Las herencias africanas
Es un lugar común decir que la música de las Américas estuvo determinada por la herencia africana allí donde los africanos esclavizados y sus descendientes fueron arrojados y explotados. Los géneros musicales, los instrumentos, muchos ritmos como tales, el principio de la polirritmia, las diferentes síntesis en los bailes (varios de origen europeo) la práctica de la improvisación son algunos de los elementos más sobresalientes de esta historia, cruel y milagrosa a la vez. Este panorama tiene la virtud de acentuar lo que podríamos llamar la criollización: la hibridación, la mezcla, la síntesis y la fusión de elementos y formas en el suelo americano entre diferentes culturas. Sin embargo, hay dentro de esta historia un problema de gran interés, y es la supervivencia de tradiciones musicales africanas que no son derivadas de su mezcla con otras; no se trata de la síntesis de una matriz africana y formas musicales europeas o indígenas, sino que son tradiciones africanas que sobrevivieron a la censura, la represión y la marginación. Resistieron preservadas en el suelo americano (aunque no pretendo decir “inalteradas”), y de ellas, en realidad, no hay muchos ejemplos. Es el caso de la herencia yoruba en Cuba, asociada habitualmente con una de las religiones afrocubanas más importantes: la santería o Regla de Ocha. Hace unos años descubrí un blog escrito por percusionistas franceses que dieron en el clavo al llamar a su trabajo de investigación Echú Ayé, músicas yoruba de Cuba (Musiques yoruba de Cuba). Desgraciadamente el blog está casi todo en francés, con algunos pocos textos en español. Aunque por supuesto en Cuba, en Brasil, en Haití y en otros lugares de América hay un gran número de tambores de origen africano, la tradición yoruba cubana presenta una particularidad asombrosa, incluso si se la compara con el otro gran polo de fortaleza de la cultura yoruba en las Américas: Brasil. Cuba es el único lugar del continente donde los instrumentos asociados al culto a los orishas siguen siendo (casi) los mismos (hay otros elementos, por ejemplo, el sistema oracular o de adivinación, conocido como el dilogún, dentro de la cosmogonía llamada ifá). En Brasil, en particular en Bahía, el candomblé sintetizó varios elementos y aunque los cantos, las danzas, ciertos colores asociados con los orishas, el sincretismo, los ritos de la liturgia y buena parte de la herencia lingüística y religiosa yoruba fueron preservados, los instrumentos musicales con los cuales se acompañan las ceremonias son los atabaques, cuyo origen es distinto.1 Es verdad que las polirritmias del candomblé tienen estructuras (a veces) comunes, pero es un detalle que no cambia la pregunta central (uno de estos puntos es que el tambor que “habla” es el grave, llamado rum, pero no es común en Brasil, lo que en el batá se conoce como “conversaciones”). La precisión es interesante: los tambores batá se siguen tocando en Nigeria actualmente, aunque estos tambores yoruba de Nigeria no tienen necesariamente las mismas características físicas que los tambores yoruba de Cuba, ni se tocan de la misma manera, ni con el mismo lugar y connotación sagrada.2 Explicar, describir o analizar los tambores batá en un texto es imposible. Lo más lógico sería verlos o escucharlos primero. Creo que no hay mejor introducción al ritmo, o mejor ejemplo de él. El proyecto de escribir sobre esto nos condena a la incompletud y a la frustración. O mejor dicho: es un proyecto que viene a acompañar y completar la otra experiencia que es la primera y más importante.
¿Qué son los batá?
Los tambores batá son un conjunto de tres tambores con doble membrana. En realidad podríamos decir también que son una orquesta en miniatura, basada en dos principios centrales: la polirritmia y las “conversaciones” codificadas (esta distinción es sutil, pero no podemos entrar en detalles). Estos dos principios se entroncan con todos los elementos de la música practicados en la religión: los cantos, los diferentes toques, la manera de traer al orisha (el trance), la danza. En palabras de la investigadora Victoria Eli Rodríguez:
Los tambores batá son tres membranófonos de golpe directo con caja de madera en forma clepsídrica o de reloj de arena. Tienen dos membranas hábiles de distintos diámetros, que se percuten en juego y están apretadas por un aro y tensadas por correas o tirantes de cuero o cáñamo que van de uno a otro parche en forma de N. Este sistema de tensión está unido y atado al cuerpo del tambor por otro sistema de bandas transversales que rodean la región central de la caja de resonancia. Esta descripción es común a los tres tambores, diferenciados morfológicamente por sus dimensiones. Sus características y origen nigeriano los une a las ciudades-Estado de Oyó e Ifé, que eran los principales centros políticos y religiosos, respectivamente, de los yoruba.3
La referencia a los tamaños de cada tambor es importante porque se corresponde con un timbre característico. El mayor, iyá (en yoruba, “la madre”), es el más grave, que dirige, abre, cierra y dicta el orden preestablecido de los diferentes ritmos y de las conversaciones. Todos los orisha tienen un ritmo específico y dentro de cada uno de estos ritmos existen partituras estructuradas de conversaciones que le dan a este ritmo sus diferentes partes. A decir verdad no se trata de conversaciones, o al menos no con todas las connotaciones lingüísticas de este término, pero volveré sobre este aspecto más tarde. Itótele, el “segundo”, o mediano, es el tambor que interactúa mayormente con iyá, mientras que okónkolo, el más pequeño, oficia en general de columna rítmica, es decir que es el único que mantiene un patrón repetitivo que les permite a los otros interactuar.
