Las mujeres preguntaban: “¿Qué horas son?” “¿Todavía estamos en agosto?” Otras decían: “He perdido la noción del tiempo desde que a mi hijo y a mí nos encerraron en este lugar.” “Me separaron de mis hijos el nueve de junio.” Como sucede en cualquier espacio de confinamiento, el tiempo pasa a un ritmo extraño en el South Texas Family Residential Center [Centro Residencial Familiar del Sur de Texas] en Dilley, el lugar de detención para familias inmigrantes más grande de los Estados Unidos. Es dirigido por Immigration and Customs Enforcement, o ICE [Observancia Aduanal y de Inmigración], y CoreCivic, la corporación de cárceles privadas contratada por el gobierno federal para administrar casi el 63% de las prisiones de inmigrantes en Estados Unidos. Es uno de los muchos centros de detención para inmigrantes en el complejo industrial de reclusorios que se expande a gran velocidad en el país. Estados Unidos posee la infraestructura de detención más grande del mundo: detiene entre 380,000 y 442,000 personas cada año y ha mantenido una bed quota1 diaria de 49,000 inmigrantes (una cifra que la Casa Blanca pidió incrementar a 58,500 en 2019).2 El centro de detención en Dilley tiene una capacidad para 2,400 personas, todas mujeres con hijos en su mayoría provenientes de países del Triángulo Norte (Honduras, El Salvador y Guatemala). Aunque las leyes establecen que un centro de detención donde se encarcelan niños “no debe estar equipado por dentro con estructuras de reclusión a gran escala o con procedimientos asociados a instituciones penitenciarias”, Dilley es una cárcel y, de hecho, se le conoce coloquialmente como “cárcel para bebés”. No se permite ningún contacto físico más allá de un apretón de manos y, aunque los detenidos y los guardias saben que el agua de la institución está contaminada, los voluntarios y donadores no tienen permiso de ofrecerles a las encarceladas y sus hijos bebidas embotelladas. Si bien sus contextos e historias particulares varían, las mujeres y los niños detenidos en Dilley tienen algo en común: todos ellos escaparon de circunstancias sumamente violentas en sus países, vinieron a buscar protección legal a los Estados Unidos, y los detuvieron en una institución del sistema penitenciario federal mientras esperan que se les conceda el debido proceso. La mayor parte de las mujeres y niños en el centro de detención en Dilley llegaron a los Estados Unidos a inicios del verano de 2018, después de que se decretara la Política de Tolerancia Cero y se comenzara a separar familias. La noticia de la separación familiar viajó alrededor del mundo ese verano. Videos e imágenes filtradas que mostraban a niños separados a la fuerza de sus padres y encerrados en jaulas atormentaron las mentes de millones de personas. Tras una indignación pública y generalizada, así como una demanda de dieciocho estados contra el gobierno, el 20 de junio el presidente Trump firmó un decreto presidencial donde supuestamente ponía fin a la separación familiar (no dio planes detallados para la reunificación ni cumplió con la fecha límite acordada para reunir a las familias). Entonces, se disipó la cobertura mediática en torno a la situación de los solicitantes de asilo, así como la atención pública. Más adelante, con la noticia de la segunda Caravana Migrante, que salió de Honduras el 13 de octubre del 2018, la atención mediática resurgió, y así también con las nuevas caravanas de 2019. Las olas de atención mediática van y vienen, pero la crisis humanitaria en la frontera por supuesto persiste. Entre el verano de 2018 y ahora, la actual administración se ha dedicado a realizar una serie de cambios de política y enmiendas a leyes —tales como el esfuerzo en curso por cancelar el Flores Settlement [Acuerdo Flores], que establece estándares mínimos nacionales para los espacios de encarcelamiento de menores, o el intento por rescindir el “Asunto de A-B-”, que concierne a mujeres víctimas de violencia doméstica que podrían ser elegibles para asilo—. La mayor parte de estos cambios y enmiendas se hace tan rápido y es tan técnica que, para el público en general, es casi imposible mantenerse al día y entender lo que éstas implican para una población encarcelada. Las madres aún recluidas en Dilley, como los demás migrantes en centros de detención a lo largo del país, son utilizadas por la administración de Trump para alimentar el desconcertante espectáculo de violencia política que se exhibe con éxito en el horario estelar de los medios del mundo. Pero sus destinos también dependen de una violencia burocrática menos visible, más tenaz y desconcertante: aquélla librada en papel, cimentada en memorandos de política y enmiendas a leyes de inmigración. Pues, a estas alturas, algo queda claro con respecto al modus operandi del gobierno de Trump: mientras ejecutan ataques espectacularizados contra grupos minoritarios, basados en “la doctrina de shock”—tales como la separación familiar o los ataques frontales a las caravanas migrantes— también proceden contra estos grupos a través de una guerra burocrática más silenciosa y subrepticia. Es probable que esta segunda guerra sea en última instancia la más tóxica, ya que su presencia en los medios, y por ende en la atención pública, es efímera pero sus efectos persisten a largo plazo. Si esperamos ver una reforma en el sistema de inmigración que desmantele su alianza con el complejo industrial de prisiones (y con el confinamiento sistemático y muy lucrativo de cuerpos en su mayoría negros y morenos) es crucial que miremos más allá de los momentos en que una situación crítica llega a su apogeo y continuemos con la documentación y denuncia de la violencia institucional normalizada en el día a día.
