abandonará en sus libros: escuchar a los otros, abrirse a ellos no únicamente para el dictamen de sus circunstancias, sino en el reconocimiento y el interés por las casi infinitas formas de existir y padecer que encarnan “los demás”. La superficie más honda (2017) continuó la investigación de la violencia, esta vez apelando al silencio, lo que se mantiene oculto, lo que queda fuera de los registros y que el cuento, con su juego formal de sustracción y límite, sabe registrar.
Enseguida aparece el antecedente directo de Justo antes del final, o mejor, su mellizo —su carga complementaria en el átomo literario mongeano—, No contar todo (2018): novela sobre tres generaciones de hombres que se definen mediante herencias y huidas, memoria de la ausencia del padre, recuento de daños y rescate de sí mismo (el único posible en asuntos genealógicos). Cuando la leí, prácticamente de corrido, quedé cautivado por la peculiaridad de las vidas que se narran, aunque me pareció que el hijo no se mostraba de manera frontal. Su presencia era escurridiza, su voz llegaba un tanto apagada. Esto, sin embargo, no alcanza a ensombrecer el hecho de que es uno de los libros del autor que más he disfrutado. Su obra más compleja, Tejer la oscuridad (2020), constató que Emiliano Monge busca siempre un nuevo territorio, una dimensión inédita para las narrativas que surcan el tejido social y le permiten ver el mundo (y el oficio de escritor) con ojos nuevos. En Justo antes del final, encontramos matices y temas que Monge no había entregado en anteriores libros. Propone un ajuste de ruta, una novedad en su norte autobiográfico que afina la mirada y desnuda la sensibilidad. El autor conquistó en estas páginas, luego de aventuras formales y experimentaciones, un tono nunca antes presente en su escritura, y mostró cabalmente al personaje del hijo. Es esta una novela cálida, directa, abierta, cuyo misterio —nunca menor— es el azar de una vida y la voluntad que la anima; frontal, pues todo se resuelve cara a cara (en la confrontación de los personajes, en el “tú” de la voz y ante los ojos del lector; horizontal, por tanto); y, sobre todo, amena, dinámica, entrañable por su nómina de personajes, que apela a la empatía en la justa exposición de las emociones que la recorren. El autor se atrevió a mostrarse más, fue más lejos en el autorretrato, y presiento que también en la ficción (lo cual no es una contradicción). La intensidad de la escritura no proviene esta vez de la brutalidad del daño, sino de las inseparables penas del amor, los desencuentros de la compañía, la necesidad de la compasión (recibir y dar) y de confrontar el apego que sentimos con el final de las cosas por las que lo sentimos. Su novela más reciente es, me doy cuenta, un libro que va de soltar, de dejar ir. La manera en que está estructurado el relato es sencilla de identificar, de transitar. La intención de Monge no es proponernos un rompecabezas difícil o un juego de escondidas, sino que nos pide montarnos en la montaña rusa del tiempo, con los cambios de velocidades y los altibajos que esto implica. Las cartas, desde el principio, están sobre la mesa: cada capítulo narra un año, empezando con el nacimiento de la madre en 1947 y terminando con su muerte. El narrador la entrevista a ella, a los hermanos de esta, a su padre, se interroga a sí mismo con la finalidad de dibujar un amplio relato familiar. El uso de la segunda persona establece una distancia necesaria entre el Emiliano-personaje y el Emiliano-autor. Esto, junto con el uso del tiempo futuro, viste de tonos y sonidos nuevos la escritura. El singular privilegio de ese “tú”, único destinatario del relato, así como la subversión temporal de conocer asuntos que sucederán no ahora, sino en un tiempo por venir, forman una suma de fragilidades: la de saber lo que no ha pasado todavía y la de un discurso íntimo. La solidez de esta voz narrativa es la primera virtud de la novela. Mediante los chismes, las indiscreciones y la memoria compartida conocemos la historia de una niña desde muy pequeña marginada por su madre, que debe huir del espacio familiar para crecer, madurar, encontrarse; la vida de una mujer que desea experimentar las formas de la libertad y termina creando el ámbito en el cual puede florecer (permítaseme el verbo) y hacer florecer a los demás: una familia social, una “manada” elegida, hecha de comprensión, solidaridad y negociaciones. Otro de los ejes del libro es la lucha por la supervivencia cotidiana, por desatarse y trasplantarse. En ese contexto llega al mundo el personaje del hijo, un poco acosado por la enfermedad, bastante por la locura y sobre todo por el miedo a la locura, marcado por un hogar plagado de contradicciones. En la lectura entendemos que son los cuidados de la madre, su voluntad y su carácter (también sus miedos, carencias y descuidos), los que lo forman, lo alientan y lo protegen, aunque también (doble filo de navaja) lo deforman, lo detienen y le infligen heridas. Solemos pensar que al nacer le dimos vida a nuestra madre, que la trajimos con nosotros al mundo. Esta novela depone la ceguera del hijo cómodamente ignorante, para contemplar y tratar de entender las peripecias, las aventuras ideológicas, los descubrimientos corporales, las empresas económicas y las búsquedas personales que conforman la vida de la madre, quien además se sabe amiga, hija, hermana, amante, esposa, maestra, guía, enemiga. Se trata entonces de un acto de justicia: el desvelamiento de la oscuridad con que nuestro amor egoísta de hijo se apodera de ese primer objeto negándole historia, opacidades y todo asomo de debilidad humana. La biografía del individuo se alimenta de lo colectivo y flota en sus ondas expansivas. Digo lo anterior porque en un principio podríamos preguntarnos qué hacen ahí esos sumarios de noticias nacionales y mundiales de ciencia, literatura, política, movimientos sociales armados y pacíficos, medicina, música, televisión, tecnología, tragedias o desastres que conforman otra sección de los capítulos. Puede que hasta nos intrigue, sobre todo, la historia fragmentada de un Sindicato Único de Trabajadores del Trueno. De pronto, tenemos la impresión de que suceden muchas cosas en esta novela. Y así es. De esta manera elige Monge narrar una vida: rastreando en el mar del mundo y la historia las olas que habrán de impulsar su viaje. Y, puesto que en un pasaje central de la novela cae una tormenta eléctrica, diría también que la luz tajante y fugaz del rayo es la que ilumina los múltiples planos que componen la narración. La historia de una vida es una suma de relámpagos, una serie de quietas visiones del caos. Y una madre es, también, una tormenta. Emiliano Monge está, qué duda cabe, entre los grandes novelistas mexicanos de nuestro tiempo. Su obra se sitúa cerca de quienes trabajan con la tradición, buscando en las tonalidades de la prosa y en el enfoque de la mirada las peculiaridades del estilo (Álvaro Uribe, David Toscana, Daniel Sada, Ana García Bergua), pero también entre quienes se aventuran en los caminos de la experimentación (Cristina Rivera Garza, Fernanda Melchor, Álvaro Enrigue) y desestabilizan los cánones para ampliar el diapasón novelístico. Justo antes del final es el libro de un autor que ha encontrado pronto su madurez y que, para no echar las campanas al vuelo, elige continuar descubriendo su escritura y opta por un camino de reinvención (de la novela, de sí mismo); un autor que decide mirar con ojos más abiertos lo distinto, sin importar si ha estado siempre demasiado cerca, ni si de ahí venimos y bajo su sombra crecimos sin percatarnos, ciegos, hasta ahora.
Random House, CDMX, 2022
Imagen de portada:Edvard Munch, Modelo sentada en el sofá, 1924-1926