Encuentros
En una tarde de verano de 1993, recibí un regalo que alguien me trajo de Cuba: un disco de pasta. Se trataba de uno de los volúmenes de la Antología de la música afrocubana, de la Egrem, dirigida por María Teresa Linares. Ese disco era el Orú de Igbodú4 (luego me enteré que este término se usaba tradicionalmente para nombrar el toque específico de apertura de una ceremonia en el recinto sagrado para saludar a los orishas); fue grabado en 1977, en Matanzas. Esto ocurrió en el contexto del mundo sonoro preinternet, en el cual el objeto-disco podía ser un lujo, una aventura y un milagro salvado del tiempo, y la situación de aislamiento de Cuba hacía de cada disco una especie de tesoro. La magia fue instantánea. Para alguien que no creció en un país donde esta música circulaba, para quien esos sonidos eran un mundo nuevo, confieso que fue algo así como una experiencia alucinatoria. Voy a explotar este exotismo barato: lo primero que uno intuye es la complejidad, la idea de que seis parches generan algo así como una melodía rítmica o como una organización sinfónica. Todo viaje es una historia donde se trenzan los descubrimientos y también las amistades y, en mi caso, tuve la suerte de que varias amistades me dieran a entender y conocer un poco más de cerca la tradición. A veces uno tiene la suerte de compartir el viaje con una persona que también recorre el mismo camino y con quien uno puede compartir la curiosidad. Esta persona me dijo una vez: “cuando uno se sienta a escuchar los tambores puede tener la impresión de que son como gotas de lluvia que caen de una manera mágicamente ordenada”. Nunca olvidaré esta imagen, porque creo que refleja muy bien la experiencia sonora de un oyente extraño a la tradición. Escribo oyente y no espectador, porque la experiencia (aquí sonora, pero no únicamente) es radicalmente distinta cuando se está en presencia de los instrumentos en una fiesta de santo. Y para poder presenciar eso, el recorrido fue más largo. Pero la primera escucha ya fue un viaje.
¿Cómo escuchar un tambor? (La polirritmia)
Formulada de manera directa, esta pregunta en aperiencia ingenua no parece generar mayor debate, puesto que el volumen sonoro de los tambores no se deja esconder, y esta característica física parece ser el elemento ineludible de la escucha. Sin embargo, creo que oculta una dificultad mucho más profunda: casi todas las lenguas reconocen la distinción escuchar/oír, donde la participación activa del oyente consiste en focalizar su atención sensible en lo que está pasando musicalmente. En este sentido, hace falta una forma de familiaridad para educar nuestra propia sensibilidad al código y a los conceptos que construyen la complejidad del batá. Este problema repercute en la manera que percibimos todos los elementos de la música: la estructura, los énfasis, el desarrollo de una idea, las variaciones, la noción de orquestación, la apreciación del virtuosismo, etcétera.