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Todos los días, en Dilley, se forma una larga fila frente a la ficha de registro donde los voluntarios y el personal del DPBP reciben un gafete de CoreCivic con su foto y un número de identificación de alien [extranjero]. Mientras los abogados voluntarios, los pasantes legales y el personal entran y salen del módulo de visitas cada mañana, las mujeres detenidas y sus hijos se forman a un lado de la entrada. Los guardias de CoreCivic, a veces pacientes y en otras ocasiones de trato cruel, les recuerdan a madres e hijos que esperen en la fila sin hacer ruido. A los niños que hablan lenguas indígenas, aunque sus gafetes digan “Hablo mixteco” o “Hablo q’eqchi”, les dan instrucciones en inglés o a veces en español y con frecuencia los regañan por no entenderles. Dentro del módulo de visitas ubicado en el centro de detención en Dilley, los voluntarios entrevistan a mujeres. Los voluntarios deben estar autorizados por ICE y aprobados por el Dilley Pro Bono Project (DPBP), un proyecto de la Immigration Justice Campaign [Campaña de Justicia a Inmigrantes]. La tarea de los voluntarios en Dilley es preparar a las mujeres para su “entrevista de temor creíble” con los oficiales de asilo. Éste es el primer requisito para poder ser liberado del centro de detención, y entonces comenzar la petición formal de asilo en los Estados Unidos. El derecho de buscar y obtener asilo en un territorio extranjero se articuló en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, firmada en 1948, en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, por 48 de los entonces 58 Estados miembros de las Naciones Unidas. Más adelante, la Convención y Protocolo sobre el Estatuto de Refugiados de 1951 definió el término refugiado con mayor especificidad como:
un individuo fuera de su país de nacionalidad o de residencia habitual que no quiere o no puede regresar debido a un miedo bien fundamentado de persecución por motivos de raza, religión, nacionalidad, o pertenencia a determinado grupo social.
La Convención de 1951 también estableció los principios y derechos básicos que deben otorgársele a un refugiado, si bien los procedimientos exactos de asilo y las especificidades del estatus del refugiado debían ser definidos por cada país en concordancia con sus leyes internas y contexto particular. En los Estados Unidos cualquier persona que busque estatus de refugiado debe ser entrevistada, primero, por un oficial de asilo. Éste o ésta conducirá una “entrevista de temor creíble” para determinar si la persona cumple con todas las condiciones para obtener asilo. Si determina que la persona es elegible, el siguiente paso es firmar documentos de liberación con ICE. Si el oficial de asilo decide que el temor de quien busca asilo “no es creíble” entonces éste recibirá una decisión negativa seguida de un “procedimiento de expulsión expedita” (una orden inmediata de deportación). El fallo puede apelarse, pero para que un detenido apele con éxito en una corte de inmigración él o ella necesita un abogado y no siempre hay uno disponible o dispuesto a trabajar pro bono. Aquí es donde entran las organizaciones pro bono, que preparan a quienes buscan asilo para sus entrevistas, y recaban el apoyo de abogados voluntarios y pasantes que pueden convertirse en representantes legales para gente encarcelada. La preparación para la entrevista consiste en varios pasos. Pero, ya que la ley de asilo está centrada en el temor a la persecución “por motivos de raza, religión, afiliación política, nacionalidad, o pertenencia a determinado grupo social”, el objetivo de la preparación en Dilley es saber qué tipo de asedio sufrió una mujer, qué tipo de persecución teme si se le obliga a volver a su país de origen, si alguna vez reportó ser perseguida ante la policía o ante alguna otra autoridad gubernamental, por qué no puede reubicarse en otra parte de su país; y finalmente, si su persecución está ligada a que ella pertenezca a “determinado grupo social” (la categoría de asilo que suele utilizarse en relación con las mujeres que escapan a la violencia de pandillas o doméstica en América Central). Después de las preguntas biográficas iniciales (nombre, fecha de nacimiento, país de origen, lenguas habladas, condiciones médicas, grado de escolaridad, raza y etnia, religión, estado civil y los nombres y fechas de nacimiento de sus hijos), se les pregunta a las mujeres sobre su