La actividad revolucionaria, tanto en el dominio político como en las expresiones artísticas, marcó los inicios del siglo XX en Europa. El siglo anterior había sido testigo del afincamiento de una sociedad burguesa y capitalista; en respuesta se alzaron numerosas oposiciones. La petrificación del orden de las cosas distaba de satisfacer a la mayoría y algunos aspiraban a una gran sacudida. La Primera Guerra Mundial aceleró este proceso y favoreció la instauración de un régimen comunista en Rusia y la eclosión de vanguardias artísticas en muchos países. El término revolución alcanzó entonces un nuevo vigor: el Viejo Mundo se halló sumergido en una serie de revueltas que lo transformarían para siempre. Mientras nacían modalidades políticas que atentaban contra los propios fundamentos de la sociedad (comunismo, anarquismo, sindicalismo, fascismo, socialismo y, poco después, nazismo), la actividad artística se hallaba estremecida a su vez por el brote de movimientos que esperaban ofrecer una nueva manera de abordar la existencia tanto en el plano personal como en el colectivo. Estas vanguardias pensaron que sus actividades debían rebasar los límites del humilde campo de acción que hasta ese momento se les reservaba. Las agrupaciones artísticas, como el futurismo italiano, de pronto aspiraban a incidir en todos los sectores de la realidad. La idea de Rimbaud de ver el arte adelantarse a la vida se abría camino… Como en tono de burla, nuestra historia comienza durante la Primera Guerra Mundial, en un cabaret en Zúrich, donde Tristan Tzara echa a andar el dadaísmo: frente a la matanza absurda y pavorosa, y como para realzar la estupidez del conflicto, opta por la mofa, y multiplica, con sus amigos, las publicaciones de tufo estrafalario y las acciones públicas de provocación e ironía. Los dadaístas socavan hasta la idea misma de creación y la noción de belleza; le dan la espalda al mundo artístico del pasado y, empleando el humor con pertinencia y crueldad, perturban las costumbres y atacan sin complejos las certezas de una sociedad occidental hundida en un conflicto injusto y atroz. Esta verdadera insurrección creativa llama la atención de la juventud que está sufriendo esos tiempos bárbaros. La aventura surrealista arranca como una continuidad de las experiencias dadaístas. Su historia es célebre y se ha convertido en un mito. Tres jóvenes poetas en ciernes se conocen en París y, de inmediato, se sienten cómplices. Sus lecturas de Rimbaud, Mallarmé y Jarry los acercan. Además, los anima una energía rebosante y un deseo de ruptura. André Breton destaca pronto como el líder de esta tríada formada con Louis Aragon y Philippe Soupault. Durante la Primera Guerra Mundial, el joven Breton, que estudiaba medicina, fue enviado al hospital de Nantes, al que llegaban los incontables heridos del frente; ahí observó las horrendas consecuencias de aquella guerra infame. En esa ciudad el joven vive dos experiencias decisivas: el contacto con personas que padecen enfermedades mentales y la amistad del mítico dandi Jacques Vaché, de quien aprenderá mucho.
Breton lee a Freud y, como el resto de su generación, se familiariza con la nueva noción de subconsciente y con el mundo de los sueños: se trata del descubrimiento de un continente hasta entonces desconocido. Estos nuevos conceptos, esta organización del espíritu humano, levantan pasiones, alumbran la existencia de forma original. Él intuye que ya nada será como antes. Ese avance científico es en sí una revolución del conocimiento que debe ser aprovechada al máximo. Gracias al contacto con los soldados traumados, Breton estudia las neurosis y los desequilibrios, capta que ese universo, hasta entonces secretamente escondido dentro de nosotros, puede ser valorado, explorado y convertirse en un mundo nuevo (aspiración asociada a la idea de revolución). Aquel primer acercamiento a los trastornos mentales alimenta el pensamiento del joven poeta: se apasiona por el estudio de las perturbaciones del espíritu, las dinámicas mentales que se nutren de rupturas y rechazos. Jacques Vaché habrá de dejar una huella profunda en su amigo André. No publicará nada en vida; sólo sus Cartas de guerra y algunos escasos textos y dibujos conocerán esa suerte después de su muerte. Es un excéntrico notorio que adora a Jarry y a su “padre Ubú”… Pone su genio y creatividad al servicio de la vida y provoca escándalos a su alrededor. El futuro cabecilla del surrealismo se deleita con sus bromas y dirá después: “Jacques Vaché es surrealista en mí”. Éste muere a los 23 años, a principios de 1919, de una sobredosis de opio… no se sabe bien a bien si fue suicidio o accidente. Pero su nombre permanece y Breton lo convertirá en uno de los precursores del surrealismo. Aragon, Soupault y Breton viven “en estado de furia”. Simpatizan con el movimiento Dadá en París aunque sin adherirse a él: no están convencidos de su futuro porque la simple provocación, sin bases sólidas y sin proyección visionaria, les parece limitada. Consultan a los pocos mayores que respetan: Apollinaire inventa la palabra surrealismo para definir las expresiones que buscan la presencia del inconsciente en la creación; a Valéry se le ocurre el título de la primera revista de los jóvenes, Literatura. Por supuesto que el subrayado refleja la burla y la crítica al ánimo de seriedad que caracteriza, según ellos, a las otras publicaciones. Los tres compañeros atraen a los espíritus más revoltosos de su época y se transforman en un grupo activo que se reúne todos los días. Los nombres de otros miembros son Benjamin Péret, Robert Desnos, Paul Éluard, Antonin Artaud, Michel Leiris, por citar tan sólo a los escritores. Pintores como Ernst, Dalí, Tanguy y Masson o el fotógrafo Man Ray también formarán parte de aquella aventura.