Para oídos no habituados a este ejercicio en general, creo que la dificultad del batá es aún mayor que cuando se descubren otras tradiciones musicales, porque ciertos obstáculos estéticos son más difíciles de saltear. El primero de ellos es reconocer que los tambores son tan complejos como una orquesta y que el universo sonoro que nos proponen es difícil de entender en el primer abordaje. Yo diría que este obstáculo es político-estético y a la vez psico-perceptivo: está ligado al prejuicio de la subvaloración musical de las tradiciones no europeas, en particular cuando tienen que ver con la percusión, por estar asociadas a otras formas de concebir el cuerpo, de pensar lo sagrado, etcétera, pero también, al mismo tiempo, está ligado al hecho de que nuestro oído no está educado para apreciar, distinguir y valorar las sutilezas de esta complejidad prima facie. Voy a imaginar a un oyente distraído que, como yo, descubre por primera vez una grabación y voy a trazarle un mapa con algunas pistas a seguir. Lo primero es distinguir las dos series más elementales de sonidos: las notas agudas de las bocas estrechas (conocidas como chachá) y las notas más graves, conocidas como enú, que van a construir la melodía rítmica. Esta melodía se construye como una trenza donde el enú de iyá realiza un ping-pong codificado con el enú de itótele, y ambos dibujan estas figuras mientras que okónkolo marca, con los otros chachás, las partes más regulares y recurrentes de los patrones que hacen al ritmo (en este sentido el ritmo sería la superposición de la linealidad regular de ciertos sonidos y los eventos que acaecen por encima de la regularidad). La segunda etapa es prestar atención a los cambios y a lo que hace iyá. Uno de los momentos clave del descubrimiento de esta música, en mi entender, es que cuando nos sentamos a escuchar realmente los tambores una realidad sonora escondida emerge: la sucesión de ritmos que caracteriza al oro seco (el nombre más común del Orú de Igbodú) empieza a coexistir con la interacción compleja entre cada uno de los sonidos, es decir, que no sólo seguiremos el camino de las frases, sino también el tejido de los pequeños golpes que acompañan a cada patrón rítmico.5 La polirritmia en general es definida como una especie de principio de ecos o de “voces que se responden” (de vuelta a la metáfora lingüística) dentro del juego musical, donde es particularmente importante que una frase emerja y sea plenamente afirmada para que pueda ser contestada. En el marco del batá, a un oyente principiante le puede resultar difícil entender las frases, para esto le aconsejo que se fije (lentamente) en los sonidos que se producen al unísono y los que se articulan unos a otros con ciertos patrones rítmicos. Así, uno de los pisos de esta escucha, me parece, es detectar las frases que se suceden en orden y que constituyen la conversación, que en realidad es más un código, porque se trata de una partitura imaginaria donde itótele responde de cierta manera a ciertas frases codificadas que dice iyá. Todo esto, hoy en día, con los archivos de video disponibles en la web, es un poco más fácil de identificar, porque podemos ver “quién hace qué” en la fábrica del ritmo, y por ende, asociarlo con un evento sonoro, con una “frase”. El repertorio del batá es de dos clases: el oro seco (o sea el Orú de Igbodú) y el oro cantado. El oro seco es la sucesión de ritmos, con todas las conversaciones dentro de estos ritmos dedicados a cada orisha, que se toca generalmente para saludarles antes de una ceremonia. El oro cantado alude a los ritmos que se tocan para acompañar durante la fiesta de santo a los diferentes cantos dedicados a cada orisha (pueden ser cientos). Como cada ritmo tiene un nombre y se toca de diferente manera, en el oro cantado es común que el tamborero (olubatá) sepa con qué ritmo específico acompañar a los cantos, en especial porque se espera de él y del cantante (llamado akpwón) que sepan en qué momento de la fiesta hay que subir la tensión al dirigirse, con la música, el canto y la danza a una especie de clímax. Estos ritmos de acompañamiento abren el espacio para que los tamboreros exhiban su maestría y conocimiento, así como su talento para crear el ambiente en la fiesta, donde se espera la venida del orisha.
Saludo final
En la santería es costumbre abrir y cerrar las ceremonias saludando a un orisha en particular: Elegguá, el señor de los caminos. Quizá lo mejor sea cerrar entonces con una apertura, es decir tratar de abrir un camino: creo que, musicalmente, para empezar a pensar el ritmo no hay mejor escuela que ésta, que se encuentra a nuestro alcance y que es un patrimonio americano. Si asumimos que la experiencia afroamericana es tan central como la resistencia cultural de los indígenas o las diferentes creaciones de las naciones criollas, entonces podemos afirmar que no nos debemos a una única herencia ni a una única tradición y que (parafraseando a Borges) podemos aspirar a todas ellas. La intensidad de la preservación de este patrimonio, la fidelidad de los afrocubanos con su historia y su dignidad pueden ser elementos para pensar no solo éste patrimonio, sino también la necesidad de la común humanidad. Para eso necesitamos franquear los obstáculos estético-políticos de los que hablaba. Como decía un viejo graffiti argentino: “América somos todos”.
Imagen de portada: Fernando Ortiz con el trío Okilapkua, concierto de tambores, La Habana, 1937
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Ver, por ejemplo, documental sobre los instrumentos del candomblé en Bahía aquí. ↩
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V. E. Rodríguez: “Instrumentos de música y religiosidad popular en Cuba: los tambores batá”, se puede consultar aquí. ↩
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El Orú de Igbodú de la grabación de 1977 se puede escuchar aquí. ↩
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Una versión del oro seco grabada en La Habana en 2013 puede verse aquí. ↩