miedo a la persecución. Enfrentadas a la pregunta “¿Alguna vez ha sido amenazada o lastimada por alguien en su país de origen?”, las mujeres casi siempre responden: “Sí.” El cuestionario sigue: “¿Quién la amenazó?” “Miembros de la pandilla criminal MS-13. Miembros de la pandilla Barrio 18. La policía. Mi esposo. Mi pareja. Mi novio. El padre de mis hijos.” “¿Qué hizo él?” o “¿Qué hicieron ellos?” “Me golpearon. Él me violó. Dijo que me iban a matar.” “¿Por qué fuiste tú en específico el blanco de esta agresión?” “Porque me resistí a sus insinuaciones. Porque no quise ocultar las armas. Porque no voté por el partido por el que me dijeron que votara. Porque me veo como me veo.” En una ocasión, cuando una joven de diecisiete años y su madre, ambas de El Salvador, llegaron a la entrevista preparativa en el módulo de visitas, la joven pidió agua. Mientras tomaba agua de la llave en un cono de papel, dijo: “Sólo quiero que sepan que yo no quería venir aquí. Tenía una buena vida y estaba a punto de graduarme de la preparatoria, y ahora perdí la oportunidad de sacar mi certificado.” Su mirada era segura e inteligente y su voz, suave pero firme. “¿Por qué dejaste tu país?” “Porque algunos miembros de la MS-13 amenazaron con matarme.” “¿Te lastimaron?” “No, nunca me lastimaron. Sólo me amenazaron.” “¿Por qué te amenazaron?” Después de un silencio, explicó que la MS-13 la había amenazado de muerte porque uno de sus miembros quería salir con ella, pero se había negado, y porque querían que ella vendiera sus drogas, y también se había negado. De cierta forma, sus problemas no eran demasiado diferentes a los que enfrentan muchas otras jóvenes de diecisiete años (las drogas, las citas) excepto porque, en su caso, las consecuencias eran potencialmente mortales. La MS-13 dijo que la matarían a ella y a su mamá si no cumplían sus demandas, y todo el mundo sabe que la MS-13 cumple sus amenazas sin pensarlo dos veces. Su advertencia fue detallada. Le dijeron a su mamá: “Dejaremos el cuerpo de tu hija, envuelto en una bolsa negra de plástico, bajo la palmera que hay junto a tu casa.” Los detalles y las circunstancias particulares varían, pero lo que tienen en común las historias que las mujeres relatan en el módulo de visitas es el abuso y la violencia sistemáticos perpetrados contra ellas a manos de hombres en sus comunidades, en sus casas, así como en las instituciones públicas de sus países. Como explican los reporteros Óscar Martínez y Juan José Martínez en El niño de Hollywood, su libro sobre la MS-13, las mujeres son vistas por esta pandilla no sólo como prescindibles y desechables sino también como un fastidio que pone en conflicto el compromiso de un miembro con su clica. Las mujeres son “un obstáculo para lograr la pureza de la pandilla… un estorbo que se interpone entre el pandillero y su compromiso total a la clica”, escriben Martínez y Martínez. La única participación que tienen las mujeres en la MS-13 es como jainas (novias o esposas de los miembros). Las mujeres con familiares que pertenecen a la MS-13 (un hermano, tío o primo) también se arriesgan a ser blancos de los grupos enemigos debido a la afiliación de sus familiares a la pandilla. Violaciones en grupo, amenazas de muerte y abuso físico y psicológico prolongado son las realidades cotidianas que relatan las mujeres durante su preparación para las entrevistas. Los abogados voluntarios y asistentes legales deben recaudar todos los datos posibles sobre los abusos sufridos para entender cómo podrían hacer calificar a las mujeres para el asilo: “¿Cuántos hombres estaban ahí?” “¿Tenían armas?” “¿Qué tan cerca estaban de tu cuerpo?” “¿Cómo sabes que son capaces de matarte y salirse con la suya?” “¿Ha habido otras mujeres como tú que hayan sido asesinadas por esta razón?” “¿Temes que lleven a cabo su amenaza si regresas a tu país?” “¿También amenazaron con matar a tus hijos?” “¿Lo dijeron explícitamente?” “¿Cómo reaccionan las autoridades a estos crímenes?” “¿Le reportaste estos incidentes a la policía?” “¿Por qué no?” En una mayoría apabullante de los casos, cuando se les hace esta última pregunta, las mujeres revelan que no reportaron el crimen a las autoridades por miedo a represalias, o bien que sí lo hicieron, pero la policía simplemente no intervino. Una mujer explicó, durante su entrevista: “No fuimos con la policía porque sabíamos que le dirían a la pandilla. Trabajan juntos para mantenernos vigilados. Aunque