Como toda vanguardia, el surrealismo sienta las bases de su reflexión y de su acción en un manifiesto. Escrito y firmado por Breton, el “Primer manifiesto del surrealismo” ve la luz en 1924. El objetivo es liberar al espíritu, emanciparse de las barreras levantadas contra las aspiraciones y los sueños que cada uno lleva dentro. Se trata de poner a nuestro alcance lo que Rimbaud llamó La verdadera vida, una existencia henchida de libertad, ajena a toda servidumbre. Como bien lo dice Breton, la actividad surrealista implica la liberación del espíritu por medio de diversas prácticas: la creación artística espontánea, el análisis de los sueños gracias a médiums bajo hipnosis que logran contar sus visiones, los juegos de palabras y el humor en general. Todo se lleva a cabo en el seno de una comunidad muy activa que da a conocer sus hallazgos por medio de publicaciones; a diario sus miembros se reúnen en un café en donde discuten sin cansarse. Es revolucionaria la idea de sustraerse a la esclavitud de la sociedad, de la idiotez burguesa, de las torpezas y satisfacciones de la vida cotidiana. Un surrealista, por ejemplo, no puede tener un empleo porque su meta es la liberación y el rechazo a esta subordinación… Su deseo se traduce en términos tanto individuales como colectivos: ya que el hombre es un ente social, cualquier perturbación de su ser, cualquier liberación debe reflejarse en la sociedad. Más tarde, en 1935, en un célebre discurso, Breton hallará la forma adecuada de presentar dicha postura: “Transformar el mundo, dijo Marx. Cambiar la vida, dijo Rimbaud. Para nosotros, estos dos lemas se volverán uno solo”. Desde su creación, el surrealismo se propone reconciliar a Marx con Rimbaud, pero las relaciones de este movimiento con el universo político habrán de conocer diversas fases y evoluciones. Es un programa vasto y difícil de traducir a la realidad. El primer aspecto innovador de las actividades surrealistas es la creatividad misma: se introduce el accidente por medio de juegos o de restricciones ligadas tanto a la forma como a la creación colectiva; tal es el caso del cadáver exquisito. Los surrealistas desean, además, explorar el mundo de los sueños y practicar el hipnotismo: uno de los miembros del grupo (Desnos parece haber sido el más talentoso para esto) se somete a un estado de sueño profundo y cuenta los sueños e imágenes que pasan por su mente. En su poema “Roberto el diablo”, aunque escrito mucho más tarde, Aragon rendirá homenaje a su antiguo amigo Desnos y describirá cómo sus palabras anticiparon su deportación y su muerte en un campo de concentración. La práctica más revolucionaria, aunque finalmente poco empleada, es la “escritura automática”, que consiste en escribir sin parar, hasta el agotamiento, con la intención de dejar fluir las imágenes y las palabras sin que intervenga la consciencia… Breton y Soupault se encierran en un cuarto de hotel y escriben de este modo Los campos magnéticos. Los choques inusuales entre vocablos hasta entonces lejanos, la refulgencia de las imágenes resultantes y el caudal de palabras estremecedoras que fluyen casi sin respirar sacuden a los lectores. Aun cuando no son los primeros en explorar los universos del sueño (no olvidemos a los románticos franceses, a Nerval o Lautréamont), sus métodos logran penetrar ese mundo desde el interior y hallar, gracias a la espontaneidad de sus actos creadores, una nueva manera de abordar la escritura. Aquella “escritura automática” habría de mostrar muy pronto sus limitaciones y no sería empleada de nuevo salvo en raras ocasiones, pero la intención, el impulso de canalizar la escritura hacia una espontaneidad mayor van a marcar la historia y la literatura. La idea de que, por medio de este gesto, se provoca una liberación del espíritu, se convertirá en un legado para las generaciones futuras. No bastó a los surrealistas trastornar el mundo artístico, ponen especial énfasis en darse a conocer fuera de sus círculos. Incluso abren una Oficina de Investigaciones Surrealistas en donde un responsable, designado por el grupo (de enero a abril de 1925 será Antonin Artaud), recibe al público que desee charlar sobre temas surrealistas…
En sus inicios el movimiento muestra cierto recelo hacia la política y espera más bien provocar una profunda sacudida con sus acciones. Dice Artaud en 1925:
La realidad inmediata de la revolución surrealista consiste, más que en modificar cualquier detalle del orden físico y aparente de las cosas, en provocar un movimiento en las mentes. La idea de una revolución surrealista se dirige a la sustancia profunda y al orden del pensamiento.