sepas que una mujer está encerrada en su casa y grita cuando la golpean, no puedes ir con la policía.” Uno podría preguntarse, por lo tanto: si tantas mujeres están recibiendo amenazas de muerte, están siendo violadas, abusadas y a veces asesinadas por miembros de pandillas —que en algunos casos son sus propios familiares— y sus países no están haciendo nada al respecto, ¿por qué es tan difícil que se les dé asilo? ¿Por qué no las protegen las leyes de asilo? La respuesta es complicada, pero todo se reduce a un hecho básico: los parámetros de asilo en los Estados Unidos son muy estrechos y la jurisprudencia niega el género como requisito suficiente para considerarse un “determinado grupo social”, ya que las mujeres somos más del 50% de la población del mundo. Por otro lado, no se vincula la violencia de género (ya sea doméstica o relacionada con pandillas) con la violencia de Estado. A lo largo de los años los abogados han encontrado formas para argumentar por qué las mujeres en ciertas circunstancias (por ejemplo, cuando temen ser perseguidas y viven en un país donde el gobierno no logra proteger sus derechos humanos fundamentales) pueden en efecto considerarse como pertenecientes a un “grupo social particular”. Algunos ejemplos de este tipo de litigios en los Estados Unidos son aquéllos ligados al así llamado “Asunto de A-B-” y “Asunto de A-R-C-G-”, (AB y ARCG son las iniciales de las personas a partir de las cuales se creó un precedente legal para casos que involucran mujeres que huyen de violencia doméstica). A través de “asuntos” como el de ARCG los abogados han podido argumentar, a lo largo de los últimos años, que las mujeres percibidas como propiedad, sujetas a abusos constantes, que no pueden dejar a su pareja califican como parte de un “grupo social particular” y son por lo tanto elegibles para asilo. Sin embargo, el progreso que han logrado abogados y jueces en ampliar la angosta ventana del derecho a asilo para incluir mujeres que sufren circunstancias de violencia de tal magnitud se invalidó el 11 de julio del 2018. Fue a partir de uno de esos cambios de política “silenciosos e invisibles”, en un memorando emitido por el fiscal general Sessions titulado “Guía para procesar temor razonable, temor creíble, asilo y solicitudes de refugio de acuerdo con el asunto de A-B-”. Esta política hizo más estrecha la definición de aquello que constituye un “determinado grupo social” y de quién es o no es elegible para asilo, y excluye de manera explícita a mujeres que huyen de “violencia doméstica” y “violencia de pandillas”. Pero, por supuesto, sucede que las miles de mujeres y niños provenientes de Centroamérica que buscan asilo en los Estados Unidos lo hacen precisamente con base en una intersección (o choque, más bien) entre violencia de pandillas y doméstica en países cuyo gobierno no quiere o no puede hacer justicia y proteger a su población, o donde los agentes de Estado están coludidos con los criminales o son incluso perpetradores directos. La madre en busca de asilo es una mujer que escapa de su país con sus hijos pues, desde el momento de su nacimiento, existe en un contexto donde la sociedad la castiga por ser mujer, por ser pobre, por ser indígena o mestiza, por ser madre soltera, por ser víctima de violencia sexual, por ser políticamente activa, por ser dueña de un negocio, etcétera. Nace en un contexto donde su sociedad y gobierno no buscan proteger su bienestar, abusan de ella en todo momento, y ella se encuentra en peligro constante de ser asesinada. De otro modo, no hubiera huido. El problema mayor que subyace a todo esto es que la sociedad y los gobiernos no reconocen la violencia doméstica como síntoma de una violencia social y política más amplia y profunda contra las mujeres. Las particularidades de los contextos como los que vemos a lo largo de Latinoamérica, tales como la militarización, la expropiación de tierras indígenas, la marginación de comunidades en pobreza extrema o el creciente poder de las pandillas que fungen como paraestados, amplifican y agravan la violencia sistémica contra las mujeres. Este tipo de contextos constituyen un caldo de cultivo perfecto para crear Estados feminicidas, donde la sociedad y el gobierno colaboran en todo momento, ya sea por acción o por omisión, para recordarles a las mujeres que sus vidas no importan. Si quieren sobrevivir, la única opción para las mujeres en estas circunstancias es escapar.
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La mayor parte de las mujeres detenidas en Dilley no sospechaban que en el otro lado de la frontera encontrarían más violencia, más amenazas y un encarcelamiento indefinido. Durante una entrevista preparativa, una mujer dijo: “Cruzamos el río, tenían la ropa para que nos cambiáramos, pero adrede nos dejaron empapados y congelándonos en la hielera. Incluso a los niños. Todos ellos terminaron con infecciones de ojos, gripas y diarrea.” Y otra: “Todo lo que ven en las noticias es verdadero porque yo lo estoy viviendo.” Y otra: “Cuando llegaron los voluntarios a la perrera, traían carteles que decían: ¡Los queremos! ¡Bienvenidos a América! Todos estaban llorando. Y las madres y los niños en el camión empezamos a llorar también. No de felicidad, sino porque los voluntarios y manifestantes parecían muy preocupados, y eso nos asustó. Nadie nos dijo a dónde íbamos. Pensamos que nos iban a deportar. Luego nos encerraron aquí. No sé por cuánto tiempo.” Hoy en día, dentro de los Estados Unidos, las leyes de asilo se encuentran bajo enorme riesgo. Y sean cuales sean las motivaciones raciales, culturales e ideológicas más profundas para restringir más y más el debido proceso a quienes buscan asilo, los resultados inmediatos de las políticas de esta administración son patentes: aumento en el presupuesto federal asignado a la Seguridad Nacional (y en específico a ICE), refuerzo de seguridad en las fronteras (drones, perros, militares, elementos de patrulla fronteriza), incremento en la cuota diaria de detenidos. Y, acaso lo más importante: una mayor construcción de nuevos espacios de detención para inmigrantes. Detener “cuerpos indocumentados” es simple y sencillamente una de las industrias más lucrativas en el negocio de gobernar los Estados Unidos de América. Las circunstancias que desencadenan el desplazamiento de familias indocumentadas de sus países, el hecho de que se enfoque a la inmigración como un tema de seguridad nacional en lugar de como un problema de derechos humanos, la criminalización de quienes buscan asilo y de inmigrantes en general, y la ganancia que supone encarcelarlos se mezclan en un escenario perfecto para hacer detenciones masivas. Aún queda por verse qué tan lejos está dispuesta a ir esta administración, que ya se ha mostrado capaz de aterrorizar, encarcelar, deportar, separar a niños de sus padres. También es pertinente preguntarnos, como sociedad, qué tantos abusos estamos dispuestos a observar, y cuáles son nuestras complicidades en este sistema de encarcelamiento de migrantes. Tal vez la carga de resistir la violencia política de la actual administración en Estados Unidos (y más recientemente, aunque de distinta manera, en México) no debería de recaer completamente en las madres, y como sociedad civil podamos tomar un papel más activo en ensanchar las protecciones para las familias que migran. Podemos comprometernos con hacer frente a una política de Estado que busca romper la psique y la voluntad de las personas, a medida que se ensancha y fortalece el complejo industrial de prisiones. Tras veintidós días en el centro de detención, una joven dijo: “No seguiré rogando porque se vuelve cada vez más humillante.” Otra mujer dijo: “Me siento enjaulada aquí. A donde quiera que veas alguien te observa. Pero esto es el paraíso comparado con la perrera. Ahí teníamos que dormir en colchones manchados de caca y pipí y vómito. No nos dejaban cepillarnos los dientes.” Otra dijo: “Les dije en la perrera que yo firmaría mi propia deportación, no soy una criminal para que me traten de esta forma. Nunca había sentido tanto resentimiento. Lloro al dormir.” Y otra: “Le pusieron ocho vacunas a mi hija, una tras otra. Ahora no puede mover los brazos.” Y una más: “Algunas de nosotras nos reunimos, contamos historias y reímos. Cuando reímos no es porque sintamos alegría. Sólo es un intento por sobrevivir. Nuestra fantasía es escaparnos de este lugar por el escusado.” Ante la pregunta de si se arrepentía de haber venido a los Estados Unidos, una joven respondió: “Ahora me arrepiento mil veces. Pienso que preferiría morir de un disparo en mi propio país a permitirles que me maten lentamente en éste.”
Imagen de portada: Marisa Raygoza, instalación, Así no son las olas, 2018. Cortesía de la Galería Deslave, Tijuana