Y más tarde: “La idea de una revolución surrealista cualquiera sólo puede ser concebida en función de su poder de desintegración de la vida”. Es el intérprete del surrealismo más puro, el de los inicios, el que se rehúsa a inmiscuirse en el activismo político y sólo desea operar en el ámbito intelectual. Pero Breton —y un buen número de sus seguidores— presiente la ineficacia de esta postura, el enclaustramiento que acarrearía un trabajo cerrado sobre sí mismo. El movimiento surrealista hubiera podido asfixiarse si no hubiera salido del círculo artístico e intelectual. Artaud y otros se separan del grupo, a veces de manera violenta (como Leiris, Desnos) cuando se lleva a cabo el acercamiento con el Partido Comunista. En el Partido, en cambio, reina la suspicacia: los activistas aguerridos consideran que aquellos jóvenes burgueses no tienen consistencia. El director del diario l’Humanité escribe:
Lo que he leído sobre los jóvenes de la escuela surrealista no me convence, no parecen tener sentimientos profundamente proletarios. No soy partidario de que usen el sello del Partido para su empresa…
El diálogo se vuelve difícil. Breton se integra a una célula del Partido Comunista compuesta por electricistas de su barrio. Organiza reuniones en su sala, donde instala imitaciones de obras de arte y con solemnidad explica a sus camaradas que las piezas le costaron una fortuna, pero que valió la pena… La palabra “revolución” se emplea para nombrar sueños muy distintos. Llegan los tiempos del compromiso político. El sistema colonial es criticado con virulencia, la URSS consolida sus avances bajo la despiadada dirección de Stalin, los fascistas, luego los nazis, toman el poder en sus países, y cada vez se vuelve más complejo no tomar partido por uno u otro bloque. Los jóvenes del grupo vanguardista se convirtieron en militantes de las luchas del momento, pero no se resignaron a ser simples y obedientes ejecutantes. El ambiente se tensa y aquellos que aspiran al surgimiento de un mundo nuevo deben cerrar filas. El “Segundo manifiesto surrealista” transmite el siguiente mensaje: el triunfo de una revolución permitiría al hombre nuevo vivir la libertad total a la que aspiran los surrealistas. Pero Breton percibe las inaceptables exigencias del comunismo y se puede leer en su revista surrealista: “el viento de cretinismo sistemático que exhala la URSS”. La imposible alianza entre comunistas y surrealistas se confirma en 1935 durante un congreso de escritores en defensa de la cultura: Breton cachetea en público al escritor estalinista Ilyá Ehrenburg, miembro de la delegación soviética. Antiguos surrealistas se han unido a los “camaradas de partido”, como Aragon y Éluard, y permanecerán fieles a su causa. Breton y sus seguidores persisten en el debate público y se mantienen firmes: conservan una postura crítica en relación con la URSS, al grado de que André Breton denuncia los procesos de Moscú en las asambleas de 1936 y 1937… Asimismo, el apoyo a la república española durante la guerra civil se acompaña de ataques contra los métodos estalinistas. Mientras tanto, Benjamin Péret se enlista para combatir en el seno de la famosa columna Durruti. Acorralado, sin aliados (el acuerdo con Bataille en el grupo Contre-attaque no tiene una base sólida fuera de un rechazo común de los totalitarismos), Breton se voltea hacia el comunista que lucha contra Stalin: Trotsky. Éste, exiliado en México, accede a recibir a Breton en 1938 y los dos personajes entablan un diálogo, procuran hallar ideas comunes y un territorio que compartir. Con dificultad logran adoptar un manifiesto que invita a los escritores y artistas revolucionarios a agruparse alrededor de una Federación Internacional (la fiari), en contra el poder de Moscú. El eco del proyecto será nimio: la muerte de Trotsky y la Segunda Guerra Mundial entierran esta esperanza. La insurrección fundamental propuesta por el surrealismo no podía triunfar frente a tantas fuerzas opuestas; su victoria no consistía en el advenimiento de una nueva sociedad sino en un avance del pensamiento que incluso hoy conserva toda su congruencia. Esta insurrección formulada por jóvenes impacientes y atormentados tuvo la virtud de sacudir a una sociedad que les parecía repugnante en muchos aspectos. Hoy muchos podrán sonreír ante las ideas de tabula rasa o de Nuevo Mundo; hundidos como estamos en una realidad que parece infranqueable, en general ya no tenemos ese tipo de reacción. Pero en esta oscuridad, las incandescencias provocadas por los surrealistas nos atraen por la intensidad, el vigor y la pertinencia del rechazo que supieron aventar a la cara del mundo. Sus creaciones siguen resonando en nosotros y ello constituye una suerte de victoria para su proyecto: las obras prosiguen una labor revolucionaria que desafía al tiempo y al espacio. Esta pertinencia sólo corresponde al mundo artístico: las revoluciones más perdurables son las que tocan el universo de la mente.
Imagen de portada: Kurt Schwitters, Pequeña velada, 1922.